Nota: Este texto forma parte del libro «Arpillera sobre Chile. Cine,teatro y literatura antes y después de 1973», editado por Annette Paatz y Janett Reinstädler, edition tranvía/Verlag, Berlín, Walter Frey, 2013. Fue cedido a Cinechile por sus autores y es un valioso adelanto de lo que será el imprescindible libro «Evolución en libertad: el cine chileno de fines de los sesenta», Editorial Cuarto Propio, Santiago, 2014. Una entrevista con los autores en este link.
Índice del presente texto:
(1) Un proceso cultural de larga duración: de los años 20 al siglo XXI
(2) Práctica social, crítica e historia del cine
(3) ¿Cómo evaluar los 60 en 2010?
(4) Alcance y variedad del cine chileno de los 60
(5) El inicio de una búsqueda sin fin: La maleta (1963) de Raúl Ruiz
(6) Solo el comienzo de una lucha continua: Por la tierra ajena (1965) de Miguel Littin
(7) Para una modernidad sin riberas
Un proceso cultural de larga duración: de los años 20 al siglo XXI
Antes de hablar de nuestro tema específico queremos aclarar brevemente los conceptos centrales de nuestro trabajo. Con Klaus Peter Hansen podemos definir la cultura como «die Gesamtheit der Gewohnheiten eines Kollektivs» (Hansen 2000: 17-18; «el conjunto de hábitos de un colectivo»). Por experiencia propia sabemos que lo que se cambia con más dificultad son las costumbres. Tenemos que ver, por ende, con procesos de larga duración. Para analizar mejor estos hábitos colectivos, el sociólogo chileno Manuel Antonio Garretón distingue la cultura como «sustrato» de la cultura como «aparato». En cuanto sustrato, «la cultura es el conjunto de las preguntas y respuestas por el sentido, que tiene que ver con las formas de comunicación, las identidades y el lenguaje»; en cuanto aparato, la cultura es el resultado de «cristalizaciones de esas preguntas y respuestas por el sentido» a través de instancias como «la educación, la ciencia, la tecnología, la creación artística, las industrias culturales» (Garretón 2007: 34). Es evidente que esta doble definición implica el concepto de «moderno» ya que los términos de ciencia, tecnología e industria aluden a factores de la modernidad entendida como una cultura específica mundial -o por lo menos de origen europeo- que se gesta a partir de la economía capitalista, organizada en Estados-nación desde fines del siglo XVIII.[1]
Siguiendo a Jürgen Habermas (1990), entendemos la modernidad como «ein unvollendetes Projekt» («un proyecto incompleto»), como un proceso inconcluso en el cual la humanidad busca mejorar su suerte, consciente de la doble faz de la razón ilustrada. Si la posibilidad de deshumanización parece haber prevalecido a lo largo de los últimos dos siglos bajo la presión de una competencia técnica promovida sobre todo por el capitalista espíritu de lucro, la idea y la esperanza de un progreso humanizador hacia una sociedad más democrática, igualitaria y justa siguen siendo válidas. Para captar la interrelación específica, en una época o un momento histórico definido, entre «Estado, sistemas de representación y base socioeconómica y cultural, mediados todos estos elementos por el régimen político», Garretón (2000: 50) utiliza el concepto de «matriz sociopolítica» de la cultura. En el caso de Chile del siglo XX, Garretón (2000: 149-153) define esta matriz como «nacional-estatal-democrática-popular».
En efecto, el Estado nacional chileno, uno de los más antiguos del mundo, tiene un papel preponderante en la configuración de la cultura tanto en la formación de un nuevo sustrato (de nuevos hábitos) como en la creación de nuevos aparatos. El factor decisivo es el desarrollo del trabajo asalariado con su consiguiente incorporación en el juego democrático, primero de las clases medias urbanas, luego de los trabajadores industriales y, finalmente, de los campesinos. Desde los años 20, los partidos políticos y los sindicatos forman la espina dorsal de este desarrollo: desde el gobierno de Arturo Alessandri, el Partido Radical que incorpora los sectores medios dependientes del Estado; desde el gobierno del Frente Popular de Pedro Aguirre Cerda, los partidos socialista y comunista que representan, sobre todo, a los trabajadores industriales; y, a partir del gobierno de Eduardo Frei Montalva, la Democracia Cristiana, que se atreve a legalizar la organización de los campesinos.
Tomando en cuenta la matriz de Garretón, quien realza la importancia del modelo de industrialización sustitutiva de importaciones (ISI) «dirigido desde el Estado el que a su vez se definiría como un compromiso entre sectores oligárquicos y burgueses, clases medias y trabajadores organizados» (Garretón 2007: 51), podemos constatar la vigencia del mismo modelo ISI también para el aparato cultural. Varias medidas de protección y de fomento se adoptan en las ramas de la cultura que se consideran de más impacto social para la afirmación de la chilenidad. Así, la Universidad de Chile se transforma en un eje de la educación (en estrecha competencia con la privada Universidad Católica), en la cual el teatro experimental tiene un lugar de preferencia. Al mismo tiempo, las subvenciones a las compañías de teatro se vinculan por decreto con la exigencia de producir por lo menos una obra nacional al año, ofreciendo de esa manera un estímulo para la creación literaria respectiva. Aludimos a la ley que «Crea la Dirección Superior del Teatro Nacional» (Ley N° 5.563) publicada en el Diario Oficial el 11 de enero de 1935 que establece la liberación de impuestos para las compañías compuestas mayoritariamente por actores chilenos. Tal privilegio se otorga -según el artículo 16- cuando el repertorio de un conjunto calificado de «chileno o nacional» contenga obras de autores nacionales en una proporción a ser fijada «en cada caso» (Ley N° 5.563: 2). Esta cláusula se reduce en la práctica a exigir la presentación de al menos una obra de autor nacional al año. Es solo a partir de las actividades de los dos teatros universitarios, el Teatro Experimental de la Universidad de Chile (TEUCH) y el Teatro de Ensayo de la Universidad Católica (TEUC), que se aprovecha plenamente la posibilidad de utilizar la ley a favor de nuevas generaciones de autores teatrales chilenos. Los efectos positivos tanto de la ley de 1935 como de las reformas de la década de los 40 se revelan con brillo en la pléyade de dramaturgos que se estrenan desde mediados de los 50 en adelante. Es notable -y aleccionador- constatar el largo tiempo que necesita una iniciativa político-cultural para demostrar su eficacia.[2]
La fundación de la productora estatal de cine Chile Films en 1942 es otro ejemplo de la iniciativa del Estado nacional relativamente democrático para ampliar el campo de una cultura popular como componente de la matriz definida por Garretón (2000). A partir de este conjunto de actividades, la identidad nacional chilena se construye, según Bernardo Subercaseaux, «fundamentalmente […] a partir de lo político y la práctica social»:
Es desde allí -desde la dimensión de lo político- que se han generado los flujos de energía y los momentos más dinámicos en la historia del país (las movilizaciones estudiantiles, la bohemia y vanguardia en las primeras décadas del siglo XX; posteriormente el frente popular y la generación del 38; luego los proyectos de emancipación y el movimiento de los 60, etc.). (Subercaseaux 2002: 49)
Subercaseaux desvaloriza esta «constitución identitaria que opera como vagón de cola de la política y de la práctica social», lamentando la ausencia o negligencia de elementos demográficos (los italianos en Argentina) o etnográficos (la cultura mapuche) y el consiguiente «déficit de espesor cultural» (Subercaseaux 2002: 48-49). El argumento no convence, pues las prácticas sociales presentes simultáneamente en la vida chilena -las urbanas como las campesinas, las tradicionales como las avanzadas tecnológica e ideológicamente, lo oral como lo escrito, lo popular como lo erudito, el arte comprometido como el arte por el arte- dan a la cultura chilena de las cinco décadas entre 1920 y 1970 un espesor sui generis.
Es obvio que el golpe y la dictadura militar buscaron destruir las bases de esta cultura, y el éxito de la imposición violenta de un modelo diferente se muestra en toda su extensión treinta años después, otra vez como resultado de un desarrollo de larga duración. En efecto, la recuperación de un tipo de democracia controlada -en su primera fase (1990-2005) por los militares, en su segunda fase (2005 en adelante) por los poderes fácticos del mercantilismo neoliberal- se debe en gran parte al todavía vigente espesor cultural de la época de las reformas (1958-1973). La reciente tesis doctoral de Paula Thorrington sobre la cultura de los 80, «An Ode to Joy: Chilean Culture of the Eighties Against Pinochet» (2011), demuestra cómo en el contexto del plebiscito de 1988 la campaña del No tuvo éxito gracias a la conjugación de un proyecto político plural y las expresiones culturales más diversas de la pintura, el cine comercial y documental, el teatro de vanguardia, la poesía, la música clásica y la música popular (tanto el folclore como el rock), aprovechando al máximo las escasas posibilidades de la televisión concedidas por el régimen militar. Frente a esta síntesis de los mejores impulsos de la cultura moderna configurada en el Chile del pre-golpe, el exorcismo de lo político y de lo «social» (siempre entre comillas, como si fuera algo problemático), celebrado como avance artístico y crítico en nombre del individuo, podría ser un triunfo tardío de los militares y de las llamadas fuerzas del mercado. Tal vez no sea demasiado aventurado reemplazar la cuadriga de Garretón -«nacional-estatal-democrática-popular»- por otra en la cual lo democrático cedería ante lo mercantil y lo popular ante lo individual: nacional-estatal-mercantil-individual.
(1) (2) (3) (4) (5) (6) (7) (8)
[1] Una descripción parecida tanto de los componentes como del desarrollo de la cultura occidental con referencia a Chile se encuentra en Bernardo Subercaseaux (2002: 37-46).
[2] En sus memorias, Germán Becker, uno de los grandes creadores de la cultura chilena del siglo XX, da un ejemplo de la práctica teatral que resulta de la ley: «Para que el TEUC fuera considerado como una compañía nacional y quedara liberado de impuestos, tenía que presentar como mínimo, una obra chilena al año. Y es así, como entre gallos y medianoche, presentábamos una obrita corta, nacional, llamada ‘El Patio de los Tribunales’, escrita el siglo pasado. Para romper este círculo vicioso, propuse que adaptáramos al teatro, la novela de Blest Gana, Martín Rivas» (2001: 111). El patio de los tribunales (1872) es una pieza costumbrista de Valentín Murillo.