Una sala para dos corazones: “A la sombra del sol”
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Un sol ardiente, vertical, calcina el desierto norteño. Los rayos azotan, implacable, sobre dos individuos que avanzan cansadamente por el sueño pedregoso. Deben apartarse del camino pues se fugaron de la cárcel de Calama. Aunque los abate la fatiga, la sed, no pierden su humor a la chilena, salpicando con gruesas palabras las pesadas bromas.

¿Por qué los condenaron? ¿Adónde van y de dónde viene? No se sabe. Luego de jugar cual dos niños felices en una corriente de agua que baja de la montaña, descansan. Surge la idea: “¿Por qué no vamos a Bolivia?”. El proyecto se acepta de plano. Sólo que no tienen la menor orientación respecto al camino que deben seguir.

Apenas sabemos que el mayor, más lerdo y prudente, se llama Carrillo, y Luján, el más joven. Ignoramos si la amistad surgió en presidio o sólo por la circunstancia de haberse evadido juntos. ¿Cómo huyeron? Tampoco se revela. Los hombres ahblan lo necesario, apenas para comentar algún hecho incidental o desahogar la ira que les produce el esfuerzo. Luján, arrogante, “sobrado·, se estima en más de lo que vale, dominando con su ascendiente al compañero. Por hastío, Carrillo acepta la prepotencia del camarada. Pero basta, más adelante, la exaltación del alcohol para que el rencor brote y salga a relucir un cuchillo. Casi al final, la animosidad se hace más patente. En vez de consolidar fuerzas para defenderse, Carrillo quiere seguir solo, asqueado ante quien lo indujo a la infamia.

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Les ata la exigencia de un destino común, de una gran incógnita,  del anhelo de salir adelante en la peligrosa aventura emprendida. No se podría pensar que se profesen afecto y ni siquiera simpatía. Pero sí es fácil predecir que Luján aprovechará cualquier circunstancia en su favor. Creyéndose inteligente y seductor, se arroga todo los privilegios.

Durante un rato no pasa nada: calor, arena, yermo. De pronto llegan a Caspana, pueblito perdido en las serranías. Construido en piedra, sus habitantes muestran un aspecto igualmente granítico. En sus vestimentas, rasgos físicos, parquedad de palabras, exhiben la mezcla del nativo con el quechua. Son representantes típicos de la lejana región de Chile.

La película encuentra su mejor cualidad en la ambientación. De pronto, con asombro, nos encontramos en un lugar de extraña, cerril fascinación. Desde las callejas hasta la bonita Iglesia son de un primitivismo que enternece. Los visitantes encuentran a don Esteban, un mecánico que iba de paso y que se quedó. Tiene apellido “gringo” pero no quiere recordar el pasado. Los introduce a los demás “caspaninos”. Los mayores no se despitan el “don” y se guardan consideraciones, respeto que extienden también a los afuerinos. Los vemos reunirse en un regado almuerzo que parece destinado a festejar a los visitantes. El primer sorbo de cada vaso corresponde a la tierra, ceñuda y áspera, pero fuente de vida.

Se suceden hechos menudos que confirman la consabida hospitalidad de la gente humilde. Aunque superficial, la galería de personajes atrae por su pintoresquismo. Las pocas costumbres que se exhiben ganan la simpatía. Todo el mundo va a la Iglesia, donde un “rezador” o “cura de agua” como se le llama en el Norte, lee la palabra de Dios y, seguramente, llegado el momento, bautiza. Un pretexto tan baladí como infundado permite ver la curiosa escalera que lleva al coro. Los devotos salen de espaldas, en actitud reverente. Durante el oficio se escucha la clásica música que combina lo religioso con lo profano. También se muestra una reunión para escuchar la pueblerina banda, chillona y desafinada. Luján, con ojos lujuriosos de buen catador, ubica una indiecita de rostro tan moreno como son de blancos los dientes. La saca a bailar. El hermano se opone. En Caspana se cuida mucho la delicadeza femenina.

Como se ha dado ya amplia difusión a la corta anécdota, no la repetiremos. Además, no queremos malbaratar la expectativa de quien aún no sabe el tema del film. Volveremos a recordar, sí, que se basa de un hecho real, ocurrido hace medio siglo. De ahí su verdad. No se obtuvo precisamente de archivos policiales sino de lo relatado por un participante de los acontecimientos. Un brutal ultrajo obligó a que los habitantes de Caspana defendieran el honor mancillado. Fue compuslivo castigo a quienes además de traicionar la amistad que se les brindó, atropellaron la dignidad, único tesoro de aquellos seres rústicos que proceden con bravura e implacabilidad de hidalgos para lavar la afrenta.

Juzgar a quien delinque corresponde a Caspana, únicamente. Para tribunal está el pueblo. Allí se aplica la ley del valle. Ante el peligro de que acuda la policía, cumplen la sentencia tan pronto se produce la unanimidad, tras una noche de vigilia.

Silvio Caiozzi y Pablo Perelman, los directores, saben traducir vigorosamente el espíritu que mueve a esa gente, procediendo más en justicia que por venganza. Por eso nos hubiera gustado conocer más de los personajes, como también adentrarnos mejor en las costumbres del pueblo mismo. Resulta exagerada la parquedad en materia de antecedentes.

Aunque con alteraciones leves de tonalidades, la fotografía es excelente, extrayendo todo el embrujo de aquel paraje. No podemos decir lo mismo del sonido. Por una falla de laboratorio que el cine chileno procesado en nuestro país aún no logra dominar, se perjudica la claridad del contenido pues se pierden muchos parlamentos. O al menos eso ocurrió en la copia que nosotros vimos.

El defecto principal es que el asunto se desarrolla linealmente, sin alternativas. Falta profundidad, insistimos, y, aun, mayor conexión. De pronto se habla de la posibilidad de encontrar oro. Pero ni siquiera el espíritu de codicia se mantiene. La intención se olvida, como otras.

Con todo, el asunto se sigue con interés. Hay mucho ya no sólo para despertar la atención sino para provocar la admiración.

Caspana es una especie de heredera de “Fuentejovejuna”. Todos cumplen, herméticamente, el juramenteo de silencio.

“¿Quién mató al gobernador. “Fuenteovejuna”, señor.

Aquí el verdugo también tiene un solo nombre: Caspana.

Gracias a “La sombra del Sol”, no murió el año sin que apareciera una película chilena. Debemos, pues, saludar el esfuerzo. Además de sus méritos, el film posee calidad suficiente como para no desmerecer el buen nivel a que había llegado nuestro celuloide.

El público debe, entonces, abandonar su reticencia respecto a las películas nacionales. Es una desconfianza injusta y perjudicial. Ahora se nos presenta la oportunidad de conocer, además de un casi ignorado sitio geográfico, la actitud reveladora en un puñado de hombres nuestros, capaces de soportar las consecuencias que la ley les imponga, con tal de defender sus fueros ante el ajeno agravio.

A la sombra del sol” merece un estímulo. El aplauso brotará solo…

 

Chilena, 1974. Productor: Enrique Cood. Dirección: Silvio Caiozzi, Pablo Perelaman. Fotografía: Caiozzi. Música: Tomás Lefever. Reparto: Luis Alarcón, Alejandro Cohen, Marcelo Gaete, Felisa González, Teresa Ramos. Censura: Mayores de 18 años.

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