Pérez (el personaje) es prácticamente un clon de Homero Simpson: obeso, desaliñado, light a más no poder, sin una gota de disciplina y de un tacto social totalmente nulo y exasperante. Y para colmo, tiene una hija…
Azuzado cual niño endeble por su notoriamente más joven y empoderada amante Marion, sin mayor reflexión ni estrategia (como todo lo que hace Pérez, acostumbrado a resolver en el camino, improvisando) invita a su hija Roma a pasar un fin de semana en una cabaña sumergida en una zona boscosa. Las razones realmente son inescrutables. De ninguna manera se podría creer que quiere reecontrarse o reconciliarse con su hija, la que rara vez vio durante su crecimiento. Su estrechez emocional se lo impide tajantemente, y nada indica que esas sean sus conscientes convicciones. Si alguna voluntariosa motivación al respecto surge es por mera proyección, pues es el espectador es quien instintivamente busca que todo se armonice y adquiera sentido. Sea como fuere, el niño-hombre ni siquiera le avisa a su hija que Marion (“Mario”, la concubina-nana de Pérez, dice Roma), estará presente, lo cual desencadenará en Roma una rabieta de proporciones épicamente soeces.
Educar a tu hijo es enseñarle a no depender de ti. Roma, hija de aquel Pérez, no fue educada, ni por madre alguna (en todo el amplio y complejo espectro del verbo). Además de deslenguada y confianzuda no tiene la capacidad (o la prefiere obviar) de escuchar, empatizar y comprender lo que siente ni lo que provoca con sus incontables pesadeces y patudeces. Pero no es culpa de Roma, no es sólo su culpa, quien aplicando su procedimiento tampoco se inquieta al denostar a sabiendas, aun cuando haya desarrollado cierta “inteligencia”, que con esa virtud justifica el sujeto a Roma, quien nunca lo llama padre, sino Pérez o gorda parrillera.
“Ni sospechaba que la Elisa (Zulueta) podía escribir una carta, ni un e-mail, ni un telegrama, nada. Y de repente nos juntamos; me presenta Pérez, que era un legajo de este porte….lo comencé a leer y era una cosa hecha a mi medida”. (Entrevista a Luis Gnecco en Closer.cl)
La exitosa obra de teatro escrita por la actriz y dramaturga Elisa Zulueta es llevada al cine por y con el mismo elenco y el mismo título, Pérez, que además hizo ganar a su debutante director, Álvaro Viguera, en el pasado Sanfic un premio correspondiente. Luego, no fue solo llevada al cine la estructura y los textos dispuestos con exactitud de relojero sino también parte de cierta economía teatral y varias de sus convenciones espaciales, a pesar de la adaptación. Pérez ocurre en –básicamente- una locación: el living de una cabaña-cuasi-palafito y sus inmediaciones. La función de la cámara, además de encapsular el drama y las emociones, es sobria y no se explotan con mayor hincapié sus posibilidades. La música orienta o parcha lo que de otra manera sería extremadamente angustiante o incluso agotador por su nivel de densidad. Aparte de un par de situaciones donde la poca profundidad de campo brinda valor dramático, mayoritariamente el soporte de registro hace básicamente eso, registrar los -sin duda- magistrales diálogos, crueles y chispeantes, y finalmente acentuar el ritmo que no da respiro. Ahora, esto no es un problema ni interfiere en el desarrollo o asimilación de toda la energía y pasión que se despliega en Pérez, pero si tal vez denota cierta falta de interés en que Pérez sea una película autónoma y no una excelente obra teatral reproducible digitalmente y potencialmente viajera.
En el documental El Edificio de los chilenos, probablemente el personaje más poderoso y digno y al cual uno termina respetando incluso más que el resto (sin importar el despliegue de sentimientos huérfanos de sus pares) es Isidro. Él es quien con un semblante de vigor y conciencia admirable tira por la borda toda la previa y posterior idea acerca de lo traumático, melancólico y negligente que fue la ausencia de los padres (miristas enfocados en su causa armada), que él en cambio aborda sin achaques lacrimógenos. Esto no pasa con Roma, cuyo caso (que tampoco conocemos tan al detalle) la justifica o des-responsabiliza para tomar una postura más diplomática o al menos resolutiva. Incluso hasta por su juventud se le tolera un poco su intransigencia casi netamente hormonal. Lo suyo es un acopio de bombas racimo de algo más brutal aún, que en determinado momento estallará epifánicamente.
Evacuando posiblemente su único recurso disponible, vacuo y obvio hasta el absurdo, Pérez dice en una escena, con aires de viejo sabio: “A la hora de la verdad; tu eres mi hija y yo soy tu padre”. Roma se apacigua un poco, tal vez por agotamiento, y acepta semejante máxima. El padre lo ve todo, pero distingue nada, improvisa –nuevamente- con aquella frase para el bronce y en parte le resulta, por fortuna (igual que a Homero con Lisa).
Se supone que Pérez decidió no estar con su hija, incluso antes de que esta naciera, lo cual sucedió igualmente para su pesar. Pero tal vez, más que decidir, su problema es simplemente no saber en lo absoluto como funciona cualquier cosa, y por lo tanto no querer nada. No sé hasta que punto él decidió algo. La decisiones deberían ser resultado de un cierto grado de consciencia, de proyección. Pérez (personaje) carece totalmente de consciencia de cualquier cosa relacionada a la crianza; lo suyo es la cerveza barata, el relajo, el picoteo (sexual incluso). Ese picoteo constituye el perfil de Pérez que al igual que su panza, no tiene límites ni deseo alguno de enmendar. Su desorden alimenticio es en realidad total y aquel desafuero constituye finalmente el principal y único recurso de Roma. Un desastre.
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*Si algunas de las observaciones aquí expuestas no estuvieron al nivel de Pérez es debido a la deficiente calidad de su copia en el Centro Arte Alameda, la que presenta un sello de agua enorme sobre la pantalla que aparece cada 5 minutos. Además de la relación de aspecto que castra toda la composición original, que es 16:9 (según el trailer).