Esperando a Godoy: la reconciliación con la realidad
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Esperando a Godoy (1973, 2023)

El siguiente articulo es el producto de una informal con tres alumnos de la Escuela de Artes de la Comunicación que, en enero pasado, rodaban el largometraje Esperando a Godoy. Con vanas experiencias en el cortometraje, Luis Cristián Sánchez (Cosita, Así hablaba Astorquiza, El que se ríe se va al cuartel), Rodrigo González (Cosita, Así hablaba Astorquiza, Chile tudéi, Caperucita Roja) y Sergio Navarro (21 de junio, Tanto, tantos y tanto) decidieron realizar un proyecto que, cuando menos, promete originalidad, tanto por la estrechez de los recursos destinados como por la concepción que lo preside.
La revista agradece las gestiones de Rodrigo Maturana para hacer posible este breve reportaje.

No tienen -es cierto- muchos pergaminos que defender. Ellos mismos lo reconocen y por eso no hablan con la voz engolada. De repente, claro, como cualquier mortal al fin y al cabo, se entusiasman con los nombres de Brecht, Bazin o Benjamin, pero al promediar los discursos siempre salen con los disparates más oportunos. Y la eventual pedantería, entonces, se disuelve en la humorada.

Sus edades oscilan entre los 21 y los 27 años y tal vez esto lo explica todo. Estudian en la Escuela de Artes de la Comunicación de la Universidad Católica de Chile y se llaman Luis Cristián Sánchez, Rodrigo González y Sergio Navarro. Egresaron este año con el titulo de realizador en el bolsillo, un cartón profesional que acaso no les sirva ni para cubrir el hoyo de una pared. Pero no se inquietan mayormente y, por las dudas, uno de ellos declara estar resignado a manejar un taxi. De alguna manera, por último, hay que vivir.

Cultivan una irreverencia canónica y comparten un saludable desprecio por el cine. Apenas lo frecuentan. Casi nunca retienen el nombre de una película y a menudo se olvidan de los realizadores. Admiran a no más de cuatro o cinco, e invariablemente el nombre de Godard les provoca algunos reflejos que comprueban que no todo está perdido en ellos.

Ingresaron a estudiar cine como quien se matricula en lenguas muertas y ni siquiera asistió a un misa en latín. Perseveraron allí porque el asunto no les pareció tan deprimente y porque, de alguna manera, les entretenía. Y si se los apura un poco, hasta reconocen que en esta actividad uno puede expresarse a si mismo. Y esto podrá parecer un lugar común, seguramente lo es, pero –qué diablos- de alguna manera hay que darse a entender.

Decidieron co-realizar un largometraje –Esperando a Godoy– y en eso estaban cuando se los entrevistó en un rincón del Casino Unctad. Habían rodado como 10 de las 21 escenas de un filme que se empinará sobre las dos horas de proyección y aún no estaban corrompidos por la gravedad ni por la elocuencia de los cineastas profesionales.

Reconocen haber madurado bastante. Quizás no lo suficiente, pero en todo caso bastante. Trabajaron durante un mes -o algo así- junto a Raúl Ruiz y cual más, cuál menos, los tres quedaron helados. Como después de una ducha fría en una mañana invernal.

El chapuzón los afectó tanto que experimentaron una decantación repentina. Consideran las películas que han dirigido o en que han participado como simples borradores no muy afortunados y dieron un salto adelante que, más que a evolución, huele a ruptura. Elaboraron entonces una teoría original: la del “cine-canguro”, donde cada obra es un salto sin solución de continuidad con la anterior y donde cada película se resuelve sin perder los escrúpulos del caso para parecer consecuentes y unitarios.

Como no pretenden dar ningún testimonio personal, favorecer ninguna causa, obtener ningún premio ni arreglar, por el momento al menos, ningún entuerto, se desenvuelven con entera libertad, refugiados en su juventud y en una suerte de irresponsabilidad creativa que alterna la pasión profesional con el descubrimiento, el aprendizaje, la reflexión, la autocrítica, la “tincada”, la imaginación, todo ello ejercido en forma casi voluptuosa.

AI cabo de tres años en la Escuela, expresan estar políticamente más radicalizados y más conscientes de la imposibilidad de determinar los limites entre lo real y lo irreal, en el nivel personal y creativo, respectivamente. Sus primeras películas se plantearon en la frontera realidad-imaginación con esa falsa seguridad para discernir donde está lo uno y dónde está lo otro que da el autoengaño, la inmadurez y, por qué no decirlo, el desconocimiento de las posibilidades del cine. Por lo que cuentan, el largometraje que están realizando es al respecto harto más ambiguo. Lo han trabajado como un juego y allí, paradojalmente, reside su seriedad.

Es, desde luego, un buen punto de partida. La lección de que la realidad es más rica que la imaginación, y cualquier tentativa de ésta por superar a aquélla termina quedando corta, habría evitado en el plano local, de ser aprendida a tiempo, presumidas experiencias seudorrealistas que pretendiendo escandalizar no escandalizaron y, además, sesudos manifiestos que queriendo interpretar políticamente un hecho, ni siquiera lo vislumbraron.

En esta depuración de Sánchez, González y Navarro, la influencia de Ruiz, claro, es considerable y oportuna. Pero ellos mismos advierten ciertas distancias. “El cine de Raúl -expresan- es más bien barroco. El tiende a sobresignificar al máximo, a crear la mayor densidad de significaciones posibles. Nosotros, en cambio, en nuestra película, estamos tratando de depurar al máximo. De despejar líneas para quedarnos sólo con las que sustancialmente nos interesan. La mayoría de las escenas están trabajadas con dos actores, con una puesta .en escena bastante esquemática, con poquísimos movimientos de cámara, influidos un poco por Rohmer y su película Mi noche con Maud que nos gustó mucho. La cámara fija, el tiempo real.. . etc., . . . todo eso. Antes creíamos que éste era un cine tradicionalista; ahora nos damos cuenta de que es un cine de ruptura, un cine que reconcilia al cineasta con la realidad y lo sustrae de un código rígido, de una forma de hacer cine que es estéril y vacía”.

Es un medio que sustenta todo lo contrario, que jura que con dos tomas de un campamento popular y tres fotos del “Che” Guevara se obtiene cine revolucionario, o que con una parejita y un atardecer (si es en colores, mejor) se hace cine político, es lógico que semejante concepción sea resistida y parezca una extravagancia mayor, fuera de época. “Eso -se argumenta- no es cine sino teatro filmado”. Para Luis Cristián Sánchez lo que ocurre es que a casi todos los cineastas nacionales les interesa la cámara y no lo que ocurre dentro del cuadro. Y exagera: “Yo personalmente soy admirador de la filosofía Zen y creo que el realizador debe desaparecer, debe quemarse ante la realidad, quemarse ante las cosas. Y esto es lo que nos interesa: quemarnos como personas, como realizadores, como cámara, frente a la realidad.

La película en que están empeñados es -un poco a la manera de Ruiz– una mirada crítica sobre el proceso sociopolítico chileno. O mejor dicho, una mirada autocrítica, en cierto modo pedagógica, que políticamente no se plantea en términos incondicionales y que abandona el esquema del spot publicitario de izquierda, actualmente en boga.

Disponiendo de 6.300 pies de película, Eº 30.000 para financiar gastos de producción y trabajando con sonido directo, filman a una relación muy baja. Les duele mucho cortar una toma y cada decisión en este sentido es acordada por unanimidad entre los tres realizadores. Sistema un tanto parlamentario que, hasta enero sin embargo, les había dado buenos resultados. Pero -gente previsora al fin y al cabo- no descartaban la posibilidad de dictar un reglamento de cortes para evitar problemas en el futuro.

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El Argumento

Aunque no tiene mayor sentido reseñar el argumento de una película, siempre resulta de interés adelantar algo al respecto. En el caso de Esperando a Godoy, de Luis Cristián Sánchez, Rodrigo González y Sergio Navarro, esta curiosidad puede terminar defraudada, porque la obra, más que una historia, es un permanente enfrentamiento ideológico entre tres grupos, donde el diálogo cumple un papel importante y decisivo.

Durante el actual Gobierno y antes de octubre de 1972, en una población de Santiago, Juan Luis Godoy (Juan Carlos Moraga), un obrero que incursiona en la literatura, tiene un enfrentamiento verbal con un novelista (Waldo Rojas) que, representando a Editorial Quimantú, ha ido a proponer a los pobladores un taller literario donde estudiarían a Luckács, el realismo socialista, superestructura y conciencia de clase y otros asuntos teóricos. Godoy, para quien lo importante no es la técnica sino la creación, discute esta oferta pero, en definitiva, el proyecto se aprueba. A todo esto, el novelista integra un grupo de intelectuales de izquierda que, planteándose el problema de las carencias de nuestra. realidad, preconiza la creación del Ministerio de la Cultura. Para presionar al Gobierno en este sentido, deciden tomarse una parte del Ministerio de Educación, donde, casualmente, también se ha reunido un grupo de intelectuales democratacristianos que prepara el recibimiento a un connotado correligionario que durante la administración pasada se desempeñó como agregado cultural en un país europeo y que recién vuelve al país (Kerry Oñate). Todos ellos están en una cuerda un tanto nostálgica de todo lo que significó la Revolución en Libertad.

Entre ambos grupos de intelectuales, el novelista opera como nexo, ya que mantiene relaciones con los DC, sus antiguos camaradas, y ahora pertenece a la izquierda. El es quien protagoniza con unos y otros sesiones de autocrítica, puesto que todos han terminado reuniéndose en el mismo edificio del Ministerio de Educación. Allí también va a parar el obrero Juan Luis Godoy (velado homenaje a Jean-Luc Godard), que trabaja en una construcción cercana, y quien por su condición proletaria ha sido mistificado por ambas intelectualidades hasta la exageración.

A Godoy, por la novela que ha escrito sobre el proceso político chileno, le confieren un premio literario en la Sociedad de Escritores de Chile. Allí tienen lugar nuevos enfrentamientos, porque ese mismo día alguien ha fallecido y hay quienes quieren realizar el funeral y quienes desean celebrar la ceremonia de entrega del premio.

Nuevamente discuten el novelista y el obrero laureado. Godoy vuelve a la población para entregar algunos ejemplares de su novela a sus vecinos y allí nuevamente se encuentra con el novelista quien, ante una especie de tribunal popular, pide sanciones en contra de Godoy porque muestra desviaciones pequeñoburguesas y ha decidido abandonar la población. Pero, en definitiva, su solicitud no es acogida. Godoy, entonces, se va y entra en relación con una niña que tiene algo de Angel exterminador. Destruye a todos los hombres que con ella se relacionan.

Mientras tanto, el taller literario organizado por el novelista no ha ido nada de bien y la conducta de los intelectuales que lo frecuentan comienza a provocar roces con los pobladores. Estos terminan pidiendo su clausura. A Godoy, mientras tanto, tampoco le ha ido mejor. Su idilio ha fracasado y ha terminado su relación con la niña, después de lo cual decide volver a la población. La escena final lo muestra en ese empeño, caminando a muy mal traer y solitario por una carretera, de vuelta a lo suyo.