Hecha con oficio y seriedad de intenciones, La casa en que vivimos alcanza sus mejores momentos en las escenas correspondientes al pasado. Con su colorido sepia, en más de alguna escena parece una desvaída postal que sobrevivió los días de Juan Antonio Ríos y la ambientación física es, en general, muy cuidada.
Como pequeña estampa costumbrista, la película capta algunos ambientes y personajes típicos de la clase media chilena, hasta ahora muy olvidada por el cine nacional. Pinta la vida de un típico empleado público a través de los años; su sueño, la gran casa propia que lo albergará a él y los suyos. Cuando finalmente esté concluida, los hijos ya serán adultos, la familia se habrá desintegrado y el sueño carecerá de sentido.
Las limitaciones de la película están en la superficialidad con que se observa este ambiente y, sobre todo, en la falta de un punto de vista del realizador. No importa que falten grandes acontecimientos, que se muestren vidas hechas de pequeñas cosas y pequeñas aspiraciones; lo grave no es que la existencia de los personajes sea plana, sino que la imagen que de ella se elabore en la pantalla sea tan falta de relieve. Hay excesivos toques con sabor a sainete (Pepe Rojas, Jorge Sallorenzo) que pueden ser divertidos en sí, pero poco aportan a la imagen realista de la clase media que, al parecer, se quiso presentar.
Faltó una mayor penetración en la vida de aquella gente, de existencias tan rutinarias y aspiraciones tan limitadas. Incluso se desperdicia el desarrollen tres tiempos (presente, pasado, futuro) al no aprovecharse ese recurso para dar una perspectiva histórica –que bien pudo ser fundamental– alrededor de los personajes.
En cuanto al futuro, tiene dos faceras: las imágenes de lo que sucederá a los protagonistas en los años venideros y también aquel otro futuro que está implícito en la juventud. Hay una hija (Katia Vanova) superficial y preocupada por los “trapos”, mientras los muchachos tienden a estar políticamente comprometidos. Esto se muestra en forma excesivamente esquemática y, además, faltó aquí la relación (¿choque?) entre ellos y sus padres.
La estructura del film, basada en los cambios de tiempo, es –en principio– interesante; mas no fue debidamente aprovechada en un desarrollo demasiado somero e insubstancial. También hizo falta complementar la modernización de la estructura con un lenguaje de cámara menos convencional.
En cuanto a los intérpretes, los protagonistas (Domingo Tessier, Carmen Barros) cumplieron una labor muy respetable. En otros casos hubo tendencia a una modalidad demasiado teatral: es interesante observar cómo los intérpretes con oficio de TV se acercan más a la naturalidad exigida por este tipo de cine. No se alcanzó la necesaria unidad de estilo, pero hubo, en cambio, diversos tipos dados por presencia y un nivel medio que no carece de méritos.
En Largo Viaje, la película anterior de Patricio Kaulen, se hizo sentir el punto de vista del autor frente a la historia central del niño. Esta vez hay como un desapego frente a los personajes, que no alcanza a traducirse en “objetividad”. Dentro del tono menor de los episodios narrados y de los personajes mismos, hacía falta dar la dimensión del mundo exterior, profundizar más en lo humano, en el significado y sentido (o falta de significado y sentido) de cuanto ocurre. Eso sólo era posible mediante un mayor compromiso y punto de vista del realizador frente al tema. En esto bien puede estar la limitación fundamental de la película.