Traducido por Revista Enfoque año 1, n° 1, 1983
Un número entero (aparte del voluminoso “cuaderno crítico” que nos impone de la actualidad cinematográfica de este mes) consagrado a un cineasta, eso no se veía desde hacía tiempo en los “Cahiers”. Recordamos sí, el especial Eisenstein en 1971, el número 300 de Godard, “los Ojos Verdes” de Marguerite Duras y los “fuera de serie”: Welles, Sybeberg, Pasolini, o Hitchcock.
Ahora es el turno de Raúl Ruiz, el cineasta más prolífico de nuestro tiempo, aquel cuya filmografía es (casi) imposible establecer, por lo diversa y multiforme que resulta ser su producción desde hace veinte años. Raúl Ruiz, un cineasta que navega entre Lisboa, Rótterdam y París, lejos de su lugar de partida, Santiago de Chile, donde no se siente a gusto para vivir.
Es un cineasta cuya manera de producir es una elasticidad sin igual: desde un pedido para televisión a pequeñas producciones regionales o locales (en el extranjero o Francia), siempre manteniendo una actividad casi regular en el INA (Instituto Nacional Audiovisual), donde él hace funcionar un mini-laboratorio de “nuevas imágenes, como lo hacía Mèliés, por ejemplo.
Todo el cine de Ruiz es un cine “torcido”, porque es visto a través de curiosos prismas, siempre desnaturalizando la perspectiva clásica: un cine de “tuerto” (que es el título de una de sus películas). Así como cada plano ruiziano lleva una marca, cifra, o un secreto (un poco como Welles, y los más grandes), una torsión, él propone ejes de toma de vista imposibles, utiliza todos los trucos, la banda sonora a su vez, no se queda atrás. Es polifónica, multilingüe, resuena con tantos acentos diferentes como co-producciones o personajes hay en la ficción.
En el cine de Ruiz las lenguas cohabitan, se yuxtaponen. Pero sería un error considerar a Ruiz sólo como un cineasta formal, ya que cada una de sus películas está llena de historias. A menudo divertidas, otras más alambricadas, todas relacionándose una otras otra.
Y de golpe, cada película es un laberinto, propone un juego (corresponde al espectador ser tan cómplice y lúcido como la película misma que ve), una historia que se despliega hasta el infinito; una “opacidad” propia a aquellas “ficciones de exilio”.
Ruiz es un cineasta moderno y que además innova, dentro del mismo movimiento renovador, con esa antigua práctica de los trucos operados en el acto mismo de rodar; él ha elaborado unas alianzas, complicidades habría que decir más bien, con operadores como Henri Alekan y Sacha Vierny, quienes, gracias a sus largas experiencias en el cine de la magia (pensamos inmediatamente en Cocteau), conoce todo sobre esas cuestiones…
Dentro del cine francés contemporáneo, el pequeño grupo que gravita alrededor de este mago que provoca la agitación de las sombras, y habla todas las lenguas al interior de una sola; ese grupo pasa a ser uno de los sectores más vivos del momento. La retórica ruiziana es bella, cultivada, perversa, lo tememos, pero sobretodo muy alegre, jamás quejumbrosa. Nos saca de una “cierta morosidad” francesa haciendo escuchar simplemente otro sonido de campana.
Era natural entonces, que le rindiéramos un homenaje con este número.