«Tierra Quemada» y el cine chileno
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Desde hace muchos años, cada film nacional es esperado como la obra definitiva que dará impulso a la industria fílmica y que logrará, en algunos aspectos, sobrepasar las agobiadoras frustraciones que han venido nutriendo el arte cinematográfico en nuestro país.

De esta manera, el espectador trata de rescatar alguna imagen valedera de cada film; no obstante, los espectáculos que se le han entregado están lejos de redimir sus apetencias en ese sentido: el espectador sigue estando solo y esperando –como diría Scalabrini Ortiz- sin encontrar un cine donde ver reflejada su problemática real, en donde pueda, por fin, reconocerse. Nada de ello ha ocurrido, desde luego, en reiterados intentos de los realizadores por patentizar esa imagen tan minuciosamente anhelada.

Sin embargo, en este largo camino de fracasos hay también matices; las cuentas de rosario no son todas iguales. Sería injusto desconocerlo. Hay directores que se han aproximado de alguna manera a una aprehensión más consciente de la realidad nacional, aunque generalmente esa aprehensión ha estado ausente de valores artísticos más o menos estimables.

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Tal vez la escasa profundidad de los temas trabajados, la valoración inadecuada que se ha hecho de la realidad, la desubicación de los realizadores frente a la vida nacional, son puntos básicos que señalan, irredargüiblemente, una ruptura entre el espectador y el cine chileno.

Pasar por alto gruesos errores, magros resultados artísticos, todo eso se ha transformado en benevolencia crítica, tan al uso nuestro. Los rasgos más notorios de los juicios que se han desplegado frente al cine nacional son, en mayor o menos medida, complacientes y contemporizadores, al punto que han terminado por desorientar al mismo espectador que quiere regirse por esos juicios. Ha sido una manera de ayudar o estimular a los realizadores para que mantengan a flote los balbuceantes emergencias de la industria.

Pero el mal estaba en que se ocultaban los más notorios defectos, las más palmarias vaguedades en que incurría el cine nacional. De esa manera no se estimulaba, sino que se predicaba por omisión. Y ya se sabe que la omisión es una manera de mentir al revés.

Por eso hasta ahora el cine nacional se ha capitalizado a través de buenas intenciones, pero de muy escasas obras de algún nivel artístico. Este es un drama que conviene recordarlo.

Se ha llegado, por lo tanto, a una etapa en donde ya no se puede seguir en el improductivo juego de no decir las cosas como son. Hay que aplicar el mismo rigor con que se enfrenta el cine extranjero. De otra manera, implícitamente, estaríamos reconociendo que el cine chileno está hecho por individuos infradotados o que no cuentan con ninguna aptitud para las labores que con tanto empeño pretenden categorizar.

Sostener la docilidad crítica frente al cine nacional es caer en intrincadas confusiones, una forma de eludir un problema con criterio definido, con verdad y exigencia.

Lo anterior, en todo caso, sirve –a manera de exordio- para la asunción de una razonable posición frente al cine chileno, sin caer en las ineptas trampas que ya se han hecho tradicionales.

De ahí que el último film chileno estrenado, TIERRA QUEMADA, dirigido por Alejo Alvarez –a quien al mismo tiempo pertenece el guión y uno de los principales papeles protagónicos- debe medir como uno de los más sólidos fracasos de los últimos años. Hay que decir, a la vez, que el cine chileno no tiene historia, apenas una prehistoria jalonada de pobrezas. Por eso no puede asustar un film como TIERRA QUEMADA: es sólo la constatación de las limitaciones de un realizador que además de tener ideas muy primarias frente al arte está muy lejos de conocer los rudimentos técnicos para encarar la cinematografía.

Sin quererlo, Alejo Alvarez ha caído en los más sonados vicioes de la literatura naturalista que asoló a este país durante más de cuatro década. Y decimos sin quererlo, pues, si los hubiera conocido habría, lógicamente, tratado de evitarlos. Ha tratado de reflejar en el cine la lucha por la tenencia de la tierra a comienzos de siglo, sin importarle para nada la historia agraria de Chile, sin detenerse a pensar un segundo en cuál es la realidad de esa lucha. Prefirió, en todo caso, presentar a dos familias rivales que combaten con todos los medios que tienen a su alcance, por un predio en litigio, sin jerarquizar ninguno de los elementos que podían otorgarle alguna autenticidad al film. Así planteada la situación se obliga al espectador a creer que los grandes latifundios se fueron formando a través de grandes luchas entre terratenientes y no a través del despojo a indios y campesinos pobres indefensos. Alejo Alvarez demuestra que tiene un conocimiento redondamente superficial del tema que trató. De otra manera, su enfoque del problema –si no es interesado- habría sido distinto.

Entre las muchas incompetencias que demuestra el director, una de las más notorias es su falta de capacidad para concretar la sicología de los personajes, para matizarlos. Prefiere, en todo caso, el más ramplón maniqueísmo para no hacerlos intercambiables.

Y como tiene muy poco que decir, recurre, obviamente, a los golpes bajos, a matanzas descomunales (en las que sobran varios tarros de pintura roja), a la interpretación de canciones, de personajes típicos que ya ni pueden caracterizar nada. (Manuel J. Ortiz en sus célebres CARTAS DESDE MI ALDEA trazó magistralmente ciertas tipologías rurales que no se pueden desdeñar para cualquiera reconstrucción de época como pretende Alvarez en este film).

El film es sólo una acumulación de sucesivas carencias: falseamiento de la realidad, como ya quedó dicho (cualquier relato de Federico Gana o Marta Brunet revela no sólo calidez artística, sino que un enfrentamiento mucho más real del problema, aunque haya sido hecho con un ineludible criterio clasista); desconocimiento de lo que debe entender como manejo de actores; cursilería insoportable de los diálogos, al punto de copiar ciertas fórmulas ya desdeñadas por los radioteatros; ninguna imaginación en los encuadres y el montaje; desubicación total de lo que debe entenderse como estructura de un relato cinematográfico.

Alvarez, como en las peores obras teatrales, no compone personajes, sino que maquetas. Y esas maquetas ya han sido desgastadas por el uso; no hacía falta inventariarlas de nuevo.

El film no hace más que consagrar la mediocridad de un realizador que no debió salirse nunca de un rubro que le ha sido siempre productivo: los cortometrajes de propaganda.

Lo demás es “camelo”, comercio, fatuidad.