Debió llamarse “Un Argentino en la India”. Hubiera sido lo propio y justo, porque el libreto conserva hasta la manera de hablar de otro lado. El argumento, por lo demás, ridiculiza a los gobiernos de fuerza y la época de la filmación –fines de 1945 y principios de 1946– hace ver a las claras que los argumentistas supieron encontrar motivos para la trama en la dictadura que pesó sobre su país.
Luis Sandrini conjuga gestos y se apodera de las situaciones, provocando la risa fresca y desenvuelta que le es tan característica. Vuelve a ser el muchacho simple y soñador, con inocencia de provinciano; entra en la farsa y sabe sortearla, como solo él sabe hacerlo.
Guillermo Battaglia, detrás de las barbas de un enamoradizo Maharajá, es el único de los demás intérpretes que está a tono con el astro. Desluce en razón de un papel extraño a su capacidad, Rafael Frontaura; María Teresa Squella resulta inexpresiva; Agustín Orrequia exhibe su mesura, haciendo un Gran Visir, y Chela Bon y Horacio Peterson carecen de papeles de importancia.
La técnica supera a todo lo visto. Decorados espectaculares, que se comen a todos los personajes dan realce al trabajo de esta especie más digno de la cinematografía nacional.
La dirección es la falla fundamental, porque carece de inquietudes. Nada aporta y nada deja. Le faltan nervio y espíritu, y resta dinamismo a la secuencia.