Valparaíso mi Amor, de Aldo Francia
Películas relacionadas (1)
Personas relacionadas (1)

Que Valparaíso tenga un lugar de privilegio también en el cine no es nada de raro. El puerto es de esos lugares que para donde se gire la cámara hay belleza, aun en la pobreza. Pocas son las ciudades nuestras que gozan de ese privilegio por el que pueden ufanarse de tal logro, espontáneo, surgido no de una oficina de planificación, de inteligentes y cultivados urbanistas, de intenciones concientes. Valparaíso es hija de su geografía y de la gente que se ha adaptado a ella mirando el mar. Probablemente por ahí es que se puede explicar parte del atractivo del que sigue gozando Valparaíso mi amor, la bella película de Aldo Francia que ocupa un lugar de privilegio entre las obras mayores del cine nacional.

Basada en hechos reales y filmada con intérpretes del lugar y algunos actores profesionales fundidos a la perfección con su entorno, la película ha ganado mucho con el tiempo, porque le ha otorgado un mayor espesor a un relato que púdicamente pareciera evitar todo acento que pudiera mancillar su voluntad testimonial.

Su grandeza y sus límites coinciden en la zona limítrofe entre el documental y la narración dramática. Al evitar inclinarse por una opción la película queda suspendida entre el retrato y la denuncia de un estado de cosas. Algo que el neorrealismo italiano enfrentó con guiones sólidos, pero conducidos por cineastas narradores. Aquí el guión es muy prudente en no penetrar en una dinámica de causas y efectos, opción arriesgada y no siempre triunfante. El costo es dejar a los personajes a la deriva de motivaciones que desconocemos, excepto en lo que tienen de determinante social. Por otro lado a Francia, con experiencia de documentalista, lo dramático no se le daba tan fácil. Sus mejores momentos son aquellos en que se describe una situación más que cuando ésta se vuelve conflicto. Por eso no funciona la reacción histérica de la comadre ante la joven Antonia que llega tarde a casa. O la escena con los desagradables periodistas. Pero en cambio toda la descripción de los traslados del padre dentro la cárcel alcanzan una intensidad cinematográfica notable. También la transición entre el lento subir del ascensor y el entierro del niño da cuenta de un lenguaje sobrio y eficaz para enfrentar la parte más peligrosa del relato, es decir, aquella en que la emoción fácilmente podría desbordarse hacia el exceso.

valparaiso1.jpg

Colaboración inestimable en los logros mayores de Valparaíso mi amor es la del director de fotografía y camarógrafo Diego Bonacina, cuya cámara fluida e intimista pareciera ser la adecuada expresión de un narrador comprometido completamente con los personajes de su relato. Pero no se trata de un ejemplo de simple eficacia técnica, sino que de un aporte estético de primer orden, que no desdeña el virtuosismo del extraordinario plano-secuencia que acompaña al protagonista desde la notificación de su condena hasta ser subido al vehículo policial. Nadie ha intentado algo tan audaz en nuestro cine y menos con un resultado tan sobriamente expresivo, tan humilde y grandioso en su voluntad de transmitirnos la vivencia de lo que muestra, más que en asombrarnos por cómo lo hace. Quizás aun más que en Tres tristes tigres la cámara de Bonacina alcanza aquí una responsabilidad central en el logro estético de una película jugada completamente al realismo, sin que ello signifique, (como después a menudo ha sucedido) abdicar de las posibilidades de la belleza.

Aunque a ratos eficaz el recurso de la voz en “off” por su reiteración se vuelve fastidioso, lo que nos recuerda la precariedad de los medios técnicos de una época en que una película como ésta sólo podía realizarse recurriendo a expedientes no siempre felices. La carencia acústica de ciertos ambientes y los insertos musicales hoy resultan forzados por las mismas razones. Forzados, pero de todos modos inolvidables.

Cuarenta años después la película se presenta monocorde en su eterna melancolía, demasiado seria en sus explícitas intenciones, y por lo tanto, algo predecible como documento social. Pero si pensamos que alternativas no existen, podemos agradecer eternamente su realización, la que dejará para el futuro un cuadro entrañable e irrepetible de verdad cinematográfica porteña.