La película estrenada el lunes en la noche en el Teatro Real, tiene como tema un episodio de la colonización sureña. Por eso, cuando comienzan a desfilar ante el espectador las primeras escenas, se tiene la impresión de que vamos a asistir a una reconstitución épica de la lucha del hombre con la selva y la naturaleza bravía e híspida de ese rincón.
No hay tal, desgraciadamente. Ese tema aparece apenas en la pantalla. La epopeya se transforma en un conflicto sentimental y lacrimógeno de pocos alcances.
En su composición, el film puede dividirse en dos partes muy concretas: una primera, larga, demasiado larga, plúmbea, en la cual el paisaje, en una hipertrofia fatal, se come al hombre y a la acción. Y una segunda, más corta, que se precipita y se desarrolla en forma en exceso rápida, con defecto de la lógica y de la buena ordenación del film.
En la primera, el paisaje, prodigado incomprensiblemente, transforma “Si mis campos hablaran” en una especie de documental turístico. Ante nuestros ojos desfilan los ríos, las selvas, los montes coronados de nieve, la rizada espuma de las cataratas, los lagos transparentes. La geografía es aquí, más que fondo del drama, personaje y elemento principal del film. Por desgracia, una película no se hace exclusivamente con paisajes. El interés del espectador requiere otros ingredientes más dinámicos, más humanos. Al hombre de hoy la naturaleza le habla un lenguaje casi incomprensible; le interesa cuando puede dar impulso y pretexto de una pasión. Por eso no parece que se sienta atraído por este inventario lírico que es, en cierto modo, la película “Si mis campos hablaran”.
El paisaje es, desde luego, muy bello. Su variedad ha sido aprovechada por Ricardo Younis, que nos da una serie admirable de vistas y de ángulos de mucha plasticidad y efecto.
Pero todo esto resulta excesivo. Se echa de menos la acción y el drama. El paisaje, por lo demás, está presentado con una gran lentitud, carece de movimiento. Incluso en el episodio de la muerte del viejo colono alemán, la sensación de pesadez y sopor es aumentada por los compases de la marcha fúnebre del Ocaso de los Dioses, que le sirve de fondo.
Respecto a la técnica, si debemos señalar el acierto de las vistas captadas por un cameraman sensible y artista, nos obliga también a indicar ciertos defectos que quitan naturalidad al desarrollo. El episodio de la seducción de Dora tiene un final muy precipitado. El exabrupto y arrebato de la misma Dora cuando insulta a su amado, es brusco, y hace reír al público, a pesar de ser ésta una escena dramática. El episodio sentimental de los hermanos carece de interés. Se trata de la eterna historia del hijo pródigo, con un final de melodrama. La fotografía en estos episodios carece de la nitidez que se advierte en los paisajes. Registramos un primer plano del rostro de María en el momento del parto, de mediocre efecto fotogénico. Otras vistas de personajes tomadas por la espalda no son tampoco muy afortunadas. La escena de “El Copihue Rojo”, tan escasa de realidad, termina en forma que recuerda los momentos más extravagantes del cine cómico de antaño.
El trío principal de intérpretes: Chela Bon, Armando Bo y Rodolfo Onetto, defiende con discreción el papel que se le ha encomendado. El más sobrio y cinematográfico de los tres nos parece Armando Bo. La cámara no ha favorecido el gesto un poco teatral y repetido de Rodolfo Onetto. Las figuras secundarias, sobre todo el viejo criado chileno, secundan con acierto a los personajes principales.
La escena más conseguida del film es la llegada del buque de los inmigrantes. Algunas de las protagonizadas por los dos hermanos consiguen un “climax” de verdadera dramaticidad. El personaje que representa a don Vicente Pérez Rosales es excesivamente solemne y de su trascendentalismo discursivo y poco real.
El último film chileno nos deja, a mi entender, un balance desfavorable. A los públicos extranjeros les dirá muy poco el discurso de don Vicente Pérez Rosales, con que se inicia el film. Los paisajes tendrán para ellos, por otra parte, un interés relativo, sobre todo porque la época en la cual las cámaras buscaban la belleza de la naturaleza, está ya más que superada.