Ya no basta con rezar, en Revista Mensaje
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Es esta una película extraña. Sin ser una gran obra cinematográfica, despierta, en cambio, una polémica digna de una obra maestra. Debe ser, porque puso el dedo en la llaga y en idioma chileno un problema que –por lo menos a nivel periodístico- parece muy actual: el de los nuevos curas. Haciendo una concesión graciosa a Aldo Francia, su film es abiertamente a favor de los “cristianos para el socialismo”.

Retrata cuatro tipos de sacerdote y gradualmente según sus simpatías –que están con el padre Jaime (Marcelo Romo)- los va describiendo con más o menos ojo crítico. Algo de vitriolo pone en los que quiere menos.

El obispo (Eugenio Guzmán) es un magnate renacentista que vive rodeado de lujo, consciente de su papel de príncipe de la Iglesia. Es un pastor inútil muy alejado de su rebaño y, por eso, se da el lujo de emitir cartas pastorales que condenan el uso del bikini en las playas de la región. La referencia es obvia  y es molesto insistir en ella.

El padre Justo (Tennyson Ferrada) es el párroco que goza de la vida. Sus feligreses son su familia y así los aprovecha. Le deparan las mayores satisfacciones, sea interviniendo como comparsas en sus carnavalescos auto-sacramentales, sea invitándolo a sus repletas mesas, a degustar comidas abundantes y muy bien regadas.

En un escalafón de dignidad una fracción más alta está el padre Gabriel (Leonardo Perucci), que desempeña su ministerio entre los obreros de Valparaíso. Su sentido paternalista del apostolado lo ha llevado, sin embargo, sólo a orientarlos en la fe más que a participar en sus problemas vitales como comunidad de seres humanos con necesidades urgentes por resolver. No ha llegado a hacerse uno más entre ellos, permanece marginado, creyendo que ésta es la única forma de “santificar” sus existencias.

En todo este contexto corrompido, el padre Jaime siente que es llamado a otra misión. Se cansa de ser agasajado  por los feligreses de la parroquia que comparte con el padre Justo y de someterse por inercia al carro festivo y conformista de éste. Se marcha a los cerros del puerto y allí clava la cruz de su nueva Iglesia. Al principio, el mismo paternalismo del cura obrero lo hace desviarse de los que ha elegido como rebaño. Pero, poco a poco, abandona esta actitud. Prueba en carne propia la injusticia de la sociedad que acude a la fuerza institucionalizada para ahogar un movimiento de reivindicación laboral.

Y continúa su propio calvario. Se asquea ante un intento de soborno del que se le quiere hacer objeto. Se siente humillado y capta intensamente el sentido de su vínculo con los necesitados, cuando de dejado libre en el cuartel policial, luego de una redada, sólo por ser sacerdote. Se da cuenta que su compromiso debe manifestarse en hechos más decisivos. Ya no basta sólo con rezar.

Marchando con una brigada de huelguistas el día de San Pedro, en que una parte del pueblo celebra la festividad con los colores del folklore marítimo, son reprimidos por la policía. Han llegado frente al Palacio de los Tribunales. La guardia pretoriana custodia la entrada en lo alto de las escaleras –en una escena que recuerda remotamente la de las escalinatas de Odesa de El acorazado Potemkin (símbolo de la fuerza represiva de un régimen autoritario). En la reyerta, los manifestantes son atajados por la policía, hay disparos de granadas y apaleamientos. El padre Jaime se inclina, coge una piedra, y la lanza con furia contra la fachada del solemne edificio judicial.

La imagen se congela y aparece la dedicatoria del film: “A mis amigos cristianos, por ser cristianos”.

¿Era esta la forma para el tema?

Una temática como la que se expone, debe entenderse reflejada más allá de la calidad intrínseca del film. Como obra cinematográfica es sólo una película digna y de grado artesanal respetable en nuestro medio. Ambientada –como Valparaíso, mi amor– en el primer puerto, permite establecer que Aldo Francia es un cineasta dedicado, más que nada, a destacar la belleza del lugar frente a cuya Feria nació hace 44 años.

A muchos éste parecerá un film irreverente y algo atrasado. Además podrá parecer ingenuo el estilo de diálogo cristiano-marxista que propone. Ello, porque la temática corresponde a la crítica de una Iglesia pre-conciliar. Puede argumentarse que si existen posiciones sacerdotales como las del Obispo y la del párroco Justo, éstas se encuentran en retirada ante el vendaval del “aire fresco” que entró por las ventanas que abrió Juan XXIII en las viejas murallas de la Iglesia tradicional.

Tampoco faltarán quienes encontrarán ajustados a la realidad los planteamientos y críticas de Francia, ya que estiman que la urgencia de la toma de posición de los cristianos frente a los problemas de la sociedad, no permite vacilaciones ni demoras.

Este es quizás el mayor mérito de Ya no basta con rezar. La confrontación de ambas posiciones puede contribuir a clarificar la polémica entre los dos sectores.

Sin perjuicio de ello, quedan los interrogantes fundamentales que deja la obra cinematográfica. Y la respuesta no está en las escenas de la película. ¿Puede un film superficial abordar el delicado tema de la Iglesia actual y sus estructuras? No están señaladas las condiciones del compromiso social de los nuevos curas en una obra que, más que nada, es anecdótica y pintoresquista. El atractivo externo del film ¿no es nocivo para un público entusiasta que tras el colorido no ve realmente el bosque ideológico?