Música Campesina
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Cómo y por qué llegué hasta allí? Por los mismos motivos por los que he llegado a tantas partes.” Manuel Rojas, Hijo de Ladrón

El país es Estados Unidos, pero el continente es América, la del sur, ésa donde la música puede ser campesina sin ser country. Estar allá pero ser de aquí o estar aquí pero soñar allá. Piedra rodante entre dos mundos, el chileno Alejandro llega a Nashville. Una geografía extraña en donde olvidar un amor perdido; en este caso, en las calles de San Francisco. Viajar para olvidar, gimnasia clásica en el arte y la vida. Alejandro hace de la vida arte, arte de vivir al día en tierra ejana. Mirada extranjera que se asienta sobre cada lugar con la placidez zen de una cámara mayormente inmóvil, gananciosa en la quietud. Contemplación cannábica de apacible disfrute, la pequeña anécdota se expande como una modesto big bang. Todo es presente en Música Campesina, todo es placiente y complacido; no hay dolor ni nostalgias, ni por la patria lejana ni por la mujer perdida, no todo es blues en Tenneessee. Dejarse llevar por la cadencia de la película es como navegar por un río de llanura, no el Mississipi sino algún afluente escondido y tranquilo, disfrutando de lo inmediato, de alguna música, de alguna amistad efímera; poco más –poco menos- que eso. Dejarlo ser, aún por un rato, olvidando sentidos y metáforas aunque estén ahí, aunque pronto vaya a terminar el recreo y nos dé por pensar qué empuja a Alejandro, qué hay en la cultura chilena, en la sudamericana, de transhumante; por qué Bolaño, por qué Manuel Rojas, por qué la literatura del propio Fuguet, que en “Missing” recorre América (la del norte) tras su propia genealogía. Si tantas preguntas puede ser respondidas luego de ver la película es porque cabe la duda, qué duda cabe, de que Alejandro es un personaje de la picaresca chilena o latinoamericana, con sus casi inocentes triquiñuelas para sobrevivir, con su instinto alerta para ver y asimilar, con su mal de amores –desdeñado por una yanqui, refugiado entre los dixies-. Un chileno en la corte del Rey Elvis mirando y escuchando. Un chileno que al fin sobre el escenario, aun cuando sea el mero tablado de un bar, asume su fatal destino chileno y sudamericano y canta, una cueca (¿o será una tonada?), una simple y bella canción de su patria en la que habla de la tierra y la falta de amor. En español chileno. Todo clarito, directo y llano, como partes. Y después se va solo con su guitarra. Con la música a otra parte.