Voto más Fusil, de Helvio Soto
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El último filme de Helvio Soto era esperado con interés, dadas las implicaciones del tema, que trata, directamente acontecimientos políticos recientes, de una u otra manera presentes en la vida de todos los chilenos: la elección de Salvador Allende a la presidencia del país y los sucesos inmediatamente anteriores y ulteriores a esa elección. La película ha tenido una acogida mayoritariamente favorable de público y comentaristas; no obstante, desde un punto de vista cinematográfico, resulta un filme fallido, aunque no absolutamente rechazable, y sobre el cual es preciso formular algunas reflexiones.

Dejemos establecido, en primer término, que Voto más fusil da cuenta del dominio -cada vez mayor- de su autor en el manejo de los elementos de la realización cinematográfica. Es una obra hecha con oficio; técnicamente, una de las mejores que se hayan producido en Chile. Más, aún, hay en ella una solvencia artesanal que es justo señalar: cierta fluidez narrativa, cierta justeza en la descripción de ambientes, una seguridad en la dirección de actores, en el empleo del montaje, etc., que destacan nítidamente este filme por sobre el muy nivel a que nos tiene acostumbrado la escasa producción fílmica chilena. Las objeciones surgen del análisis del plano expresivo, de la diferencia que media entre el planteamiento teórico de determinados problemas o situaciones y la forma de resolverlos cinematográficamente; entre las intenciones, que pueden ser muy encomiables, del autor, y lo que el filme como producto acabado y autónomo de éste dice o significa.

El mayor defecto de la película reside, a mi modo de ver, en una especie de disociación, de divorcio, entre dos planos diferentes que el director pretende relacionar y que no consiguen imbricarse en forma adecuada. Por un lado, el filme trata de ser el análisis de un personaje (o si se quiere, el autoanálisis, en la medida que se trata de un personaje que refleja al autor) que vive una crisis: de un hombre de clase media, comprometido teóricamente con la revolución, pero incapacitado para actuar; del antiguo militante de una época en que, como se dice en un parlamento, “para ser revolucionario bastaba tener un carnet del Partido”. De otra parte, la película de Soto intenta ser un recuento objetivo de los hechos precipitados por la elección presidencial del 70, un testimonio de un momento crítico en la política chilena. Entre el fragor de los sucesos inmediatamente anteriores a la elección se va reconstruyendo la vida de ese personaje central, con un trabajo en distintos niveles temporales, que visualiza momentos de su niñez, de su juventud, de la militancia clan, destina bajo el Gobierno de González Videla, alternados con su vida presente: las relaciones con su esposa, su trabajo en cine publicitario, el abandono de la actividad política, etc. Esta línea de la película se desarrolla hasta un momento preciso: el triunfo de Allende el 4 de septiembre. A partir de ahí, el filme vira bruscamente en otra dirección: los personajes son de pronto abandonados hasta casi desaparecer y se asiste, en cambio, a la “puesta en escena“ de los hechos políticos posteriores a la elección: intento de impedir el acceso al poder de Allende, escalada terrorista de la derecha que culmina con el asesinato del. general Schneider, elección de Allende por el Congreso Pleno.

El hecho que Helvio Soto conscientemente haya concebido este desarrollo, no justifica lo discutible y erróneo del procedimiento. La evolución de unos personajes y el análisis de su circunstancia histórica se frustran en forma arbitraria y ciertos elementos de interés que despuntaban al comienzo, asumen el carácter de trazos a medio terminar, cerrándose toda posibilidad de profundización. De otra parte, el último tercio del filme es aún más discutible, ya que no se pretende la elaboración de un verdadero documental, de utilizar esa inapreciable posibilidad del cine como instrumento de testimonio, que aprehende y registra la realidad para rescatar un instante del tiempo, de la historia, de otro modo irrecuperable. No se trata de esto, sino de una “reconstrucción” de los hechos, de la representación por actores de personajes reales, en una palabra de hacer una especie de “novela política”, siguiendo un procedimiento muy cercano al de los filmes de Costa-Gavras. Concepción, a mi juicio, absolutamente errónea y falsa. El intento de construir los hechos en el estudio y presentarlos envueltos en una atmósfera de realidad lleva a un resultado hibrido y confuso, en que nada es completamente ficticio ni definitivamente auténtico, ya que, no bastará para restituir la realidad insertar unas cuantas fotos fijas o unos pocos planos filmados de los hechos mismos entre otros sucesos inventados, que pueden ser parecidos a los reales pero que no son los reales.

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Se argumentará que era obviamente imposible filmar, por ejemplo, las reuniones de los conspiradores. Pero lo que aquí se cuestiona es otra cosa, es la validez de una solución cinematográfica determinada. Una posibilidad más seria era realizar un documental propiamente dicho, un filme de montaje, utilizando los documentos y materiales disponibles, como lo ha hecho el cubano Santiago Alvarez en Cómo, por qué y para qué se asesina un general, que sin ser su mejor filme, en todo caso es perfectamente coherente y definido en sus objetivos. Por lo demás la opción elegida por Helvio Soto lleva, como era lógico suponerlo (y como ocurre en La confesión o Z), a toda clase de simplificaciones e ingenuidades. Asi, toda la organización del Movimiento de Izquierda Revolucionaria se reduce a Marcelo Romo y dos amigos, quienes, recorriendo las calles de Santiago en automóvil, descubren y frustran el plan sedicioso montado a escala nacional. De otra parte, las apariciones, cada vez más esporádicas de los personajes se limitan a unos diálogos explicativos que tienen por objeto aclarar, para el espectador, lo que está ocurriendo en la parte “documental” de la película.

Es una lástima que Soto malgaste su oficio construyendo unos filmes en que el peso de sus intenciones ahoga cualquier intento de entrega de un mundo personal. En Voto más Fusil, como sucedía en Caliche sangriento, lo que se pretende expresar está introducido a la fuerza, en diálogos molestamente explicativos, que se sienten falsos, superpuestos y ajenos a una estructura dramática de otra índole. En vez de dejar libres a sus personajes, de definirlos por sus conductas, Soto insiste en hacerlos recitar parlamentos en que se explican a si mismos o entregan el punto de vista del realizador sobre las situaciones que viven. Y es una lástima, repetimos, porque el grado de dominio que éste ha alcanzado en su oficio debiera conducir a una expresión mis persona y válida, que por momentos se atisba en este filme. Creo que, lejos de este forzamiento conceptual, su registro más propio es otro muy distinto: cierto sentimentalismo, cierto intimismo que aflora en los aislados momentos más convincentes de Voto más fusil (en general, los momentos de relación de la pareja Patricia Guzmán-Leonardo Perucci). El breve plano, por ejemplo, en que Perucci contempla desde la ventana de su departamento a un organillero, cuya música nostálgica le hace evocar su niñez, contiene más cine y se percibe más auténtico que muchos largos parlamentos discursivos y “comprometidos”.

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Es así como el verdadero compromiso que imponía la película y que se abandona a mitad de camino, era aquel del autor con su personaje. Sin embargo, y defraudando las expectativas que abría en un principio, Soto lo abandona justamente en el momento que debía profundizarlo, para entregarse a ese discutible “testimonio” a lo Costa-Gavras. Con ello se invalida lo que pudo ser un buen filme, que, a partir del análisis de la conciencia de un hombre, entregara una visión de la evolución social y política de Chile durante los últimos treinta años.

No obstante, debemos reiterar que estas objeciones se plantean sobre un determinado nivel, partiendo del presupuesto de la eficacia y validez del trabajo del director sobre otros aspectos de la realización, que sería injusto desconocer. Media un abismo entre la seriedad del acucioso trabajo artesanal de Soto y los productos, primitivos hasta lo ridículo, de Becker o Covacevich. Hay en este filme una soltura, una flexibilidad, que se advierten en el buen juego de los actores, en el manejo de acciones simultáneas, en la fluidez con que se lleva el relato. Cualidades que nos hacen esperar de Soto la obra en que se equilibren su saber hacer cinematográfico con una entrega más plena a lo filmado, con el abandono de unas rigideces conceptuales y de intenciones demasiado obvias, que hasta ahora, le han cerrado la posibilidad de una auténtica expresión.