«El hechizo del trigal» hace prever un futuro esplendoroso para la cinematografía chilena
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El lunes pasado se exhibió simultáneamente en los Teatros Central y Santa Lucía el primer film de argumento chileno que, después de ocho años de inactividad cinematográfica, rompe los fuegos de una nueva era de esta industria entre nosotros. En efecto, «El Hechizo del Trigal» es el fruto de un grupo de heroicos productores que, se puede decir, han sacado de la nada un film cuya intención principal es la de dar a conocer la belleza de nuestros campos, sus amaneceres y crepúsculos, su trigo, sus riquezas ganaderas, su folklorismo, en fin, todo aquello que está atado a Chile con lazos de tradición. Y es en este ángulo visual en el que debe colocarse un crítico. No se ha pretendido algo grandioso, de honda filosofía. Tampoco lo esperábamos por cuanto la Perla del Pacífico no trabajó con experos en tramas de pantalla y con un argumento fuerte que bien pudo tomarse de algunas novelas o cuentos de escritores chilenos que han tratado al campo en sus diversas manifestaciones. El que nos presenta «El Hechizo del Trigal» es sencillo, sin pretensiones, matizado de escenas típicas -rodeos y cuecas- que logran entusiasmar al espectador dispuesto a perdonar muchos vacíos.

José Manuel (Alejo Alvarez) es un empleado de hacienda que se enamora de María (María Lubet), hija única de Don Ramón (Mario D’Alba), dueño del fundo la Rinconada. Un día llega a la hacienda Roberto Márquez (Carlos Danilo), ingeniero que tendrá a su cargo la construcción de un tranque. José Manuel ve en éste un rival, pero todo se subsana cuando la muchacha, el día de fiesta de la inauguración del tranque, le demuestra que corresponde su cariño.

Las escenas no han sido tratadas con hondura. Hay algunos detalles conseguidos con gracia como aquel de Rosita (Elena Demetria), la empleada tonta y tartamuda que durante el adorno de la ramada en donde se bailará la cueca, queda colgando de los tijerales al carse la escalera; o aquel de On Chuma (Lalo Ramírez), el guaso dicharachero y bebedor que, durante el rodeo, después de sacarse los zapatos que le molestan, mete un pie en una taza de mote con huesillos que ha dejado en las gradas su vecino.

En cuanto al diálogo tiene algunos aciertos, pero en tres o cuatro escenas adolece de frases literarias rebuscadas, y poco cinematográficas. Esto quizás, en parte, ha contribuido a hacer opaca la actuación de María Lubet, quien carece de alma en muchas escenas, y la de Carlos Danilo, cuya fotogenia lamentablemente no traduce un espíritu seguro de sí mismo.

En general, la labor de los actores es discreta y permite prever que en Chile podrá hacerse cine, no sólo con artistas de reconocida buena actuación teatral, sino también con debutantes. Una dirección firme, insistente, que haga a los artistas entrar en situación, que les obligue a sentir su rol, podría ofrecer actuaciones felices.

En este sentido vale destacar el trabajo de Alejo Alvarez. En su rol de José Manuel pone alma y naturalidad de experimentado; a Elena Demetrio, que como «tonta» y tartamuda se capta la simpatía del público; a Mario D’Alba, que como hacendado en todo momento demuestra una apacible sobriedad muy suya; a Lalo Ramírez (seudónimo del periodista porteño Orlando Arancibia), que pone gracia y picardía en su On Chuma y a Diabuno, el amigo de la ciudad de Rafael Márquez, luciendo aptitudes cómicas brillantes.

Debemos resaltar los méritos del guión musical, creado por nuestro prestigioso compositor Próspero Bisquert. Es superior al de muchas producciones no sólo argentinas y mexicanas sino yanquis. Las canciones son típicamente nuestras y matizan muy bien algunos pasajes de la cinta. El sonido es feliz y sólo en pequeños trucos falla algo la sincronización. Sin embargo, hábilmente, el técnico Ricardo Vivado salvó esta valla exigiendo la eliminación de los «close up».

Merecen el mayor aplauso los cameraman Eugenio de Liguoro -que también dirigió- y Carlos Yáñez, quienes, en fotografías de corte moderno, con visión artística magnífica, han desmenuzado escenarios naturales de una belleza pocas veces reproducidos en la pantalla. Esas ovejas, ese amanecer que da comienzo al film, ese arado rasgando la tierra, ese boscaje umbrío orillando un lago plateado, son realmente maravillosos. Eugenio de Liguoro es un elemento de gran utilidad para el futuro cinematográfico de Chile y negarle su entusiasmo y su gran temperamento de artista es exponerse a pecar de injusto.

Para terminar, diremos que «El Hechizo del Trigal» inicia bien el resurgimiento del séptimo arte chileno. Bien, en el sentido de que para el momento actual nos interesan sólo las conquistas técnicas. Lo demás; artistas, dirección, argumentos densos, surgirán con la colaboración de personas capacitadas como las que destacamos en este primer film.

HERNAN MUÑOZ GARRIDO

Jefe de «Cines y Teatros de «Ercilla».