La crítica del biógrafo: El Húsar de la Muerte
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Hay que ver filmar siquiera unos cuantos metros de cinta para juzgar después con benevolencia el cinematógrafo. Desde la butaca todo parece correr como a la señal de una varilla mágica: en el campo, el sol, envuelto en la tierra, con la cara pintada de amarillo, el pobre acto del cine tiene que luchar contra todos los elementos humanos y sobrehumanos para que la máquina negra trague sus brujerías.

Presenciamos una hora de trabajo de Pedro Sienna en la vieja chacra del mayorazgo Cerda. Una casa inmensa, con proporciones de convento; mucho portón colonial de mojinete, patio empedrado que los corredores de pilares raquíticos circundan; enormes habitaciones abandonadas, y adentro, patios y más patios. Hay nueve, algunos tan encerrados y silenciosos que parecen de cementerio. Las piezas pasan de ciento diez… Una especie de ciudad muerta, invadida por las cebollas y las yerbas salvajes. Detrás de la última muralla, Pedro Sienna con su pañuelo a la cabeza, sus botas acorrionadas y sus arreos de guerrillero dirigía la pandilla, preparando una escena que nos pareció interminable. La dejamos ahí, porque sobrevenía la lluvia, que luego fue tempestad deshecha.

Hemos visto la película en el teatro y todo ese trabajo de una tarde pasa en medio segundo, es apenas una reunión previa, unos saludos, un juramento y un alejarse del grupo a los lejos del camino. Nada más.

En conjunto y en detalle, esta nueva producción cinematográfica nacional supera considerablemente a todos las anteriores. Posee una cualidad esencial, inesperada: la livianura. No tiene propiamente intriga, una acción central; lo que le presta unidad es la figura descollante y absorvente de Manuel Rodríguez, el héroe que traspasa un poco los límites de lo maravilloso. Y en torno a él se suceden las anécdotas, las aventuras rápidas, las bromas arriesgadas y audaces, una serie de emboscadas, equivocaciones y golpes de mano felices que mantienen el interés y la sonrisa.

Hay mucho movimiento, un gran despligue de recursos ingeniosos y jugadas simpáticas.

El autor ha usado con muy buen acierto ese resorte tan fecundo en el biógrafo, que consiste en materializar los relatos, en no confiarlo todo a los letreros y representar lo que algún personaje habla o piensa. Esto da lugar a uno de los mejores efectos de la obra, aquel despertar del muchacho guerrillero cuando sueña que está derrotando a una docena de Talaveras, y le cae encima de agua fría. Todo el papel de ese muchacho y, especialmente, la escena del robo de la corneta, resultan admirablemente.

Hay, claro está, muchas concesiones al gusto de la galería, que delira de entusiasmo en ciertos pasajes; pero en resumen, deja la impresión de un argumento pensado con inteligencia y bien desarrollado.

Al principio, choca la figura de Pedro Sienna, poco de acuerdo con la imagen popular de Manuel Rodríguez. Se le siente mucho mejor en los papeles finos, cuando asiste a un sarao o viste de caballero. Luego su trabajo se impone y acaba hasta por emocionar. Lástima que dos o tres detalles malogren mucho el efecto del último cuadro, el entierro del héroe, que pudo ser soberbio, solo es bueno.