Algunos fantasmas
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No es por el puro efecto del azar que de la noche a la mañana, el Manifiesto de los Cineastas de la Unidad Popular adquirió una relevancia enorme. Después del triunfo de Allende, y durante un período más o menos prolongado, el Manifiesto fue el único documento que podía ilustrar al profano acerca de los nuevos rumbos que el Gobierno impondría al cine nacional.

En la actualidad, desde luego, pocos son los que recuerdan algunos de sus enunciados. En primer lugar, porque se han hecho nuevas formulaciones y, también, porque nadie, razonablemente, puede pretender que un simple enunciado político-electoral fuera a adquirir —por obra de una victoria más o menos inesperada— la fuerza de un programa de acción oficial. En un país donde las oposiciones practican la sabia recela de predicar lo que no hicieron cuando fueron Gobierno, y en donde los oficialismos suelen arriar las banderas de lucha que agitaron como oposición, el valor que tiene un documento redactado antes de las elecciones es muy relativo.

Sin embargo, y justamente porque no creemos estar frente a un caso más de estas rutinarias inconsecuencias de la política chilena, conviene volver sobre algunos conceptos que el Manifiesto postula. En ningún caso, desde luego, con el afán necrofílico de destripar un texto que, a lo mejor, ya es un cadáver, sino, por el contrario, tratando de aclarar ciertos criterios cuyas deformaciones no han sido completamente desterradas del panorama cinematográfico chileno. Deformaciones de las cuales el Manifiesto, por último, fue sólo una expresión entre tantas y que, por lo mismo, no pueden considerarse de ninguna manera superadas.

Sirvan, por lo tanto, las filigranas precedentes para situar en su justo lugar las consideraciones que siguen. Puede que estén de más, puede que sean inoportunas, pero minea resulta ocioso actualizar algunas ideas, corretear algunos fantasmas y —si es posible— corregir algunos viejos tics que las izquierdas revelan al momento de abordar las cuestiones de la cultura y, más específicamente, las cuestiones  del cine.

Entrando en materia, no parece muy ra­zonable partir enunciando cualquier política cinematográfica postulando que «el cine es un arte». Habrá que reconocer que no es una buena base de discusión. Semejante premisa parece envolver la peregrina idea de hacernos partes en una vieja querella entre teóricos y empresarios que ha consumido jugosos debates, pero que, en último término, se ha demostrado tan inútil como apasionante. Arte o comercio, ocupación de poetas o de traficantes, el cine —sin definir su naturaleza— ha logrado forjarse, para bien o para mal, un lugar destacado en los dominios de la cultura. Que los límites de su parcela sean colin­dantes con los del «show business» o, por el contrario, con las sagradas riberas del mundo de las Bellas Artes, en el fondo, no es mucho lo que importa. Este escepticismo, o como quiera llamársele, es tanto o más recomendable si se tiene en cuenta que filmes que se plantearon como académicas expresiones de las actividades del espíritu, consiguieron resultados harto más famélicos que otros generados por obra y gracia de las leoninas cláusulas de un con­trato lucrativamente administrado por los consorcios financieros de Dallas o Wall Street.

En consecuencia, la postulación de una calidad y condición artística para el cine chileno envuelve, en el mejor de los casos, una intención laudable, pero, en rigor, muy poco esclarecedora. Distinto es el caso cuando al cine chileno se le pide, además, calidad y condición revolucionaria. Aquí sí que el asunto se torna francamente interesante, por muy vaga que sea la tipificación de una obra revolucionaria.

En este sentido, sin embargo, los redactores del Manifiesto entregaron un concepto que, aunque insuficiente, proporciona dos valiosos elementos de juicio. En efecto, declaran, «entendemos por arte revolucionario aquel que nace de la realización conjunta del artista y del pueblo, unidos por un objetivo común: la liberación». Redondeando la idea, agregan: «Uno, el pueblo, como motivador de la acción y, en definitiva, como el creador y, el otro, el cineasta, como su instrumento de comunica­ción».

No está mal. Como aproximación conceptual, desde luego. Trasladadas estas puntillosas ideas al severo mundo de un set de filmación o a la cruda brutalidad de una sala de montaje capaz de liquidar hasta las imágenes más vigorosas y elocuentes, aquello de «realización conjunta de] artista y del pueblo» plantea dificultades casi insuperables. Deberá reconocerse que la fórmula funciona sólo en tanto el cineasta esté dotado de una singular capacidad para detectar las inquietudes y aspiraciones de su pueblo y sólo en tanto, ade­más, éstas sean relevantes para la finalidad «liberadora» que se persigue. A lo mejor un cineasta de esta naturaleza se convierte en algo así como un notario de las aspiraciones colectivas, pero allí está el genio creador que hizo de «Rocco y sus hermanos» —a propósito de la cuestión meridional— toda una obra maestra, y allí también está la lucidez de un Rossellini, que en «Paisa» dio a Italia la más nítida y conmovedora radiografía de ese pueblo en guerra. Desgraciadamente milagros como éste son de ocurrencia nada frecuente y es de temer que esa alianza secreta, pero real entre el artista y el pueblo, no pueda plantearse genéricamente como recurso operativo habitual para el cine nacional.

Con todo, no es a este respecto en donde el Manifiesto y algunas ideas muy en boga inducen a mayores riesgos. Hay otros problemas. El empeño noble y apasionado muchas veces por un cine esencialmente popular es un proceso que en más de alguna oportunidad ha registrado la descalificación abusiva de obras de indudable interés bajo el cargo de constituir estériles manifestaciones de una cultura «elitista», selecta, refinada, pero en todo caso ajena a las urgencias de las grandes mayorías.

Si bien es probable —como lo sentenciaba el Manifiesto en su 6ª consideración— «que un cine alejado de las grandes masas se convierte fatalmente en un producto de consumo de la élite pequeño burguesa que es incapaz de ser motor de la historia» (afirmación esta última harto discutible a la luz de los hechos), el asunto no es tan simple como se lo presenta. Interesa sobremanera clarificar la cuestión, pues aquí están en juego criterios tales como el rol de las vanguardias y prácticamente todos los problemas que suscita la inconsistencia de nuestra  cultura  cinematográfica.

En efecto, un cine «alejado de las grandes masas» puede ser el producto de meros caprichos intelectualoides, pero en semejante relación pueden operar también otros factores nada desdeñables. De hecho, la incomprensión de una obra por parte de las mayorías puede ser la consecuencia obligada del extremo grado de ignorancia cinematográfica de éstas para acceder al filme. O del negligente ejercicio de la función de la crítica. O, en fin, de la mayor o menor habilidad de un realizador para accionar los resortes emocionales de su auditorio para ganarse así una mayor atención.

Un poco más al fondo todavía, está el problema de las vanguardias. En un tiempo —hace cuatro o cinco décadas— los teóricos discutieron mucho sobre el rol que a éstas correspondía. Naturalmente a estas alturas parece ocioso resucitar los términos de ese debate inagotable. Por lo demás, lo que estaba en tela de juicio era sólo Su rol; pocos, en verdad, cuestionaban su importancia y prácticamente nadie su absoluta necesidad.

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Desgraciadamente, sobre este punto poco o nada es lo que se ha dicho. Hay, por lo visto, no tan sólo reservas, sino, incluso, oposición a conceder una débil justificación para el cine experimental. El asunto tiene cierta gravedad porque justamente de la producción experimental o vanguardista (sobre lodo en el campo del cortometraje) la producción regular extrae buena parte de su vigor, empuje y vitalidad. Que por obra de estas omisiones se llegue a conclusiones un tanto riesgosas es algo que, por cierto, no tiene por qué extrañar. Por esta cuerda es fácil disponer que «no existen Filmes revolucionarios en si…, que éstos adquieren la categoría de tales en el contacto de la obra con el público y, principalmente, en su repercusión como agente activador de una acción revolucionaria».

Lo anterior implica adoptar un criterio que puede conducir a tremendas deformaciones. Precisamente porque no debiera existir necesariamente una contradicción entre obra de vanguardia y obra revolucionaria, bien  puede que cintas que tengan ambas condiciones no encuentren aceptación alguna en las grandes mayorías. No hay que olvidar que en Chile la obra revolucionaria  está  llamada  a operar  entre un público devastado en sus nociones fundamentales de lenguaje cinematográfico por una producción conformista, extranjerizante e, incluso, deformante. Romper este estado de cosas llevará no sólo tiempo sino, también, una labor pedagógica extremadamente delicada.

Surge, por desgracia, el temor muchas veces de que al postularse un cine revolucionario se esté pensando en filmes que, respetando las reglas del juego del cine tradicional, adhieran en sus contenidos a mi proceso político de avanzada. Pareciera que cine revolucionario fuera un cine absolutamente tradicional con muy leves adiciones. Algo así como cintas de James Bond, en donde el personaje de Fleming es un agente de avanzada y Goldfinger la siniestra encarnación de la oligarquía y el imperialismo.

El asunto puede mover a muchas ironías, pero tiene un trasfondo de seriedad considerable. Porque, en último término, es imposible plantear un cine revolucionario en el campo de las ideas políticas que no lo sea, al mismo tiempo, en el orden de la expresión cinematográfica.

Por más que el cine soviético haya ensayado emocionadas y sesudas defensas al sistema político vigente en la URSS, ese empeño no lo excusa de ser hoy en día uno de los más reaccionarios del mundo. La burocracia cultural soviética pudo, quizás, ubicarse discretamente en posiciones de avanzada en el ámbito político, pero —por tristísimas inconsecuencias— fue incapaz de operar con esa misma audacia en el marco de las artes y del cine. Los resultados están a la vista: desde Eisenstein no hay un realizador soviético que pueda aspirar, verdaderamente, al honor de cineasta revolucionario.

Incluso en Cuba —por lo que en Chile se conoce— la situación es bastante delicada. Sólo que allá hay una revolución y una conciencia muy clara sobre el problema. Asegurar que el cine cubano es cine revolucionario resulta, pues, una afirmación muy discutible. Discutible porque existe un cine sazonado al gusto de los festivales europeos y más preocupado de su eficacia político-publicitaria que de su pureza, originalidad y rigor.

Al parecer, América latina no puede ofrecer otro intento de cine revolucionario más o menos serio que no sea el del «cinema novo» en Brasil. Desgraciadamente, el bloqueo cultural que imponen los circuitos regulares de distribución y exhibición ha impedido que ese movimiento se conozca en Chile. Se sabe, sin embargo, que en él la vanguardia política estuvo apoyada en una vanguardia cinematográfica consecuente y que de esa alianza formidable surgieron obras del calibre de «Antonio das mortes», de Glauber Rocha.

La experiencia brasileña enseña en forma rotunda que la empresa del cine revolucionario es extremadamente difícil en países con una cultura cinematográfica rudimentaria. Cualquier esfuerzo, por lo tanto, que se haga para forjar un mayor sentido crítico en la colectividad, representa una acción eficaz no sólo cultural, sino también políticamente. Con verdadero pesar hay que constatar que ciertos sectores, y aun el Manifiesto, al deslizar por allí una ambigua afirmación, tratan de menoscabar el papel de la crítica, cuyo concurso es tan necesario, si se quiere, en verdad, sustraer al país de su terrible indigencia cultural en materia de cine.

Cuando se habla de crítica se alude, ciertamente, a algo que no existe y que acaso nunca haya existido en forma sistemática en el país. La crítica se ha ejercido en Chile, a nivel de diarios, semanarios y revistas, desde la izquierda, el centro y la derecha, con criterio gastronómico. Sobre el tema hay demasiado paño que cortar y no es esta la mejor ocasión de hacerlo, sobre todo cuando esta revista incluye un trabajo sobre el tema.

Las consideraciones antes anotadas parten de la convicción de que los planteamientos del Manifiesto están lejos de constituir la última palabra del Gobierno de la Unidad Popular en materia de cine. Existe el derecho a esperar de su parte pronunciamientos igualmente entusiastas, pero más orgánicos, rigurosos y coherentes.