La frontera, opera prima de Ricardo Larraín, reúne, categóricamente, una cantidad de logros artísticos que sitúa a la película como una de las mayores realizaciones que se han concretado en el país (y al decir en el país estamos omitiendo, claramente, aquellos filmes producidos en el exterior, pero dirigidos por cineastas nacionales) en los últimos años.
Basado en un guión propio, en colaboración con Jorge Goldemberg, Larraín narra una historia amorosa, a ratos lírica, pero donde no falta la ironía, levemente matizada, ni las alusiones concretas a un período reciente de nuestro pasado: las relegaciones que proliferaron hacia 1985. Inútil sustraerse, entonces, a lo que el filme propone: el confinamiento del profesor de matemáticas Ramiro Orellana por haber denunciado el secuestro de un colega. Ese hecho irá concatenando todos los avatares de Orellana (Patricio Contreras) a través de trazos muy breves (información apenas insinuada) nos iremos enterando de aspectos bastante sumarios de su existencia. Que es un hombre solo, reservado, introvertido, que su mujer y su hijo han vivido siete años en el exilio (Amsterdam), que, aparentemente, no milita en ninguna organización, que está muy alejado de ritos y liturgias religiosas.
Toda la acción transcurre en un villorrio costero del sur de Chile, que fue devastado por el maremoto en 1960. La reconstrucción del poblado, como sucede siempre en estos casos, ha sido precaria y dificultosa: todo es miserable y provisional. Sin embargo, la solidaridad de la gente es más ancha que sus necesidades, más amplia que la desconfianza que puede producir una persona absolutamente exógena al medio y que, según palabras del delegado (Alfonso Venegas) y del cura anglosajón (Héctor Noguera), puede ser un peligroso terrorista.
Y Orellana también encontrará el amor (tal vez un simulacro) a través de Maite (Gloria Laso), hija de un exiliado español (Patricio Bunster), que llegó a Chile hacia 1939 en el famoso Winnipeg, el barco canadiense fletado por Neruda para traer a más de 600 refugiados que huían de los furores de Francisco Franco. Las relaciones Orellana-Maite son también fragmentarias, más físicas que sentimentales. En eso el filme es preciso: los personajes casi no hablan de su pasado, salvo alusiones de situacionalidad, que ayudan al espectador a clarificar a los protagonistas.
La frontera tiene, además, algunas escenas de un patetismo estremecedor, como el baile entre hombres en la paupérrima taberna de la aldea: es una demostración inobjetable de la soledad sin límites que rodea a sus habitantes, agravada por la ausencia femenina en las reuniones etílicas. También es desoladora la muerte del ayudante del buzo, trasegado por el alcohol y las desilusiones. En fin, el filme entrega una serie de elementos que ejemplifican que hay muchos pedazos de Chile asolados por la naturaleza y el abandono, la incomunicación y el desamparo. Y lo esencial es que todo está demostrado sin apelar jamás a diálogos consignistas ni a lugares comunes, caídas habituales en los filmes pretendidamente políticos.
Cabría reprocharle a La frontera, a nuestro entender, la inconsistencia en el español que todas las mañanas va al embarcadero con una valija simulando que espera una carta que nunca va a llegar. Y tal vez el final algo catastrofista, que impide resolver más psicológicamente la situación amorosa de Maite-Orellana.
Muy buena actuación de casi todo el elenco, como también notable la fotografía de Héctor Ríos, que aprovecha deslumbrantemente los contrastes climáticos y paisajísticos.