Esta película buscaba continuar el tema político planteado en Voto + fusil, pero la circunstancias dramáticas del año 73 obligaron a su realizador a terminarla en Francia, donde fue exhibida como una rareza casi incomprensible. Y se puede entender.
Cualquier película que busque ilustrar o demostrar una tesis, parte mal y terminará peor. El cine no es, ni nunca fue, un vehículo adecuado para sustentar o justificar en modo explícito ideologías. Que lo hayan intentado todos los grandes dictadores del siglo no significa que lograran justificarse a través de la pantalla. A lo más obtuvieron alguna imagen necesaria para sus fines. Lenin en Octubre podría ser un ejemplo, pero eso no hizo de la película una obra maestra. Y todo el cine de Eisenstein sobrevive a la ideología que lo financió gracias a su potencia estética, no por razones políticas.
Tratar de explicar eso a algunos cineastas de la Unidad Popular debió ser arduo, quizás inútil. La infantil tendencia a usar el cine como vehículo de discusión política condujo a películas como esta. También algunas obras meritorias surgieron de ahí, pero por iniciativas individuales más que como encargos oficiales y en ellas primó lo narrativo por sobre lo discursivo.
Esta película de Helvio Soto parece pertenecer a estas últimas, a las discursivas. Y eso es lo peor. Intentar una discusión entre el gobierno y la extrema izquierda a través de una película debe ser una de las mayores ingenuidades de nuestro cine. Lo más inverosímil es que la película se toma en serio su misión salvadora y cree de verdad en las inacabables argumentaciones que los personajes esgrimen delante de la cámara. Y seguramente su autor pensó de hacer una contribución concreta a los problemas de la época. Ya hemos podido afirmar que lo naïf es un elemento persistente en la historia de nuestro cine.
Un matrimonio en crisis debe ser de las ideas menos originales que se puedan concebir para hacer una película, aunque se han hecho muchas y algunas muy buenas. Pero Soto toma ese punto de partida para que la Familia Burguesa exhiba sus límites ante la Revolución. Que la Amante sea hermana del Rebelde no añade más que ingredientes intragables a una sopa hecha de obviedades. Aunque potencialmente entre estos personajes pudiera pasar algo, algo previsible sin duda, aquí no sucede nunca nada porque en definitiva no hay un conflicto real, ni un problema real, sólo los del gobierno con los miristas, los que por haber sucedido en la realidad no significa que resulten verosímiles puestos de este modo en la pantalla.
Como se suponen que estos son temas serios, los personajes fuman cartones de cigarrillos y beben mucho, en espacio cerrados y con caras mustias, algo para lo que el actor Marcelo Romo estaba mandado a hacer. Pero Patricia Guzmán no, y se nota lo constreñida que está la actriz, que es la de más amplio registro en este reparto de autómatas. Y es que no hay personajes, sólo estereotipos manidos y carentes de toda autenticidad.
Resulta difícil llegar a describir la sucesión de conversaciones presentes en esta película, porque podría parecer una enumeración de errores básicos: planos y contraplanos, abuso del zoom, desenfoques y pausas que hoy ya no cometen ni los debutantes jóvenes con sus cámaras hiperkinéticas. Pero eso no significa que de buenas a primeras podemos pasar esta película por alto. En realidad podríamos hacerlo, pero una consideración lo haría poco prudente: ¿Y si por desconocerla volvemos a tropezar con la misma piedra? Eso ha sido recurrente en el cine chileno, en el que generaciones han refundado lo que ya estaba hecho. No vaya a ser que por evitarnos el saludable bostezo de ver esta película terminemos por fomentar que alguien la filme de nuevo. Esa sí que sería desgracia.