Fue un día cualquiera, hace como cinco o seis años. Me conseguí el teléfono de Ricardo Larraín y lo llamé para ver si podíamos conversar acerca de El entusiasmo, su segunda película.
Me preguntó si era una entrevista formal. Le dije que no, que había visto el filme en una pasada por TVN y que me había quedado con demasiadas dudas. Que si era tan amable de explicarme que había pasado ahí, porque no podía creer la forma en que se había silenciado su circulación.
Estaba más que preparado para una negativa. A algunos directores no les gusta hablar de las películas que no conectaron, por mucho que estas se reivindiquen con el tiempo o se relean en otros términos, sobre todo en el caso de algo como El entusiasmo: estrenada con mucha fanfarria en 1999, fue el filme más esperado de esos años. El regreso al largometraje del director de La frontera, cinta premiada en Berlín y relato clave en los inicios de la transición a la democracia. Incluso el propio Larraín tenía claro que su nueva cinta era una suerte de respuesta a la anterior: si la primera había transcurrido en Puerto Saavedra, en plena zona sur, El entusiasmo estaba marcada por la sequedad y soledad del desierto. Si La frontera narraba la natural y necesaria reinserción de un relegado político con su entorno, el nuevo filme era la historia de alguien que poco a poco va cortando sus lazos con su tierra y su gente, para comenzar a ocuparse de sus propios intereses; de tal suerte que al reflejarlas una con otra, como en un espejo, cada película se convertía en el reverso de la otra. ¿Había sido esa la intención desde el principio? ¿Tendría ánimo Ricardo, de hablar del asunto?
– Por supuesto que sí. Qué bueno que viste El entusiasmo, es tan poca la gente que ha tenido esa oportunidad. ¿Cuándo te gustaría venir?…
Quedé de visitarlo en su oficina de Ñuñoa, una tarde de esa misma semana. No pensé que iba a ser tan fácil, si apenas nos conocíamos. Tampoco se me ocurrió preparar preguntas específicas. No iba disfrazado ni de periodista ni de crítico sino todavía intrigado por el cuento de Fernando (Alvaro Escobar), un profesor de historia de veintitantos que abandona la capital para irse a Arica, con su mujer e hijo, para crear una empresa de turismo que le saque partido al legado cultural del desierto. No es el único con esa idea: en el camino se encontrará con Guillermo (Alvaro Rudolphy),un amigo fotógrafo que ahora se gana la vida vendiendo reportajes para canales extranjeros que compran notas sobre pueblos originarios, hallazgos arquelógicos y casos de derechos humanos. La hace un poco a todo, y si le llega a faltar material; bueno, lo inventa. Nadie quiere detenerse en este Chile «entusiasmado» de los primeros días tras la dictadura, y menos Guillermo, quien de emprendedor turístico acaba convertido en dudoso especulador inmobiliario, habilitado no se sabe si por empresarios extranjeros, partidos políticos o mafias locales. Lo cierto es que a este visionario que soñaba con un país lleno de posibilidades, se lo traga el desierto, como a tantos otros que lo precedieron, como a un buen puñado que vendrá.
Mientras veía la película no podía evitar pensar en la Concertación de mediados y fines de los años 90. En las privatizaciones, los capitales de empresas españolas, en la era de Frei y Lagos. La forma en como mucha gente se comprometió con el modelo, para luego sentir amargura y desengaño, la sensación de haberse quedado abajo del tren o de ni siquiera haber sido invitado a la fiesta. En general, los críticos alegan porque según ellos nuestro cine rara vez da cuenta de esos momentos de cambio, esos puntos de inflexión donde se juega el futuro no solo de los personajes de esa ficción sino algo más grande. Pero en El entusiasmo estaban ahí, claritos. Convengamos que no es, ni de lejos, una película redonda; pero su diagnóstico, efectuado en tiempo real, mientras el país cambiaba sin transar, era escalofriante y certero. Insólito por su tremenda lucidez.
Cuando le dije todo eso a Ricardo, sonrió. Se acomodó en su asiento, me ofreció té y nos pusimos a conversar, largo y tendido. Su oficina no era demasiado grande, pero los ventanales sí y por ellos entraba un sol dorado, como ese que se divisa en algunos planos de La frontera.
«No creas que fue algo fácil de digerir», me dijo. «Me demoré mucho en poder procesar los efectos de esta película. En cierto modo, todavía lo hago».
Según él, al principio no había dobles lecturas o intenciones. Tenía, eso sí, muy claro que quería hacer una filme en el norte, para contrastarlo con los paisajes sureños del anterior, pero el personaje de Guillermo no era en el papel ni un empresario ni un concertacionista o un símbolo de algo. Era alguien que se extraviaba a mitad de camino, pero que -en vez de corregir rumbo- avanzaba ciego hacia adelante. Ni siquiera alcanzaba a darse cuenta que se había extraviado. «Ahora, no es que yo estuviera haciendo un manifiesto sobre mi generación ni mucho menos. Lo fuerte es que esa percepción me cambio después del día del estreno, en el cine Gran Palace».
Fue una función a todo trapo y a sala llena, pero con un efecto extraño, según Larraín. Muchos de los invitados que al principio se veían felices y habían aplaudido todos los discursos, a la salida se fueron mudos. ¿La película les había pegado donde les dolía? Quién sabe. Lo cierto es que corrieron los días y ese silencio continuó, como si la gente se resistiera a hablar del asunto, como si los temas de la película fuesen algo incómodo e inquietante, especialmente en el marco de una país que ya estaba «en otra», mirando el futuro, concentrado en crecer y generar recursos en el umbral del milenio. Era otro Chile y, la verdad, otro cine. Las salas estaban repletas con otra película chilena: El chacotero sentimental, que entretenía, recogía elogios y anticipaba una ola de comedias populares. De El entusiasmo, ni hablar. Había pasado por el Festival de Cannes, pero en los cines apenas. Caso cerrado.
«Era como si el filme no hubiera existido. Y de inmediato te pones a pensar por qué, hasta que un día lo dejas y pasas a lo que viene».
Lo que venía, en este caso, era una cinta ambientada en el centro de Santiago, en el mundo de los cités. Larraín llegó a escribir un guión, pero la energía del proceso se disipó y su trilogía geográfica en cierto modo quedó trunca. ¿Nunca le dieron ganas de volver a retomar la idea? ¿O la herida, años más tarde, todavía estaba abierta?
La pregunta se contestaba por sí misma: para entonces, Ricardo había apelado a su sentido del humor, al filmar Chile puede, con Boris Quercia, y estaba totalmente concentrado en su primer telefilme sobre O’Higgins. Se había redefinido como persona y como cineasta. Sin rencores ni falsas nostalgias. El puente hacia la era de El entusiasmo se había abierto con extraordinaria generosidad y cariño hacia esos extraños días, pero la tarde se terminaba y la visita también. Era momento de dejar al pasado descansar.