Tradicionalmente encasillado como «polémico» por determinados sectores de la prensa nacional. Enrique Lafourcade siempre está haciendo noticia. O es una de sus novelas la que suscita la discusión o bien se trata de alguna de sus opiniones sobre diversos tópicos del acontecer nacional. Enfoque quiso saber lo que este escritor y gourmet, librero y director de talleres literarios, piensa sobre el cine, un tema menos polémico, pero bastante más perdurable. También nos interesó hablar con el autor de «El gran taimado» sobre la versión fílmica de Palomita blanca, el más famoso largometraje chileno, jamás estrenado, que ya posee un status de mito y que por cierto se basó en su novela homónima.
¿Ud. había tenido algún acercamiento al cine antes de que Raúl Ruiz trabajara con su novela para Palomita blanca?
Con el cine no, absolutamente ninguno. Realmente en este caso no fue mucho lo que me acerqué tampoco; me limité a ceder los derechos para la filmación de la película y no quise intervenir en nada. Ruiz me pidió que colaborara en el proyecto, pero no quise porque consideré que no era preciso y preferí que él corriera con sus propios colores. El contrato que firmamos establecía el compromiso de respetar un cincuenta por ciento, como mínimo, de las situaciones narrativas de la novela. Ruiz se salió un poco de esa cláusula y, en mi opinión, eso ayudó a que se desarmara la película como historia. No sé si ustedes la vieron…
No, es casi imposible de verla; es casi mítica…
Claro, es un mito; Ruiz tuvo un enorme financiamiento. Eran alrededor de 150 mil dólares en la época en que empezaba Allende. Es la película con mayor financiamiento que ha habido en Chile. Tenía una posibilidad económica muy grande para hacer una excelente película. Lo intentó, pero no logró terminarla como ustedes bien saben. La dejó sin editar, hizo diez horas de filmación, y se fue de Chile porque pensó que no iba a estar seguro en el país. Además, perdía toda posibilidad de trabajar acá. Su gran amigo, y amigo mío, era Darío Pulgar, que había sido nombrado director de Chile Films y estaba muy ligado al gobierno de Allende. Ruiz lo puso en la película haciendo de un profesor idiota. Es, tal vez, una de las mejores escenas de la película. Eso no estaba en mi libro; en mi historia se hablaba simplemente de lo que se aburrían las niñas en la clase. En la película hay situaciones muy bien desarrolladas, otras un poco esquemáticas. La novela termina cuando Allende ha ganado las elecciones. Ruiz cambió el final, lo acomodó a la revolución allendista; desarrolló situaciones en que se ponen letreros y se pintan paredes. Eso lo complicó después, porque el gobierno militar intervino Chile Films, nombró un interventor delegado y éste ordenó requisar la película. Entiendo que está guardada, pero no he podido saber la verdad. Supe que Ruiz había sacado algunos tambores, pero se perdió material. Yo alcancé a ver una parte de ese material.
¿Lo veían a medida que el rodaje avanzaba?
No. La verdad es que no quise ver nada de la película hasta que estuviera terminada. En esa época yo estaba fuera de Chile, incluso el once de septiembre me sorprendió en Puerto Rico. Cuando regresé, en el 74, tuve la oportunidad de verla en Chile Films, en una sesión privadísima. Hice algunas gestiones para ver si podía sacarla, pero no se pudo.
El filme tiene detalles notables. Por ejemplo la banda sonora fue preparada por Los Jaivas, que eran desconocidos. Era un grupo de Valparaíso, no los personajes que son ahora. Incluso hay unas escenas en las que trabaja Coco Paredes, que ahora está muerto; entonces tiene un valor histórico.
¿Ha visto los nuevos trabajos de Ruiz?
No, no vi Rompehielos. Vi algunas cosas de su época chilena. Ruiz siempre ha probado tener talento, pero es muy indisciplinado para trabajar. No le gusta tener historias rígidas y le gusta armarlas en el laboratorio. Con ese sistema se han conseguido grandes películas, pero también grandes fracasos. Creo que es muy pretencioso. No me gusta el cine que quiere transformarse en «La crítica de la razón pura», «La montaña mágica» o «El eclesiastés»; me gusta el cine como un lenguaje al servicio de una historia humana. Que ojalá no se note el lenguaje. Es lo mismo que en la literatura; la gran novela es aquella en que uno no advierte las palabras.
¿Cuáles son sus preferencias cinematográficas?
Me gustan mucho las películas antiguas. Incluso tengo un televisor en blanco y negro para verlas. Me gustan los western, me interesan las comedias musicales, como las de Fred Astaire y Cyd Charisse. Encuentro que en esa época, que podríamos llamar «de la nostalgia», hay películas, que sí bien fueron malas, se han embellecido con el tiempo; la distancia les ha dado una categoría estética. Por ejemplo las películas de Shirley Temple son realmente bellísimas. Yo comparo eso con las grandes superproducciones de hoy, cargadas de sangre, de violencia, de mujeres vampiros, de hombres que despedazan niños, de sicópatas, con todo un esplendor técnico y el resultado no lo veo superior.
En Europa vi El oso (de Jean Jacques Annaud), que es extraordinaria. Tiene escenas espectaculares. Es sobre un oso y un osito que luchan por sobrevivir en un lugar donde los están cazando. También vi Bagdad Café, por favor no se la pierdan. No recuerdo de quién es…
De Percy Adlon, un cineasta alemán. ¿Le gustó?
Mucho, es muy interesante. Me gustó como aparece el paisaje americano. Está hecha con nada, con antihéroes. También me tocó ver Septiembre, de Woody Alien, una hermosa película.
A la crítica norteamericana no le gustó.
Bueno, no es la cumbre de Alien, pero mantiene sus niveles. Vi otra película, Camille Claudelle, sobre la vida de la hermana de Paul Claudelle, la amante de Rodin. Allí Depardieu hace un gran trabajo. Pero creo que el cine se ha enredado en la retórica de la superproducción. Hay directores que se entregan al preciosismo descuidando la historia y la actuación. Se interesan más por la carrocería que por el contenido; descuidan la verdad de la historia y a veces no hay nada. También pasa en literatura, en música, en todo.
¿Por qué la generación del 50, que convivió con la «época de oro» del cine, no tuvo mayor vínculo con este arte, a excepción de Alejandro Jodorowsky o del interés que tenía Enrique Lihn?
Porque no había nada que hacer acá en cine. Imagínese que entre los cineastas de esa época estaba José Bohr. Estaba Pato Kaulen tratando de hacer algo, pero no había equipos ni presupuesto, aunque hiciéramos guiones. De hecho Enrique Lihn desarrolló dos o tres ideas para el cine que no prosperaron.
¿Ud. nunca escribió un guión?
No. Una novela mía, «Para subir al cielo», me la compró Patricio Guzmán en Los Angeles. Yo hacía clases en la Universidad de California cuando conocí a los hermanos Guzmán (Patricio y Claudio), que estaban muy metidos en la productora Desilu, de Lucilc Hall y Desi Arnaz. Eran muy amigos, porque Claudio dirigía la serie I love Lucy.
Claudio quería filmar esta novela sobre Valparaíso y me compraron los derechos en cinco mil dólares. Se la entregó a un amigo, que ni siquiera era guionista, para que escribiera el guión. Yo le dije que partía mal, pero el me explicó que se trataba del hijo de una comediante norteamericana, que era como La Desideria, y ella le abría los estudios de la Metro y le conseguía no sé qué actores. Vino a Chile, se buscaron escenarios en Valparaíso, pero el proyecto se desvaneció en definitiva. No sé qué le pasó, por lo menos me alcanzó a pagar.
Al parecer es una constante para la literatura chilena que no fructifiquen los proyectos de adaptación.
Yo vi el guión, se llamaba Steps, y me pareció malísimo. El me dijo que podía arreglarlo, pero le dije que no trabajaba sin honorarios. Claudio había pensado en Brando como protagonista. ¿Qué interés podía -tener Brando en ser dirigido por Claudio Guzmán? Lo que pasa es que él quería «crecer». Guzmán es bastante mediocre en realidad, así es que no me entusiasmé mucho con el proyecto.
¿Qué ha sabido de su amigo Jodorowsky?
Sé que está en México preparando una película. Yo tengo una copia de El topo, incluso pensaba hacer una función privada. En realidad la película tiene cosas extraordinarias, pero otras muy malas; es larguísima. Bueno, tendrían que verla, podemos no estar de acuerdo. Pero se trata de una película para fanáticos. Tiene un ritmo muy lento, todo ese expresionismo judío de Alejandro está muy presente. Tal vez en su momento fue muy novedoso, ahora es todo deja vu.
¿Se interesaba por el cine acá?
No, Alejandro empezó como bailarín. Estudiaba filosofía en el pedagógico, éramos compañeros, y hacía títeres también. En esa época vio la película con Marcel Marceau, Les enfants du paradis, y se volvió loco con la técnica del mimo. Crea el primer teatro de mimos en Chile y forma la primera generación, donde estaba Noisvander. Incluso deja los estudios por eso. Va a París a trabajar con Marceau, pero después pelea con él. De allí se va a México y tiene un gran desarrollo. Produce obras de teatro, mimos y empieza a preparar su primer filme que es El topo. Después hace Fando y Lis y La montaña sagrada; luego hace coproducciones en Francia. Ahora también hace guiones para libros de historietas y tiene una organización para curar enfermedades con las imposiciones de las manos, con el Tarot. Traté de ubicarlo ahora en París, pero no estaba. Había vuelto a México. Pudo hacerlo ya que en su última película rodada allí filmó escenas en el santuario de la virgen de Guadalupe que fueron estimadas como muy agresivas y tuvo que salir del país. A Alejandro le gusta provocar, es un gran provocador.
¿Nunca intentaron trabajar juntos en un guión?
Alguna vez conversamos pero yo nunca podría trabajar con Alejandro. El corre con colores propios. Es obsesivo con sus temas. Todo creador, supongo, se instala en un repertorio de ideas fijas; las de Alejandro no coinciden con las mías. El cree mucho en los efectos violentos, en los contrastes de luz y fondo. A mí me interesa algo más delicado, más secreto. El está instalado entre el surrealismo y el expresionismo; carga sus películas con un simbología tan espesa que se le desvanece la historia. Eso es lo que me separa de Jodorowsky, concepciones muy distintas.
¿Nunca se sintió tan entusiasmado con una película como para escribir a partir de ella?
Artículos más que todo. He escrito uno veinte o treinta artículos sobre películas que me impresionaron mucho, como Nos habíamos amado tanto, El jardín de los Fintzi Contini, Ginger y Fred. Pero no pasan de artículos. Ahora tengo el proyecto de una novela en que las referencias al cine de los años treinta va a ser posiblemente unos de los tópicos. Por eso me estoy documentando sobre lo que se exhibía en Chile durante esos años.
Recuerdo cuando André Malraux visitó nuestro país y le pregunté por qué había dejado de escríbrir novelas, me respondió que se debía a que ese era un género terminado – «De aquí a diez aflos se acaba la novela», me dijo- y que sería reemplazado por la imagen. Afortunadamente esa profecía probó ser falsa, porque veo que el cine no sólo no ha terminado con la novela sino que recurre a ella como base de sustentación. Grandes películas, como las de David Lean, por ejemplo, dan cuenta de cómo una gran novela da lugar a una gran película. No creo que la palabra escrita esté terminada frente a la imagen sonora. Son disciplinas que no se excluyen; más bien tienden a formar un tercer producto armónico.
Pero Lean no es un gran cineasta…
Sé que a los expertos no les gusta. A mí me encanta porque tiene una potencia visual extraordinaria. Me gustan mucho también Scola, Fellini, Bergman, Allen. De los franceses, no sé, pues me oriento más por los actores que por los directores. Quizás algunas cosas de Truffaut, pero no logran entusiasmarme.
¿Y qué piensa de Coppola y Scorsese, por ejemplo?
De Coppola vi El padrino y Apocalipsis ahora. Están bien hechas, pero para mí uno de los grandes es Woody Allen, de lejos. De los grandes viejos me gusta Billy Wilder, por el sentido del ritmo que tenía. También Huston y Ford. Algunos actores me han impresionado porque han desarrollado trabajos muy limpios.
¿Cómo quienes?
Bueno, Marlon Brando, desde luego. Es un actorazo, por la capacidad que tiene para hacer diversos personajes. No lo han podido calzar en el estereotipo. Me interesó la (Katherine) Hepburn, el estilo de (Spencer) Tracy. También Bogart, que era un arquetipo en sí mismo. Entre la nueva generación también hay excelentes actores. Vi Bailando con un extraño y esa rubia es muy notable. No recuerdo su nombre.
Miranda Richardson…
Es excepcional.
¿La película le interesó?
Muchísimo. También algunos trabajos de Fassbinder me parecen notables, a pesar de ese tono decadente y putrefacto. Vi Tangos, el exilio de Gardel, que tiene momentos muy buenos, pero que se echa a perder por las pretensiones locas de Solanas. Camila también me gustó. De cine chileno no sé porque no veo. Temo ser castigado, me aburro. Confieso que es un prejuicio, pero prefiero ver alguna película conocida a arriesgarme con esos nuevos productos.
«Fidelia y Colombina», uno de sus cuentos, fue adaptado en video.
Claro, pero la embarraron.
¿Se contactaron con usted para realizarla?
Me pidieron autorización y se las di. Pero la historia transcurre en una de esas viejas casas de La Serena y decidieron hacerla en una casa de Lo Curro. Es como si «La caída de la casa Usher» se filmara en una construcción estilo mediterráneo moderno.
¿Se ha interesado en rehacer la película Palomita blanca?
Me lo propusieron. Me llamó Cimino diciendo que deseaba filmar lo que faltaba, pero no me pareció. Yo hablé con Valeria Sarmiento y le dije que le planteara a Raúl Ruiz que Cimino, uno de los financistas, el de las alfombras…
Ah, pensábamos que se refería a Michael Cimino… (risas)
No, Marcos Tchimino. Yo quería que Valeria le dijera a Ruiz que el estaba dispuesto a poner la plata necesaria para sacar el proyecto adelante. Después pensamos hacer una nueva versión de la Palomita… Incluso tuve conversaciones con Cristián Sánchez, quien se interesó mucho. Pero después lo pensé mejor y dije que había que desvanecer el misterio «Ruiz–Palomita Blanca» y la única manera de hacerlo es que Ruiz termine la película y la muestre.
Ahora sería un verdadero clásico, un filme «de época»…
Sí. Y a lo mejor podría utilizar parte del material antiguo para una especie de juego fílmico. Y ceñirse a la historia, porque las historias no se pueden desarmar impunemente.
Usted es bastante puntilloso con eso. ¿Por qué?
Tome «Lluvia», de Somerset Maugham. ¿Cree que puede encontrar un final mejor que el que le da su autor? El ideal es que un director tome una historia y avance con ella sin destruirla. Por ejemplo, yo pensaba que era imposible filmar «Bajo el volcán», pero Huston la sacó adelante de manera notable.