– Tú eras estudiante de arquitectura cuando empezó a interesarte el cine ¿cómo se produjo ese salto de una profesión a la otra?
– La verdad es que yo me siento tributario del clima intelectual de la post-guerra. Hice mis estudios secundarios en pleno período de la Segunda Guerra Mundial, y cuando, después, llegué a la Facultad de Arquitectura, las ideas antifascistas eran el caldo de cultivo de múltiples impulsos de cambio. En la Universidad se vivía un período de plena efervescencia por la Reforma, donde entraban todo tipo de iniciativas renovadoras y de tentativas de experimentación. Se planteaban todos los problemas de la estética arquitectónica; pero, además, estaban en cuestión todos los problemas ligados a la cultura chilena. Yo participé en ese proceso, me tocó enfrentarme a una realidad en que casi todo estaba por hacerse. Había que hacer encuestas, salir a terreno, encontrarse con el pueblo, conocerlo. Y la experiencia nos mostró que el cine era un buen medio para hacer este trabajo. Te estoy hablando del 47 y los años siguientes.
– ¿Fue entonces cuando empezaste a hacer cine?
– No, fue después, en el 55. Pero mis preocupaciones empezaron antes. Yo escribía, por ejemplo, una página de cine en la revista La Gaceta, que dirigía Neruda. Por otra parte, el pintor José Venturelli me había regalado una copia de film El Gabinete del Doctor Caligari, que ejerció sobre mi una influencia inusitada. Por allí por el 52 formamos en la Universidad el Cine-Club, que fue el primero que se organizó en Chile, que yo sepa. Lo integrábamos Pedro Chaskel, Daniel Urria, Enrique Rodríguez y otros. Proyectábamos films toda la semana, como El muelle de las brumas; veíamos cine hasta la madrugada, con Fernando García, León Schilowki y otros.
Era una época en que estaba en plena moda el star system. y en que la única revista chilena de cine era Ecran, dirigida por doña María Romero, que publicaba en ella criticas firmadas con su nombre que eran simplemente copias de las criticas de la revista norteamericana Variety. (Apenas llegado a Paris sentí deseos de filmar un “guillatún” en la plaza del Trocadero, pidiendo que le llegara su fin a esta anciana señora, que parecía que no iba a morirse nunca. Bueno, ahora ya no es necesario. Aunque Ecran se ocupaba sobre todo de aparecer como un eco publicitario de las películas norteamericanas, y sus materiales ponían el acento en los chismes sobre la vida de las “estrellas”, la juventud la compraba y la leía. En el Cine-Club procurábamos despertar interés sobre otro tipo de films, distintos de los que se proyectaban en las salas comerciales. Nos interesaba mucho, por ejemplo, los documentales, género que se desarrolla en el período de la guerra y que tiene un cierto auge en los años 50. Nosotros mostramos documentales canadienses, los que producía el National Film Board, dirigido por John Grierson, documentalista inglés que influyó en mi.
“Pero, claro, nosotros no queríamos únicamente discutir en forma teórica los films que veíamos, sino que queríamos también probarnos en la práctica, haciendo películas. Pero esto sólo pudo concretarse más adelante, cuando se fundó el Centro de Cine Experimental de la Universidad de Chile en 1957 aunque sus primeros frutos públicos sólo empezaron a mostrarse en 1959.
– Justamente es uno de los temas que nos interesa. Háblanos del Centro.
– Nace en condiciones bien modestas. La Universidad nos da un pequeño local, en la calle San Isidro 85, y una infraestructura mínima: tres cámaras más un equipo de compaginación y sonido. La planta estaba compuesta por media docena de aficionados al cine -el mayor tendría apenas treinta años- dominados por una pasión: hacer películas. Nuestros objetivos expresos eran menos modestos que nuestros recursos, porque no proponíamos: 1.º La investigación de los medios audiovisuales en busca de un lenguaje propio de trabajo; 2.º La formación de profesionales; y 3.º La producción de películas para uso universitario. Más tarde, es cierto, las perspectivas se ampliaron, formulándonos metas mis allá del ámbito de la Universidad.
“El Centro mantuvo la tradición del Cine-Club de las proyecciones semanales seguidas de un debate. Tenia, además, una revista y un programa radial. Pero lo que más nos interesaba era la producción de films, y recuerdo que el primero que hicimos, de unos pocos minutos, fue sobre el cañonazo de las doce, el tradicional cañonazo que se disparaba al mediodía desde el cerro Santa Lucia. La película mostraba a la gente en las calles, incluso esos provincianos sureños a quienes el cañonazo los hacía morirse del susto, por lo sorpresivo. Filmamos también a los encargados del disparo, que eran tres. Había uno al pie del cerro, que era el que miraba el reloj, y cuando era ya la hora hacia una señal con su pañuelo. El segundo hombre estaba mucho más alto, cerca del cañón, y cuando recibía la señal desde abajo, movía a su vez su propio pañuelo, ordenando al artillero, instalado en una torreta de la cumbre, que disparara. Tan complicado sistema significaba, desde luego, que el cañonazo raramente sonaba a la hora precisa.
“Para nosotros el cine era un instrumento que utilizábamos para descubrir lo que nos rodeaba. Queríamos independizarnos de lo que veíamos como cine oficial, aportar un nuevo lenguaje. Fernando Birri, que había fundado en Santa Fe, Argentina, la Escuela de Cine del Litoral, tuvo gran influencia en nosotros. Tenía frente al cine una posición definida: un realismo crítico, cercano al neorrealismo, aunque era otra cosa. Muchos partieron a estudiar a esa escuela. Entretanto, otros nos dedicábamos, además, a organizar exposiciones de cerámica, de objetos de mimbre; nos interesaba la pintura y estábamos bastante locos tratando de descubrir la luz, nuestra luz del Sur, que es una luz marítima de mucha riqueza cromática… Filmaba, también, todo lo que podía…
– ¿Y cómo resolvían problemas técnicos como el revelado de las películas?
– Las enviábamos a Estados Unidos, a Panamá, y más tarde, a Argentina. No teníamos en ese tiempo como resolverlo en Chile. Todo era así. Antes de tener, por ejemplo, nuestras propias cámaras, las conseguíamos en préstamo: las del Instituto de Cinematografía del Ministerio de Educación; una viejas cámaras Mitchell, muy pesadas, que eran de propiedad de Chile Films, y hasta una de 16 mm que me prestaba un amigo químico del Laboratorio Chile.
“Nosotros queríamos ser independientes, tener nuestra autonomía, de modo que incluso, cuando era inevitable, financiamos algunas películas con dinero de nuestros propios bolsillos. Esa actitud de independencia en nuestro trabajo tratamos de mantenerla siempre.
-¿Tú fuiste el director del Centro durante toda su existencia?
-No, yo lo fundé y lo encaucé, mientras fui su primer director. Después me sucedió en el cargo Chaskel, que es un hombre muy organizado…
– Cuéntame de tus primeras películas.
– Eran films modestos realizados con muy pocos recursos, muy diferentes a todo lo que se había hecho en Chile hasta ese momento. Día de organillos, Trilla, Mimbre, fueron hechos gracias a una ayuda especial de la Secretaria General de la Universidad de Chile. Eran películas que recreaban aspectos de la vida cotidiana, sin tics folklóricos, procurando revelar una realidad sencilla, sin máscara. Los protagonistas: Manzanito, que tejía figuras prodigiosas en mimbre; los organilleros, que yo seguía con mi cámara por las calles de la ciudad. Mimbre fue hecha con la técnica de las películas mudas: A Manzanito lo íbamos descubriendo cuando íbamos filmando, y después Violeta Parra hacia el comentario de su trabajo con la guitarra. Trilla está hecha de modo casi antropológico: filmada en Canquihue, cerca de Concepción, el film tiene también música de Violeta, que canta en él cuecas y tonadas de la misma región.
“En 1962 me dieron un premio en el Festival Internacional de Locarno por Láminas de Almahue. En ella el montaje tiene un papel decisivo; creo que puede calificarse de film experimental. Por esa fecha hago también Casamiento de negros, otra vez con Violeta Parra, pero la película termina por perderse. Eso mismo me ocurre con otro film que intento hacer con Neruda. Recuerdo que la película comenzaba en una casa de la calle Agustinas, donde Neruda había descubierto un mascarón de proa inmenso. El poeta lo había ido a buscar junto con su amigo Manuel Solimano, a quien le había pedido ayuda para el traslado de la pieza a Isla Negra. Ambos vestían de marineros. La operación despertó una gran expectación, por las proporciones del mascarón y porque mientras la mole era subida al camión se produjo un gran atasco de automóviles en la calzada.
– Entiendo que en este periodo de tu trabajo se cierra con La Marcha del Carbón.
– En verdad, fueron principalmente dos: La Marcha del Carbón y Banderas del Pueblo. Fueron hechas como siempre con una pobreza total de medios. Mi suegro me compré la película virgen para hacer la primera, en la cual trabajamos media docena de personas, incluida mi compañera, Sonia, que fue la montajista. El sindicato de Lota también me ayudó. La marcha recorrió un total de 40 kilómetros, y como para filmarla nosotros nos movíamos constantemente hacia atrás y hacia adelante, yo creo que al final hicimos un recorrido superior a los 160 kilómetros.
“La marcha, como se recordará, fue un dramático acontecimiento de nuestra vida sindical y política. Fue organizada para quebrar la resistencia de la Compañía, que se negaba a solicitar una solución a una huelga que se prolongaba ya durante tres meses. Aunque la población de la zona -incluidos los comerciantes, los feriantes- ayudaban a mantener las ollas comunes, la situación se tornaba cada día más difícil, porque había que alimentar a miles de personas. Así que los sindicatos decidieron marchar desde Lota a Concepción. Alrededor de cincuenta mil personas; los mineros con sus mujeres y sus niños. Una marcha histórica, en un día luminoso, con un viento que hacía flamear las miles de banderas. Todo se prestaba para hacer un buen documental.
“En ese tiempo yo tenía ya alguna experiencia en la filmación de marchas, mitines y otros actos de masas. Militaba en las juventudes comunistas, así que estaba familiarizado con este tipo de manifestaciones. Había adquirido una técnica casi profesional, aunque la falta de recursos nos obligaba a emplear métodos artesanales, como ese, por ejemplo, de tener que trepar a los postes telefónicos para poder filmar panorámicas.
“El relato de la película lo hizo después Pancho Coloane. Recuerdo que un día partimos a su casa en Quintero con un copión del film, y en una noche, con algo para comer y una garrafa de vino, hicimos todo el trabajo. En la mañana todo estaba ya totalmente listo.
“De La Marcha del Carbón se conservan sólo planos dispersos. Un dirigente comunista lo llevó a la Unión Soviética, a donde viajó con motivo de una reunión internacional. Quería solicitar ayuda para sacar varias copias de la película, cosa que nosotros no estábamos en condiciones de hacer. No sé qué pasó exactamente después, pero lo cierto es que del film nunca más se supo.
“Antes que Banderas del pueblo, que fue realizada en 1964 y presentada en el Festival de Leipzig de ese año, hice otro film, Ahora le toca al pueblo, de 40 minutos de duración, preparado para la campaña electoral del Partido Comunista chileno. Se exhibió en muchas ciudades entre el 62 y el 63, y no sé donde quedaron finalmente las copias. O sea, que se perdieron también.
– Fuera de tus propias películas, entiendo que el Centro produjo las de otros cineastas.
– Naturalmente. Se hizo un film experimental, Un viaje en tren, de Enrique Rodríguez, y varios documentales, como Artesanías de Chillán, de Domingo Sierra y Arqueología en el Norte, filmado por Pedro Chaskel en la desembocadura del río Loa. Pero nuestra labor no se limitaba a eso. Procuramos establecer relaciones con organismos afines de otros países, como, por ejemplo, con los Institutos de Cinematografía de la Universidad de Buenos Aires y de la Universidad Nacional de Santa Fe. También nos preocupamos del patrimonio cinematográfico nacional: el Centro trabajó en la restauración de El Húsar de la Muerte, el célebre film sobre Manuel Rodríguez realizado en 1925 por Pedro Sienna, y organizó su proyección pública. Años más tarde, la tarea se completó poniéndole una banda sonora, con música de Sergio Ortega.
“Logramos también hacer venir a Chile a dos personalidades importantes del cine mundial. Uno fue Henri Langlois, el director de la Cinemateca Francesa, que nos ayudó en nuestras discusiones del plan de trabajo del Centro; el otro: Joris Ivens, el cineasta holandés, uno de los más grandes documentalistas del mundo.
-¿Tú trabajaste con él?
– Si. Yo participé como correalizador del film Valparaíso, en el cual estuve también a cargo de la producción. Este documental fue el producto de un acuerdo de coproducción entre organismos franceses y la Universidad de Chile. Esta financió una buena parte de los gastos, y no me olvido, a este propósito, del escándalo administrativo que algunos quisieron armar cuando la Universidad tuvo que pagar los honorarios correspondientes a la utilización del famoso prostíbulo porteño llamado de “Los Siete Espejos”. Para la filmación hubo que “ocuparlo” una jornada completa, desde las seis de la tarde hasta las seis de la mañana, pagando consumos y la participación de prostitutas y marineros.
“Con la llegada de Ivens se presentó también toda su producción cinematográfica, que se veía en Chile por primera vez.
– ¿Fue importante para ti trabajar con él?
– Bueno, yo aprendí, sobre todo, de su experiencia, de su oficio, pero no de su método, que era muy personal, y que, para mi, peca de subjetivo, no corresponde a una objetividad. La Marcha del Carbón, por ejemplo, yo la filmé yendo donde la gente, haciendo encuestas con ellos, procurando conocerlos y conocer sus problemas. El método Ivens es distinto. Él es organizado (era contador antes de hacerse cineasta), pero yo creo que Valparaíso es un film falso, intemporal, pintoresquista. Se ven mucho los ascensores y las escaleras de los cerros, los volantines, pero no se da la dimensión de lo que es la comunidad, la gente metida en un proceso social en desarrollo. Falta esa perspectiva. Yo siento que la película, a pesar de que Ivens es un humanista, un hombre de izquierda, está hecha con la visión de un europeo. Claro, fue importante para mi formación profesional trabajar en Valparaíso, entre otras cosas porque era la primera vez que filmaba con un cierto presupuesto; pero en mi formación profunda como creador ha sido mucho más fundamental trabajar con Pancho Coloane o con Violeta Parra, con los cuales cumplía una tarea apasionada. Yo creo en el cine como instrumento de transformación de la sociedad. Me juego por eso.
– ¿Y tu etapa en el Centro?
– Intenté hacer otra película sobre Neruda, que desgraciadamente también se perdió. Esta era en 35 mm., en blanco y negro, y la cámara la hizo Patricio Guzmán, que no hay que confundir con el cineasta del mismo nombre. El film era sobre los primeros amores del poeta, los que tuvo con una niña de una panadería de su pueblo. Filmamos a la familia de Neruda, a sus tíos, la Mamadre, los trenes de Temuco, la lluvia, los bosques. Filmamos debajo de los mesones, Neruda niño, escondido con una niña. Fuimos al paso cordillerano por donde salió al exilio. La película se llamaba Neruda, ese desconocido, y teníamos como para una proyección de tres horas. Pero todo se perdió.
“En el Centro nos preocupamos, también, de los jóvenes que querían filmar, y que eran muchos. Los ayudábamos, cediéndoles bobinas de película virgen, porque yo estoy convencido que la única manera verdadera de aprender cine es “quemando” película, y yo quería ayudar a que en el país se desarrollara una cinematografía de gran envergadura. Hubo mucha gente que tuvo así las posibilidades de hacer lo que ellos querían hacer. Con la ayuda del Centro de Cine Experimental, Helvio Soto hizo Yo tenía un camarada, Raúl Ruiz, La maleta, aunque no lo terminó. Más tarde, El Chacal de Nahueltoro, de Miguel Littin, fue coproducida junto con el Centro. Sergio Larraín, Domingo Sierra hicieron films, todos ellos independientes y de gran dignidad. Todo esto creo que fue muy importante para el futuro del cine chileno, ayudó bastante a todo lo que vino más tarde.
– ¿Y durante la Unidad Popular?
– No hice cine, me dediqué a la Arquitectura. Pero después del golpe de Estado, realicé algunas cosas. Filmé a Delia del Carril, a Juvencio Valle, a otros poetas. Con Carlos Flores, José Román, Jorge di Lauro, Nieves Yanko y otros organizamos una agrupación, el Cine-Arte Pedro Sienna, pero tuvimos problemas con Mónica Madariaga, que era entonces ministro de Educación. Despés estuve a cargo de un taller en el Instituto Chileno-Italiano, entre 1978 y 1980, donde organicé proyecciones y debates de los films proyectados. Hice también un video de cuarenta minutos de duración sobre el Festival de la Cancidn de Viña del Mar.
– Finalmente fue No eran nadie, que viniste a terminar en Francia. Lo primero que llama la atención es tu salto desde el documental al cine de ficción.
– En Chile se produjo un encandilamiento con el terror. A mi me interesaba, en cambio, desarrollar una realidad mis antropológica, llamar la atención, por ejemplo, sobre la progresiva extinción de los indios de Chiloé. Chile es un país largo y multifacético, y hay que conocerlo más profundamente para enriquecer el proceso de su transformación social. Está el Chile marítimo, el Chile de los mapuches, el Chile de la mujer, que no es una solo Mujer, sino muchas y diferentes. Tal vez sea cierto que esta realidad no sea muy interesante para la exportación; hay otros graves problemas que tenemos que denunciar al mundo…
“Mi cine es ahora más complejo, está a medio camino entre la ficción y el documental. No eran nadie la tuve que improvisar virtualmente desde la nada. Todos sabemos que en Chile no hay mucha libertad para filmar. En Chiloé había mucho menos vigilancia que en el resto del país, y a mi me interesaba mostrar esa realidad, incluido su lado moral. Por eso aparece en el film el tema de los desaparecidos; yo no lo puse forzado, es un tema latente en todo Chile.
– ¿No crees que alguien podría reprocharte el haber hecho esta película con un estilo o una modalidad de hace veinte años? El cine chileno ha alcanzado en estas dos décadas un nivel profesional importante, y pareciera que no buscas apoyarte en una infraestructura mayor, más desarrollada.
– Tu pregunta dispara al fondo de mi problemática, la problemática de un cine chileno donde la cuestión de la producción es determinante. Yo creo que al hablar del cine chileno actual, hay que separar el que se hace afuera, el cine que se ha desarrollado con la solidaridad, del que se hace en el interior, cine de la sobrevivencia, que se hace a menudo, en efecto, con la misma tecnología de hace veinte años. Afuera ha habido posibilidades de desarrollarse, la solidaridad ha sido generosa y ha permitido que se trabaje con dinero, con recursos técnicos. En Chile, en cambio, con el fascismo, el cine ha sufrido un serio retroceso. El cine no es solamente una expresión de lenguaje que se hace sólo para “mostrar”; forma parte de un todo; y hoy, en nuestro país no hay productores, el Cine Experimental ya no existe, la Cinemateca fue clausurada; todas las manifestaciones del cine chileno han quedado truncas.
“Yo asumo, por eso, la imperfección como una posición moral. A mi hijo, por ejemplo, que me ayuda a filmar, no le permito que haga panorámicas con un trípode. Mi posición corresponde a la de un cine antropológico. Hay un equilibrio entre forma, contenido y tecnología; de allí surge una armonía que debe ser coherente con lo que se quiere expresar. No se puede expresar lo mismo con la cámara en la mano que utilizando una grúa. Yo estoy, ya lo dije, en la posición de un cine antropológico, y estoy convencido que seria inmoral penetrar en la casa de una campesina mapuche, por ejemplo, encaramado en esa grúa. Hay que mostrar las cosas con más humildad, fuera de que para el cineasta es más vital trabajar como yo lo hago. Yo asumo una microtecnología, una tecnología franciscana; mis películas son baratas. Yo no me gasto un millón de dólares en hacer un film; eso es una inmoralidad propia de un cine comercial donde todo está subordinado al gran espectáculo, todo se hace para “impresionar”, y por lo general al servicio de temas sensacionalistas.
– Por último está La Glane. De pronto, apareces abandonando la temática chilena.
– Lo cierto es que La Glane es un film que está hecho con la mirada de un realizador chileno. El dolor que produce la violencia del fascismo en Oradour* es el mismo que nos produce el martirio de Lonquén, en Chile. Es una película sobre la vida que continúa, a pesar de todo. Los nazis quemaron niños, mujeres, viejos; quemaron animales, casas, graneros, la iglesia del pueblo. Creyeron que habían quemado todo, que habían matado todo, pero olvidaron que quedaba el río, La Glane. En Chile es lo mismo; hagan lo que hagan, la vida continúa…
“La Glane está en la misma línea que Láminas de Almahue. Es la manera de mirar un proceso, y eso es lo esencial. Es algo vital para mi, no es antojadizo.