En los últimos días han aparecido varias publicaciones en el sentido de reglamentar los espectáculos cinematográficos que constituyen en la actualidad el entretenimiento más calto (sic), barato y socorrido de todas las clases sociales.
Es innegable la conveniencia de admitir la censura de las películas en cuanto suele presentarse el caso de que algunos empresarios de casas importadoras o de salones de biógrafos no sean muy escrupulosos en la elección de sus cintas, y existe de parte de las autoridades locales el deber de impedir que tales espectáculos degeneren en funciones contrarias a la moral, al decoro o a las buenas costumbres.
Pero en ésta. Como en tantas otras materias, es conveniente no exagerar el afán de reglamentaciones, convirtiendo las censuras en un sistema de arbitrariedades peligroso y contraproducente.
Afortunadamente, hasta hoy hemos tenido la suerte muy digna de ser reconocida de que en el personal de los empleados municipales no se haya ofrecido el caso corruptor de otros países, que han visto convertida la censura teatral en un medio de obtener granjerías fraudulentas de parte de los empresarios de cinematógrafos.
La censura debe ser elevada, prudente, discreta: un espíritu de mojigatería pudiera desnaturalizar la índole de toda reglamentación teatral transformándola en rémora perjudicial para el desarrollo floreciente de estos entretenimientos que difunden la cultura entre todos los centros sociales, desde las clases más pudientes y elevadas hasta las más modestas y pobres.
Tampoco debe olvidarse que el celo natural de cada empresario es una garantía generalmente segura de que sus películas cinematográficas no serán contrarias a los preceptos de la moral y a las exigencias de las buenas costumbres: el interés personal es un estímulo para que los empresarios procuren corresponder a la confianza del público que les favorece; y si en ocasiones, por breves accidentes, puede alguien lucrar en condiciones reprensibles, en la generalidad de los casos el fenómeno es verdaderamente mucho menos frecuente de lo que algunos piensan.
Por otra parte, la acción de las autoridades locales es, por su naturaleza, represiva más bien que preventiva, y mientras no se compruebe de modo fehaciente que algún empresario ha excedido en términos indebidos su libertad de industria que la Constitución Política del Estado ampara y proclama, no debe aceptarse que se pretenda someter a los particulares a un régimen de arbitrariedades sin fundamento legal ni moral.
En todo caso, convendría que la autoridad local tomara la iniciativa en el sentido de colocar la censura teatral, tanto de los biógrafos como de los teatros en general, en manos responzables (sic), que dieran garantías de imparcialidad, de corrección y de altura de propósitos, cuidado de impedir que la reglamentación quedara circunscrita a empleados subalternos de las oficinas municipales, muchas veces sin la ponderación de facultades, ni la cultura suficientes para discernir en condiciones satisfactorias que armonicen las garantías constitucionales y los intereses primordiales de la moral pública y de las buenas costumbres.
Mientras la censura teatral no esté radicada en un personal idónea, y verdaderamente consciente, ella será una arma poderosa (sic), y en todo caso de eficacia muy inferior a la garantía que representa el interés de los empresarios por conservar y acrecentar el círculo de sus clientes.
Últimamente, se ha sabido, por ejemplo, que uno de nuestros teatros, que siempre ha cuidado de corresponder honrosamente al favor público, y que invariablemente se ha asociado a obras de positiva utilidad social, se ha visto sorpresivamente colocado en peligro de que sus puertas fueran momentáneamente clausuradas por la fuerza pública, sin otro pretexto que haber olvidado llenar un detalle de la ridícula reglamentación vigente; y gracias a la superior y oportuna intervención del señor primer Alcalde pudo evitarse un hecho que habría tenido todos los caracteres de un desmán injustificable.
Conviene pues, la censura pero siempre que los teatros no estén expuestos al peligro que envuelve la censura en manos irresponsables, y con recursos tan vituperables como el de una clausura no autorizada por las leyes.