Rara vez el cine chileno había revisado críticamente la historia del país. Quizás esta película inauguró la tendencia, que después ha tenido más de algún resultado notable. Pero en el momento en que apareció Caliche sangriento la novedad fue de tal envergadura que provocó un escándalo de proporciones, especialmente cuando la censura prohibió la película a petición del ejército y, como exigía la ley del momento, la copia fue devuelta a la aduana para ser enviada a su país de origen. ¡Pero la película era chilena!. Todo finalmente se arregló, pero la anécdota habla claramente sobre el estatuto que el cine tenía en aquella época: el de un producto extranjero. También explica la que sería la actitud del gobierno militar frente a una actividad desde entonces mirada con sospecha.
El mítico año 68 y sus alrededores, fueron los más estimulantes que el cine chileno había nunca conocido. La aparición de una película que enfrentaba un episodio ficticio, pero probable de la Guerra del Pacífico, era una novedad muy interesante entre varias otras. Cuando finalmente pudo estrenarse la película desató muchas críticas, algunas bastante encendidas, especialmente por las implicancias políticas insertas en el relato. Helvio Soto alcanzó aquí el que probablemente sea el punto más alto de su desigual carrera como cineasta. Cuatro décadas más tarde no queda mucho material para la polémica, pero sí se le pueden reconocer todas las virtudes formales que ya la crítica de la época señaló, como también sus evidentes ripios narrativos.
Situar la acción en medio de un desierto casi carente de puntos referenciales, permitió un ahorro considerable de costos de producción, pero concentró la atención visual en los pocos elementos que servían para ambientar la historia: uniformes, utilería, una escenografía escasa y un grupo de actores concentrados al máximo en sacar adelante unos caracteres mal diseñados por el guionista Soto, al que nunca la dramaturgia se le dio bien.
En esta nómina de elementos podríamos todavía hacer un visto bueno de cada categoría. La reconstrucción de época es perfecta, la atmósfera lumínica y los encuadres demuestran ya el gran talento del director de fotografía Silvio Caiozzi, justamente premiado en aquel entonces. Más esforzada se ve la cosa con el reparto, principalmente por los defectos del guión, que si bien logra hacer avanzar la ardua y básica intriga, no logra hacer convincentes a los personajes, que son simples tipologías carentes de toda verdad interior. Pero basta que aparezcan dos excelsos actores para entender lo que un gran intérprete puede lograr. Don Jorge Lillo, uno de los mayores nombres del teatro de la Universidad de Chile, logra con una mirada afilada y pocos diálogos dar cuenta del duro carácter del correo peruano. No es menos brillante Arnaldo Berríos como el enloquecido soldado peruano de la última secuencia, con el agregado que no tiene un solo diálogo para explicarse. La eficacia del resto del reparto está limitada por la tendencia de Soto de sobrecargar de significados a los personajes. El oficial de carrera está en permanente conflicto con el abogado, enrolado voluntario, que tiende siempre a defender las leyes. Venga o no a cuento, están obligados a cruzar inventivas de corte contrario, para introducir el que sería el tema más importante de la película: la guerra fue provocada por los intereses del imperialismo británico para apoderarse del salitre. Pero ocurre que el argumento va por otro lado, uno más físico y concreto, mientras que la tesis política queda entregada a estos forzados diálogos, debidamente enmarcados por una introducción explicativa y un cartel final, ambos perfectamente prescindibles. Entre medio quedan abandonados a su suerte un conjunto de personajes que no tienen nada que decir, aunque potencialmente podrían haber existido emocionalmente, como el joven corneta, la bondadosa chica, el cobarde, el ladino, etc.
Ahí está el límite mayor: la película no confía lo suficiente en su propia capacidad narrativa y requiere de esta mampostería verbal para justificarse. Otra señal de la ingenuidad de un autor que confiaba demasiado en la razón práctica y poco en la estética.
Lejos de ser un problema circunscrito a la obra de Soto, existía en la época una manifiesta y explícita voluntad de hacer que las películas tuvieran que decir esto o aquello. Lo que es también una expresión de desdén hacia las posibilidades que el público sacara sus propias conclusiones. En el bando contrario Germán Becker (Ayúdeme usted compadre, Con el santo y la limosna) y Alejo Álvarez (Tierra quemada, Cómo aman los chilenos, El afuerino) proponían películas que pretendían ser de género, pero que parecían los harapos sobrevivientes de una época que había terminado hacía tiempo. Entre oposiciones y bandos separados el cine chileno tuvo finalmente la oportunidad de madurar y servir, finalmente, para algo: a contener una identidad propia.
Sin duda que una obra polémica y discutible como Caliche sangriento, ayudó significativamente a alcanzar la cumbre de una madurez tan ansiada por generaciones.