Aunque mantiene el nombre, de la obra sólo se conservan los personajes. No hay posibilidad, entonces, de marcar paralelos con la pieza de Alejandro Sieveking. Por el contrario, en vez de obedecer a una adaptación, de ceñirse a un argumento coordinado o conseguir una deliberada progresión dramática, la película intenta una amplia libertad de expresión. Enfoca ambientes, recorre calles, se mete en cafetuchos y, muy especialmente, penetra en conflictos interiores, desnuda la psicología de individuos que ocultan su intimidad turbia tras de una falsa apariencia
La tensión crece al final por fuerza de las circunstancias. La violencia de uno de los protagonistas no sólo va creciendo ante la falsedad que descubre en el otro, sino como una reacción emanada de su propia mediocridad, de la mentira general de aquel grupo de seres en prestidigitación constante para engañarse y engañar, cargando la infelicidad del camino equivocado.
Muy “godardiano” – respetando las distancias –, el asunto tanto introduce como olvida personajes y situaciones. Su joven director – Raúl Ruiz – muestra especial empeño en mantenerse al margen de toda convención cinematográfica. Más que entretener al espectador corriente que quiere seguir un desarrollo, le preocupa interesar con enfoques, mostrar conflictos nimios, psicologías torcidas, rutina cotidiana. Hay, desde luego, un momento muy bien observado: dentro de un modesto restaurante, donde un grupo de amigos conversa desganadamente, matando el tedio, otro grupo se divierte con bullicio, dando la impresión de que también la euforia es un falso disfraz del hastío.
Nada exalta. La striptisera que se desnuda no provoca conmoción. A la muchacha de mejor situación y aparente rectitud, se la aprovecha en su orfandad sentimental. La mujer más experimentada que cree haber conquistado a un personaje influyente por razones de conveniencia, también resulta defraudada. Ni había interesado al individuo ni tampoco este tenía lo que ella buscaba…
Son sujetos fracasados, que usan un lenguaje procaz, que ni siquiera intentan sacudir la abulía que gravita sobre ellos como mal inevitable.
Inclinándose al cine-verdad, la cámara logra imágenes naturales y despliega enfoques realmente interesantes, como cae igualmente en severas imperfecciones. Pero las fallas no preocupan en una película que escabulle cualquier presunción para aferrarse al más acendrado realismo, por ingrato que sea. Muy defectuoso, el sonido entorpece la comprensión. De nuevo se advierte que el cine chileno sigue luchando en vano por un buen doblaje.
“Los tres tristes tigres” queda en el nivel de un experimento. Para considerarla una película lograda se habría pedido mayor homogeneidad y no tener que contentarnos con bien marcados personajes o veraces ambientes. Pero de un director joven y con probadas cualidades, aún se puede esperar mucho.