La década del 20: una visión panorámica

¿Cuándo nace el cine chileno? Pueden existir muchas respuestas. En términos cronológicos, cuando en Iquique Luis Oddó logró filmar y exhibir sus cortos, por allá en 1897. O cuando en 1910 la ficción se abrió paso con Manuel Rodríguez, algo que más que nada parece un ensayo teatral que una película. O, claro, cuando surge el proyecto de Chile Films en los años 40 y el Estado busca hacer del cine una industria nacional. Tal vez, definitivamente, podemos hablar de cine chileno, identitario y con una búsqueda propia, desde fines de los 50 hasta 1973. ¿Pero qué hay con los años 20? Si bien sólo tres filmes de ficción se pueden ver de esos años, existe una producción que nunca fue superada en todo el siglo XX. La prensa lo destacó, el público lo acompañó. Surgieron numerosos directores, grandes técnicos, películas de todos los géneros y estilos. Frente a esto, la prensa de la época se cuestionó y se respondía que definitivamente ha nacido la cinematografía chilena. Pero el cine sonoro y el tiempo ha puesto un manto sobre todos estos años. Unos que fácilmente, viendo todo lo que los diarios y revistas señalan, resultan increíbles en las ansias creativas de algunos directores y en sus búsquedas formales. Tal vez sea hora de pensar esta década como el gran punto de partida, a pesar de que tengamos más referencias escritas que las películas mismas. Aunque ronden más fantasmas que imágenes concretas. Acá intentaremos marcar un camino tras una revisión amplia de lo que la prensa planteaba por entonces.

La construcción de un nuevo arte

Hay un nombre fundamental que abre y cierra los años 20: Armando Rojas Castro.  Lo hace a través de dos hitos: el estreno de su filme Uno de abajo en 1920 y la dirección que asume del Instituto de Cinematografía Educativa, en 1929. Cuando ya el cine chileno agonizaba ante la llegada del sonido a las salas.

Con Uno de abajo, Rojas Castro da un salto cualitativo en el uso del lenguaje cinematográfico dentro del cine chileno. El peso moral y la variedad de planos que al parecer su filme contiene  (está lamentablemente extraviado), hace que Las Últimas Noticias lo bautice como el “Griffith chileno” (ver nota acá). También, la prensa habla entusiastamente de un filme que parece ser el marco de una cinematografía que está naciendo: la chilena.

Las plumas exageradas de los matutinos y vespertinos de esos años no estaban por entonces tan alejadas de la realidad. Si bien no se puede hablar en los primeros años de esta década concretamente de un cine chileno (como actividad concreta, con tradición, o como una industria), la película de Rojas Castro da cuenta de una evolución técnica y narrativa que comienza a concretarse. Los años que vienen lo comprobarán y esto significará que hablar al fin hablar de “cine chileno” no será un despropósito.

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Uno de abajo (1920), de Armando Rojas Castro.

Es un momento de consolidación política de la figura del Presidente Arturo Alessandri y donde el salitre sigue como el soporte económico del país. Con ello, el cine continúa con esa senda de ser la experiencia estética moderna por excelencia, además, ya se le considera un arte autónomo y, en el caso chileno, superior y con mayores expectativas que el teatro, una disciplina que ha sucumbido a un período que la prensa constantemente recalca como moribundo y desconectado de la realidad. La popularidad del cine, su rápida extensión por los barrios más populosos, lo hacen el medio artístico más requerido. Pero esta misma masividad, comienza a despertar sospechas en los núcleos intelectuales. Como se cita en el libro “Archivos i letrados” (2011), un comentarista de la revista Zig Zag señala: “ningún arte que se dirige a la masa puede ser arte”. Agregando luego que “cinematógrafo, prostituído ya, por la codicia, en su infancia”.

Pero este, como siempre, será un juicio que sólo se incubó en los círculos más intelectuales y sospechosos de esta “industria cultural” en ciernes. Así, la prensa (el gran articulador de estos discursos entusiastas), será eco de un entusiasmo que se trasuntará hacia un grupo de cineastas y artistas. Pedro Sienna, Jorge Délano, Nicanor de la Sotta, Alberto Santana y Gustavo Bussenius son los nombres más recurrentes. Casi todos ellos, nacidos bajo el influjo del maestro italiano Salvador Giambastiani, quien fallece repentinamente en julio de 1921. Es tal vez este hecho un símbolo del verdadero comienzo de la madurez del cine chileno. Los pupilos se lanzan por las suyas y la producción explota.

Pero la misión no es fácil. Supeditado a las potencias, las carteleras ya son apoderadas por el cine europeo y, sobre todo, por Hollywood. Este último, ya ha instalado un star system que contaba con las figuras de Chaplin, Valentino y Buster Keaton, por citar los más trascendentes. Estas se apoderan de las páginas de espectáculos de los medios y del imaginario popular, también de la prensa. El símbolo del buen cine, será el que técnicamente determinen estas cinematografías. Recurrentemente, la crítica cinematográfica de estos años (siempre bajo un prisma igualmente impresionista, con pocos elementos de análisis) sacará debajo de la manga la frase “nada tiene que envidiarle a las películas extranjeras” para decir que una película chilena cumple dichos estándares.

Pero hay un contrapunto importante, las empresas importadoras y distribuidoras son chilenas, con la única excepción de la argentina Max Glucksmann. De esta manera, estos años no sólo hay cintas de las grandes industrias del cine mundial, sino que los empresarios locales comienzan a dar impulso a un circuito local que a fines de la década anterior había levantado una respetable producción documental. Guillermo Bidwell, Luis Larraín, Valenzuela Basterrica, Carlos Borcosque y Alfredo Wolnitzky son los nombres que más impulso dan a las cintas nacionales de la década. Con ellos, llega la hora del cine de ficción.

Andes Films (de Wolnitzky) y Estudios Borcosque, se levantan como las productoras más importantes. Si bien, no podemos dar aspectos respecto a la estética de los filmes que comienzan a aparecer, ni tampoco del estilo cinematográfico de sus directores, hay una cosa que es evidente: la amplitud temática y genérica de las cintas. Además, de ciertos aspectos que comienzan a aparecer, como el aprovechamiento del paisaje y de ciertos rasgos folclóricos, con el fin de usar el cine como promotor del país. Esto no sólo como un modo de conectar con las audiencias, sino también (un concepto totalmente novedoso), para que el mundo las vea. Se tiene claro que el cine es un vehículo de influencia cultural poderoso. Hollywood es el ejemplo por antonomasia.

Existe, evidentemente, un acoplamiento formal y temático al cine industrial, un interés que la prensa refuerza. Respecto a Don Quipanza y Sancho Jote (1921, la llamada “primera comedia del cine chileno”), El Mercurio dice que “sube a la pantalla en estos cines la apreciada Mack Sennet Chilena, la primera película cómica nacional” (ver nota). Un juicio que será una constante. La comparación del cine chileno con los modelos extranjeros será LA vara para medir la calidad de las cintas. Esto influye claramente en las ansias de los realizadores, quienes  chocarán con una barrera que los mantendrá de todas maneras lejos de tal calidad: la precariedad técnica. Esto se hace evidente en un artículo de Las Últimas Noticias. En una entrevista a Enrique Vigneaux Montt, quien escribió el argumento de Pájaros sin nido (1922), este confiesa que “los electricistas trabajaron hasta cerca de las doce de la noche y los artistas estaban caracterizados, resultó que las diez mil bujías que teníamos para alumbrar una habitación corriente, no bastaron! . . . pues las máquinas impresionaron muy débilmente. Por cierto que todo aquel trabajo se perdió” (ver nota).

Construir decorados que simulen un interior verosímil atenta, sobre todo, contra el melodrama. Quienes se aventuren en ese género, pagarán las consecuencias. Es claro esto en el Galán Duende (1922), filme que es el debut y despedida de Nicolás Novoa Valdés. “El biógrafo, mitad dramático, mitad plástico, y debe atender a los dos placeres. Sólo se preocupa del primero. ¿Por qué? La impresión material, aceptable. Muy inferior a las extranjeras; pero suficiente, no perjudica demasiado a la interpretación”, dice una crítica de Zig-Zag (ver nota). De todas maneras, se da cuenta de un interés del público y tanto este último filme, como Hombres de esta tierra (1923, Carlos Borcosque).

Es la antesala de 1924, un año que es trampolín para un momento único. Se estrena Golondrina, de Nicanor de la Sotta y Un grito en el mar, de Pedro Sienna. Ambos, pupilos de Giambastiani, además de ser figuras ya reconocidas por el teatro y la poesía, respectivamente. Las dos películas marcarían de alguna manera la década. Primero, Golondrina se presenta como el éxito de público más grande. Si bien no se poseen estadísticas claras, es un filme que con seguridad supera los 150 mil espectadores que tuvo posteriormente El Húsar de la muerte.

Golondrina (1924), de Nicanor de la Sotta.

De la Sotta arma un argumento simple y directo, para las masas, adaptando su obra teatral homónima. Para el escritor Juan Emar, quien escribe en el diario La Nación, la cinta “indica un sendero falso a los films que han de venir. Un letrero chistoso y un llamado a la moralidad, no son cine” (ver nota). De todas maneras, el triunfo es único. “‘Golondrina’ repetirá en cualquier parte del mundo en que se exhiba el mismo éxito que ha tenido entre nosotros, porque explota magistralmente un tema humano, delicado y bello”, dice Zig Zag (ver nota).

En cuanto a Un grito en el mar, se aprecia una ambición más seria de parte de Pedro Sienna. El argumento da espacio a la acción y al suspenso. Todo parece indicar que Sienna plantea una forma cinematográfica que se vale de un argumento sencillo para dar rienda a un montaje riguroso y dinámico, con el fin de estructurar cintas con escenas trepidantes, siguiendo la línea de directores hollywoodenses aclamados por la prensa y la crítica nacional: D. W. Griffith y Cecil B. DeMille. Será una postura que Sienna posteriormente depurará insuperablemente en El Húsar de la muerte. Un dato no menor en su evolución, sea que el encargado de la fotografía de sus filmes sea Gustavo Bussenius, quien emerge como el más experimentado camarógrafo de su tiempo. Además, es un incansable documentalista y director de noticiarios, lo que le da un dominio total del medio. Su dominio de la luz logra que Un grito en el mar tenga la capacidad de generar, según el diario La Estrella de Valparaíso, “melancólicas puestas de sol, claros amaneceres, bellos paisajes, jardines a la luz de la luna, elegantes cabarets nocturnos, balnearios de la alta sociedad, fiestas a bordo del “Almirante Latorre” y verídicas escenas navales militares y deportistas” (ver nota).

La prensa habla largamente de ella y, hasta en artículos de años posteriores, será recordada como la “más importante cinta chilena”. Sobre ella, el mismo Sienna recordó en una entrevista de 1966 que “costó 25 mil pesos esos tiempos y produjo cerca de medio millón” (en “Obras Completas de Pedro Sienna”, 2011). Finalmente, el diario La Unión manifiesta: “Esta vez si que podemos decir con orgullo que el cinematógrafo nacional abandona los pañales de niño en que estuvo envuelto hasta la fecha y marcha ya sólo de pantalón largo” (ver nota).

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Un grito en el mar (1924), de Pedro Sienna.

Los directores y el rol de la prensa

Si bien la producción alcanza en 1925 la cifra increíble de 21 estrenos nacionales (algo insuperable en todo el siglo XX), las cintas muchas veces son hechas a puro tesón e ingenio. Una constante de un cine chileno que ansía la grandeza y choca con su realidad. Pero con vigas de cartón se echa a andar una “industria” que con pocos inversionistas y sólo con un par de directores diestros, tiene poco futuro.

Por ejemplo, la Andes Films, la más grande de las productoras del momento, contaba con talleres propios en Teatinos con Moneda. Pero según el mismo Sienna estas instalaciones “no pasaban de constituir un rincón de patio, galón, caballeriza o lo que fuera” (“Obras Completas de Pedro Sienna”, 2011). Mientras que el joven Jorge Délano, que debuta en la dirección con la cinta Juro no volver a amar, en su autobiografía “Yo soy yo”, dice que para realizarla se valió del ingenio del camarógrafo Luis Pizarro, quien confeccionó una cámara con sus propios manos. Además, para rodar los interiores de su melodramático filme inserto en la alta sociedad, apeló a distintos trucos, como rodar dentro de una mueblería y usar el reflejo de espejos para rebotar la luz del sol sobre los actores.

Frente a esta situación, la prensa está consciente que su papel no es de evidenciar estas costuras. Tras cada estreno, los diarios más importantes construyen una realidad que de tanto repetirse llega al ridículo: todos los estrenos son recomendables y todas son “un verdadero triunfo para la cinematografía nacional”. Frente a las pocas cintas que hoy se pueden ver de aquellos años (El Húsar de la Muerte, El Leopardo y Canta y no llores, corazón), la veracidad de estos juicios queda algo nublada. Sólo su permanencia en las salas determina su verdadero éxito en las taquillas. De eso, se puede deducir que la cinta de Sienna sobre Manuel Rodríguez y el debut de Jorge Délano dieron la nota alta. El Húsar llega a fin de año con con más de 200 exhibiciones, sumando más de 100 mil espectadores. Mientras que la cinta de Coke, llega a la cincuentena e incluso el Presidente Alessandri pide verla en La Moneda (ver nota).

Otro elemento a tomar en cuenta es los estrechos vínculos entre los periodistas y los artistas. Por ejemplo, Délano es uno de los más destacados ilustradores y cariacturistas de su tiempo. La revista Sucesos y Zig-Zag se sirven de su trabajo, así también El Mercurio. Más allá de los méritos que pudieran tener sus películas mudas (inencontrables hasta hoy), el espacio que su filmes tienen por estos años en la prensa, no se comparan con otros que se estrenan a la par de ellos.

Es que la llamada “farándula” santiaguina es pequeña y unida. Sienna tiene fuertes lazos con cronistas respetados de la época, como Daniel de la Vega, quien tiene una breve aparición en su filme La última trasnochada, de 1926, y que es el comentarista cinematográfico del diario El Mercurio. Con una pluma refinada y atento a la verosimilitud del argumento más que a cualquier mirada cinematográfica profunda, de la Vega (firmando como D. de la V.) plantea citas como “‘Luz y sombra’ es una novela simple y nerviosa, que está llamada a obtener sonoros triunfos en los más diversos ambientes”. Una frase que da una clara visión sobre una mirada que viene desde otro mundo: la literatura.

De todas maneras, ante ya la instalación plena del cine como una actividad artística autónoma y consistente, con un lenguaje propio ya aceitado e instalado, hay miradas como la de Juan Emar que intuyen que para esto hay que aplicar otros criterios. “El cine es un arte completo, que menos que ningún otro, necesita pedir apoyo a sus vecinos. Sus peores enemigos son el teatro y la literatura”, dice en su severa crítica hacia Golondrina (ver nota), un filme que desmerece por su extremo apego a los carteles con diálogos, por sobre la acción. “Falta movimiento”, dice el escritor chileno.

Pero no hay que ser tan categóricos. Hay puntos a favor de un entusiasmo entendible. Imitando el funcionamiento industrial, el cine chileno explora una diversidad genérica que sólo en el siglo XXI encuentra parangón. El cine animado tiene su presencia con La transmisión del mando presidencial en 1921, cinta pionera en sudamérica, como lo señala la nota del diario El Sur, de Concepción (ver nota). La comedia tiene cabida en Don Quipanza y Sancho Jote (1921), pero parece tener su mejor ejemplar con Como don Lucas Gómez (1925), de Alberto Santana, con el actor Evaristo Lillo emergiendo como el mejor intérprete cómico del cine chileno, según indican varios artículos. Su trama (el rídiculo de andar de un campesino por la moderna ciudad), dispara un argumento recurrente hasta mediados del siglo XX (el choque campo-ciudad) y que cinematográficamente tenía a la cinta argentina Nobleza Gaucha como su referente más fuerte. Mientras, el cine de Borcosque explora la acción, con argumentos donde el suspenso y las persecusiones se suceden. El carácter comercial de su cine, se evidencia más con la utilización de Luis Vicentini como actor principal. Campeón sudamericano de boxeo, Vicentini es el máximo astro deportivo de la década y sus peleas son también filmadas y estrenadas en los cines.

Pedro Sienna se guía por un cine de aventuras. Afinado, sin caer en excesos dramáticos, el cine de Sienna parece ser el más moderno y maduro de estos años. Contrasta con ello, el dispar andar de Alberto Santana. Versátil y entusiasta, este realizador iquiqueño filma en Santiago, Valparaíso, Concepción y La Serena. Son lugares donde logra financiamiento y, a cambio, entrega postales donde los habitantes pueden reconocerse en las películas: o porque aparecen en ella (Santana se vale muchas veces de actores amateurs), o porque Santana inserta los filmes en los paisajes más llamativos de aquellas zonas. Todas, al parecer, con ciertos toques provocativos en sus temáticas o con un toque de moralidad. El filme Cocaína es la que mejor grafica esto último. Así, Santana parece ser no tanto un autor, sino un sobreviviente del período mudo, con un ojo comercial que le dio beneficios con filmes como El odio nada engendra (1923), pero que con la caída comercial que sufriría a fines de la década el cine chileno ya no vio alternativas para seguir filmando. Así, su carrera seguirá en Perú y Ecuador.

Por último, otro de los directores más consistentes del período es el  joven Jorge Délano, quien escoge el melodrama asentado en las clases altas. El control dramático de sus películas es alabado siempre por la prensa y es algo que va en aumento. De hecho, con el filme La calle del ensueño, Coke cierra la década y obtiene un premio en la Exposición internacional de Sevilla, como la mejor película de habla hispana. Sólo la llegada del sonoro hecha abajo su carrera, que tendrá que reinventarse dentro de la nueva “tecnología”.

Finalmente, hay otros filmes de realizadores menos prolíficos que llaman la atención: La ley fatal, Nobleza Araucana y Mi viejo amor. La primera, pone en la palestra (prematuramente) el tema del divorcio, algo que deberá esperar casi 80 años más para hacerse realidad. También es curiosa el ánimo  “progresista” de Nobleza Araucana, cinta que se filma en el sur del país y que muestra las miserias del pueblo mapuche frente al hombre blanco opresor. Una curiosidad casi neorrealista, que usa actores naturales. “El cacique Juan Panguilef, el mocetón Poleón Rucapel y la indiecita Alina Panguilef” aparecen en ella, dice Las Últimas Noticias (ver nota). Y Mi viejo amor es toda una precursora del uso del sonido, al ser una opereta donde cantantes profesionales musicalizan en vivo la cinta. “Tiene el mérito de ser el film opereta que se hace por primera vez no sólo en Chile, sino en Sud América”, dice La Nación (ver nota).

Pero de todas maneras, hacia el año 26 y con todas estas cintas sobre la mesa, la crítica se remueve y reflexiona “¿existe entonces un cine chileno?”. Un cuestionamiento que entre el 24 y el 29 de mayo el diario Las Últimas Noticias instala, a través de una columna diaria. Se exploran varios aspectos que hasta hoy parecen no tener respuesta: la ubicuidad de la crítica frente al cine chileno, los caminos a seguir (industria o arte), la calidad técnica y el rol del Estado.

Los juicios van de un lado a otro. Desde quienes ven que contando la producción realizada entre el año 24 y el 26 ya es posible hablar propiamente de un cine chileno (“El cine nacional es ya una industria que se puede considerar no como un bebé que empieza a dar los primeros pasos”, ver nota), hasta quienes consideran que es un proceso aún no consolidado. Ante algunos pocos ejemplos positivos, un artículo señala que “La lista de mamarrachos era abrumadora, frente a las dos o tres producciones aceptables” (ver nota). Mientras que para “Economista”, la Industria sólo es posible de levantar con un apoyo estatal y acabar con los incentivos de unos cuantos inversionistas. Para él, habría un beneficio económico y Estados Unidos es un ejemplo claro de esto. “Nuestros hombres de gobierno debieran pensar en lo que significaría para la economía nacional el dejar de ser tributarios del extranjero en tan enormes sumas”, dice (ver nota). Un juicio que anticipa los oscuros días que vienen.

Pero lo más destacable es el cuestionamiento del rol de la prensa y la crítica frente a este boom productivo. Firmado por “Sátira”, el texto del 24 de mayo señala que uno de los problemas “es la poca sinceridad con que se opina de las cintas nacionales”. Algo que es evidente leyendo las reseñas y presentaciones de cada estreno nacional. Para este mismo columnista, “esta poca sinceridad es la que poco a poco va desconcertando al público… día a día nos llevará a la desconfianza y el evidente progreso, no será sino un retroceso” (ver nota). En esta línea, revelador resulta la columna del 27 de mayo (ver nota), donde se realiza una clasificación entre “exámenes distinguidos”, “aprobadas por unanimidad”, “con un voto en contra” y “reprobadas”.

Para el autor de este último artículo, quien firma como Nabuco Donoso R., es la hora de tomar al cine como un arte definitivamente autónomo, como también es necesario buscar un estilo argumental propio, alejándose de un cine norteamericano uniforme y ya sin sorpresa. Es una mirada totalmente alejado de los criterios comerciales y confiando en la crítica como el medio para consolidar artísticamente el medio. De todas maneras, frente al criterio general de la prensa, será una mirada marginal. Una que sólo volverá a establecerse con más fuerza sólo en la década del 50.

Porque, como como plantea el libro “Archivos i letrados”, el espíritu nacionalista que se arrastraba ya de fines de la década anterior, llega a su plenitud por estos años, tanto argumentalmente como técnicamente. Esto último, de todas maneras es cuestionado en un artículo del 29 de mayo de 1926, en Las últimas noticias (ver nota). Pero esta conjugación entre patriotismo y un estilo y técnica influenciados por el cine dominante, sigue expresando una contradicción que es otra gran marca del período. O, como dice Bongers, Torrealba y Vergara, “la inevitable paradoja de desarrollar un discurso nacional bajo una tecnología e incluso un cuerpo técnico cosmopolita” (en “Archivos i Letrados”, 2011).

Parece ser que al menos la creciente producción daba pie para que los cuestionamientos comenzaran a surgir y la prensa es un claro reflejo de ello. Debates, cartas donde directores responden a la crítica. Reflexiones respecto a qué se debe llevar a la pantalla o sobre la calidad técnica de las películas, son habituales entre 1924 y 1926. Con todo esto la debacle productiva que se aproxima, la que tardaría casi toda una década en recomponerse (aunque nunca alcanzando el nivel de estos años), no viene desde el mismo quehacer cinematográfico, sino que por el contexto político, económico y social.

Un final infeliz

En sus recuerdos sobre el cine chileno de los años 20, Pedro Sienna es bastante directo en decir lo que supuestamente llevó hacia la muerte a este boom productivo. “La culpa fue de los empresarios. El problema no era artístico sino monetario, financiero. Nosotros no contábamos con capital suficiente y los hombres  de empresa desconfiaban”, dice el director.

Pero los hombres de empresas buscaron nuevos rumbos ante un negocio que se les hizo grande. Ya desde 1927 comienzan a instalarse distribuidores extranjeros como Paramount o Metro Goldwyn Meyer, reemplazando a los empresarios nacionales que viajaban al exterior a buscar el material. La industria hollywoodense ya ha extendido sus tentáculos para controlarlo todo y los pequeños países productores sufren las consecuencias.

Además, Chile vive años que paulatinamente se van volviendo tormentosos. Tras varios “muñequeos” y de crisis políticas constantes, el general Carlos Ibáñez asume el gobierno. Junto con ello, Chile comienza a vivir el fin de la época dorada del salitre, a lo que se suma la crisis monetaria mundial. La aparición de un sustituto sintético al fertilizante quiebra la economía local, con ello, las ansias de crear un “Hollywood sudamericano” en Antofagasta y alrededores. Entre 1926 y 1927, una decena de películas buscaron plasmar ese sueño, uno que nunca se concretó y de la cual no quedan rastros concretos. Sólo sobreviven unos breves minutos del filme Vergüenza (1928), de Juan Pérez Berrocal. Uno de los últimos respiros del cine chileno de la década.

El cine chileno no ignora totalmente este contexto y una película como El crisol de los titanes (1927) habla del miedo que existe respecto a la caída del salitre. Como señala una reseña realizada por el diario La Nación el 14 de octubre de 1927, la cinta tiene a un villano que “que está en esa salitrera pagado por los productores del salitre sintético…”.

Si bien en la cinta triunfa el buen chileno que desbarata el plan de este malvado, en la realidad el malvado termina triunfando y con él, todo intento por mantener a flote la producción cinematográfica. Y el estoque final lo da la llegada del cine sonoro que considera un equipamiento que deja a este precario cine chileno totalmente al margen.

Los realizadores no se sobreponen a este golpe. Carlos Borcosque, Alberto Santana se van del país. El primero a Estados Unidos, donde buscará ingresar a Hollywood, dirigiendo y actuando en cintas latinas. Se destacará también sus reporteos con las grandes estrellas, las que reflejará en su gran creación periodística, la revista Ecrán. Mientras, Santana buscará levantar nuevas cintas en países con escasa tradición fílmica: Perú y Ecuador, convirtiéndose en un pionero en ambos lados.

Pedro Sienna, tras la tibia acogida a su último filme, La última trasnochada (1926), no volverá a ponerse nunca más detrás de una cámara. Dejará también de ser director artístico de la Andes Films, productora que en unos años más quebrará. Mientras que el realizador más exitoso, Nicanor de la Sotta, muere repentinamente tras un neumonía mal tratada. Una multitud acompaña su camino al Cementerio General, dando cuenta de la popularidad que alcanzó por aquellos años (ver nota). Deja una película inconclusa, A las armas, que terminará a duras penas René Berthelon, poniéndole sonido en 1934. El resultado, según la prensa, es lamentable.

El último respiro en el cine de ficción lo da Coke. La calle del ensueño será un filme sofisticado, hecho para un público más selecto, con el fin de destacar en la Exposición de Sevilla de 1929, en donde finalmente ganó el premio principal. Lamentablemente, no se cuenta sino con los juicios de una prensa que habla de “la mejor película del cine chileno” hasta entonces. En ella se aprecia un rasgo común en el cine de Coke: la búsqueda de la innovación técnica. Délano siempre intenta ser un ilusionista y en La calle del ensueño mezcla animación con actores reales, emulando lo que por entonces hacía también Walt Disney en cortos como Alice’s Day at the Sea (1924).

Era, paradójicamente, la consagración de Jorge Délano, pero al mismo tiempo, el fin del cine chileno de los años 20 y una pausa en la carrera del director. Partirá a probar suerte a Estados Unidos, a aprender más del oficio y ver cómo es eso del cine sonoro. Una tecnología que implementará pioneramente en Chile 5 años después, con Norte y Sur.

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Así, La calle del ensueño es uno más de esos fantasmas que rondan por la historia del cine chileno de esta década. Sienna habla en sus memorias de cómo todos estos filmes fueron convertidos en peineta. El cine chileno se sumía en la oscuridad y con el sonoro, todo este cine pasará a ser olvidado, no será digno ni siquiera de ser rescatado, tampoco significa ninguna influencia para un público y una prensa especializada que continuará siguiendo a pie juntillas el lenguaje hollywoodense. Así, desde este nuevo momento, se comenzará a desconocer y olvidar las películas silentes, incluyendo sus actores y realizadores. Será una prehistoria totalmente desechable y lejana.

Pero si la ficción caía y demoraría una década más en recomponerse, el cine documental recibe una semilla para mantenerse vivo. El Estado ve en ello la posibilidad de convertirlo en soporte de estudios científicos y sociales y se funda el Instituto de Cinematografía (ICE), reapareciendo el nombre de Armando Rojas Castro, quien tras estudiar cine en Alemania es elegido para hacerse cargo de este centro que funcionará en el segundo piso y en el subterráneo del edificio de la Escuela de Bellas Artes.

“Chile ha tomado la delantera en Sud-América en este sentido”, dice Rojas en el discurso inaugural fechado el 20 de diciembre de 1929, en donde se exhiben además tres filmes: Educación Física (o Cultura del cuerpo), El cerro Santa Lucía y Del mundo que no vemos, un estudio microcinematográico desarrollado por el doctor Roberto Contreras Stark. Será la primera incursión seria del Estado en la realización cinematográfica, a finales de la década siguiente la exigencia será mayor y culminará en la aventura que será Chile Films en los años 40.

Pero para efectos simbólicos, ¿cuál sería el real fin del cine mudo? Con ya la mayoría de los artistas retirados, Gustavo Bussenius continúa su labor de camarógrafo y documentalista, realizando los noticieros que no dejaron de producirse. Fue el 4 de junio de 1932, cuando las tropas comandandas por Marmaduque Grove salen de la Base aérea El Bosque y se dirigen a La Moneda para derrocar al Presidente Juan Esteban Montero. En el fuego cruzado que se provoca, Bussenius está con su cámara registrándolo todo, pero alguien piensa que eso que porta es un fusil y le dirige un balazo. Grave, Bussenius agoniza todo ese día, para fallecer el 5 de junio.

En días convulsionados, el aviso de su fallecimiento sólo se informa en la hoja de obituarios, donde su viuda publica la lamentable noticia. Nada más que eso. Uno de los más importantes actores de la historia del cine chileno moría sin ningún homenaje ni palabras gloriosas. El que estuvo detrás de la cámara que filmó El Húsar de la Muerte y de otras 19 películas más, fue sólo un dato más en un país que entraba en una confusión que duraría unos cuantos años más. En medio, el cine seguiría el mismo rumbo, con el pasado barrido debajo de la alfombra.

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