En contra, por Eduardo Rojas
Fiera venganza la de la democrática muerte que a todos abraza. A Salvador Allende el del digno adiós. A Augusto Pinochet, el militar que murió en su injusta cama. Más fiera aun la venganza del propio Pinochet, despidiéndose a través de una película que si no lo engrandece achica todo y a todos a la medida de su tamaño. Fiera película, ostentosa de gratuito feísmo. Muere mi general Pinochet. Sus partidarios van a despedirlo. Cantos de odio y tristeza. Un grupo de jóvenes baila para festejar. Cantos de odio y alegría. Una dualidad que impresiona. Nada más sabremos sobre ella. En adelante los voceros serán cuatro personajes cuatro. Equitativos, los directores reparten: dos de cada lado. A nuestra derecha un patético anciano, presidente de una mutual de la nostalgia pinochetista, y una pobre vendedora de flores pobre. ¿Esta es la arrogante derecha chilena? A nuestra izquierda un alcohólico trapito santiaguino y un extravagante obeso socialista travestido de guerrillero o de Papá Noel. ¿Esta es la aguerrida izquierda chilena? Eso sería todo si no fuera porque a veces vemos esas peculiares caras. Una insufrible serie de planos detallísimos muestra las bocas, los labios, las imperfectas dentaduras, las lenguas empastadas de verdosos flujos biliares (el mal aliento, las gotitas de saliva no se ven, se adivinan), las pieles ajadas, las narinas rebosantes de gerontológicos pelitos. Este no es un documental de cabezas parlantes, es una de dentadas calaveras parlantes.
¿Esto es todo? ¿Por qué ese cadáver que oscurece en su ataúd generó tanta adhesión, tanto rechazo? ¿Tendremos que explicárnoslo viendo al microscopio las excrecencias de la edad, la tristeza de algunas vidas exhibidas con sorna y desde alguna altura autoadjudicada, como únicos representantes de un bullente conjunto social?
No se trata de negar a los pinochetistas el derecho a hacer una película favorable a su líder. Quizá no haya sido esa la intención de los directores, pero la carcajada de desprecio que imaginamos escuchar mientras el general desciende a los infiernos hace eco a este disparate soberbio.
A favor, por Federico Karstulovich
Hay películas frente a las cuales nos gusta plantarnos ideológicamente y hay otras con las que nos gusta plantarnos en su visión de mundo. Este documental prometía pertenecer al segundo grupo, pero su artificiocidad, su deleite kitsch, su abigarrada construcción de los encuadres que equiparan las expresiones más desagradables de los manifiestos pro Pinochet con las de los anti-pinochetistas la ponen en un lugar ideológicamente dudoso. Nada de esto quita la diversión inigualable al escuchar expresiones desaforadas de ambas facciones: aquellos que lamentan la muerte del dictador y aquellas que la festejan. Ambos a grito pelado, ambos saltando y meneándose, como un duelo carnavalístico. Ahí, en esa cualidad de registro casi expresionista, es donde Perut y Osnovikoff ganan y donde su documental se aleja de los lugares comunes, de la corrección política y formal. La perturbación, el punto ciego de la película está en otro lado: los directores eligen que los cuatro entrevistados que conforman el centro del documental sean mostrados hablando solamente en un mismo tipo de plano, un plano detalle de sus bocas. Este elemento, que termina generando una equivalencia entre cada uno de ellos, desdibuja formalmente lo que sostienen discursivamente durante la película: que, de un lado u otro, lo atávico se iguala. Esa idea, ciertamente peligrosa, no se integra nunca. Tampoco la decisión formal de abrir el plano y mostrar a los protagonistas estáticos. En esta elección doble de la distancia y el acercamiento como igualadores sociales frente a un acontecimiento, hay un punto interesante que rompe con el mero esteticismo, con la construcción feísta: los directores puntualizan ese artificio quizás entendiendo que la parafernalia oficial tiene su contraparte en la teatralidad de lo privado. Ahí, en la parte preformativa, es donde La muerte de Pinochet se hace grande en la memoria. Y es así como una elección formal desafortunada termina resultando el prefecto traje del ridículo ante la muerte, la necesidad de llenar el vacío de la identidad frente al muerto que todo lo define.