La teoría del cine es un proceso que, si bien establece ciertos parámetros para la comprensión de la imagen móvil, también nos permite observar de manera detenida ciertos fenómenos dentro del cine que no vemos a simple vista. Es en ese desentrañamiento donde mucho de lo que vemos y escuchamos están situados en lugares ínfimos que nuestros sentidos son capaces de captar y nos marcan a nivel inconsciente, pero no somos capaces de revelar en una primera instancia.
Las especificidades de esto pueden ser pesquisadas en distintos ámbitos. Siegfried Kracauer (1889 – 1966) establece elementos desde donde podemos deshilvanar la presencia de “lo pequeño y lo grande” en varias filmografías a través de los años. Estas dos características pueden ser observadas en muchos creadores contemporáneos, entre los cuales se destaca el chileno José Luis Torres Leiva (1974), cuya cinematografía se establece como un espacio en donde, según señala el crítico de cine Hernán Silva: “(El autor) vacía el cuerpo de su guion y elude todo aquello que no es esencial para el relato de manera minimalista, en una operación que privilegia el despojamiento expresivo sin por ello perder las reflexiones sobre la soledad y la relación de los otros con las soledades individuales”.
Estas soledades a las que Silva hace referencia forman parte también de esos “mundos mínimos” que conforman en gran parte la medida del cine de Torres Leiva. Más allá de su potencial interés por lo íntimo y lo cotidiano, hay una operación que busca lo invisible, y lo hace saltar sobre nuestros ojos para clavarse en nuestro inconsciente. “Cuando examinamos una imagen fotográfica, ya sea fija o en movimiento, hay una determinada cantidad de elementos secundarios que se hacen notar rápidamente”, tal como señalara Raúl Ruiz en sus Poéticas del cine: Imágenes que se cuelan en la superficie y que generan otras percepciones, otras formas de lectura de lo que estamos viendo. Esta manera de enfrentar el cine y sus dispositivos pueden ser observados también desde distintos puntos de vista, los que pueden darnos destellos sobre la manera en que opera la filmografía de este director, estableciendo la hipótesis de que esta se constituye como un trabajo de autor a través de elementos bien claros y que confluyen sobre lo que llamaremos, las “historias mínimas”: Su mirada sobre lo sutil y lo frágil, el espacio y el tiempo, el cuerpo y sus intimidades, la presencia de objetos, el uso de sonido y la sensorialidad. Para efectos de este ensayo, y en consideración a la extensa carrera del director en cuestión, revisaremos algunos elementos de sus películas El cielo, la tierra y la lluvia (2008), Verano (2011), El viento sabe que vuelvo a casa (2016), El sueño de Ana (2017), Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (2019) y Alicia soñó con un faro (2021) y, a la luz, principalmente, de la teoría del cine de Kracauer y las revisiones al respecto de Miriam Bratu Hansen, y los aportes de Michel Chion respecto al sonido en el cine.
Aprontes a lo pequeño y lo difuso
Lo mínimo y lo difuso tienen particularidades específicas que han intentado ser cubiertas por la teoría del cine de maneras disímiles. Béla Balazs reflexiona al respecto, señalando que “los primeros planos son el territorio más específico del cine. En los primeros planos se abre el territorio virgen de este nuevo arte. Se habla de “la vida pequeña”, pero también la vida más grande está compuesta por esta “vida pequeña” y agrega que “la lupa del cinematógrafo nos acerca las células individuales del tejido de la vida”.
Siegfried Kracauer logra hacer una reflexión que incluso puede ir más allá. Comentando acerca de la presencia de una famosa actriz en una película clásica, hace hincapié en un primer plano que muestra sus manos. “Aisladas del resto del cuerpo y enormemente ampliadas, esas manos que conocemos se trocarán en organismos desconocidos, vibrantes de vida propia. Los primerísimos planos metamorfosean sus objetos al magnificarlos”. Desde aquí, el dispositivo de ampliación o miniaturización de lo que vemos opera como un doble opuesto, en donde uno depende de otro para poder expresar su existencia.
Este acercamiento, en donde lo más pequeño puede abrir espacios para la comprensión de un mundo mayor, se asemeja mucho a las decisiones que Torres Leiva lleva a cabo en su cine, concretamente en películas como El cielo, la tierra y la lluvia o Verano. En la primera de ellas, el constante deambular de una de sus protagonistas transforma el movimiento en una letanía, un círculo sin fin, que nos lleva por caminos sinuosos en donde todo lo que la rodea cobra distintas vidas, mientas que en Verano, los personajes aparecen perdidos en sus pensamientos, al tiempo que son capaces de establecer relaciones desde lo íntimo, hasta dar lugar a estructuras que prácticamente salen de ellos. Ahí es donde nuestra experticia como espectadores nos obliga a completar la imagen, operación que no siempre se logra, dada la naturaleza de esta forma de instalar las lógicas cinematográficas, las que si bien, tal como exige Raúl Ruiz respecto a los inconscientes fotográficos, no responden a procesos que se han visto antes – Torres Leiva escapa de lo que podríamos llamar “previsible”- sí generan una curiosa – sorprendente, más bien – sensación de verosimilitud que permite la empatía del espectador frente a dichas estructuras.
Una aproximación minuciosa desde la cámara permite que la observación del espectador pueda concentrarse y ser guiado por el lente del director. Sin embargo, muchas veces esa aproximación hace que los contornos de lo que vemos se vuelvan imposible de aprehender. La difuminación de los elementos – y como veremos más adelante, los cuerpos, los objetos, la vida – está presente en las películas de Torres Leiva como una conciencia que mueve los límites de la materialidad.
El tiempo, el lugar, la geografía
Cuando repasamos a Torres Leiva y sus películas, podemos pensar en una evolución que jamás ha perdido su columna vertebral: una especie de nostalgia y sensorialidad que conversa con la forma en la que transcurre el tiempo y que puede transmitirse a través de la pantalla. Su acercamiento a los objetos e historias mínimas son reconocibles en sus historias porque, precisamente, Torres Leiva entiende esto como motor a la hora de dar carne a su cine. Tal como señala en una entrevista con la revista La Fuga “Sentía que, si uno grababa en segundos una imagen, un espacio, una habitación, una calle, lo que uno iba a percibir como espectador era una calle o una casa. Si, en cambio, la imagen se sostenía más allá de lo que uno está acostumbrado de ver en una película, esa casa y esa calle toma otra percepción que tiene que ver con, quizás, qué es lo que ha pasado en esa calle, qué es lo que ha pasado anteriormente en esa casa. Empieza a surgir la historia con respecto a esos espacios, también respecto a esas personas”. En este caso, es el tiempo el que permite que el espectador complete la imagen, extendiendo su relación y con esto, las posibilidades de expansión de ésta.
¿Qué tan importante es el manejo del tiempo y el espacio en un cine como este? Si observamos dos obras de este autor que conversan entre sí, podemos ver como la operación expande o recoge el tiempo y la imagen de manera que una y otra pueden leerse a través de ellas. Es el caso de El sueño de Ana (2016) y Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (2019), en donde la primera sirve como apronte para la historia que se desarrollará en la segunda, como una especie de fast forward de lo que veremos después. Aquí, también podemos vincular el tema de la mirada sobre lo mínimo, asumiendo al cortometraje El sueño de Ana como una semilla que posteriormente se desplegará en Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Nuevamente, lo mínimo, lo casi imperceptible se hace presente para la observación de quienes logran encontrarlo.
Con todo, los espacios nos son algo casual ni antojadizo. Antonia Girardi nos señala en uno de sus estudios sobre el territorio del cine documental, y que puede aplicarse en este caso, que “Vívida y en movimiento, la geografía deja poco a poco de ser una dimensión abstracta o fantástica a la que sólo la razón científica y la imaginación desbordada pueden acceder. Capturada y cercana en tanto huella visible y audible de lo real, la geografía se despliega como un reservorio de imágenes y sonidos dispuestos para su inventario en la retina y el imaginario”6. Los espacios, en este caso vinculados íntimamente con la geografía, conforman no solo un lugar o un escenario para la acción, sino que sugieren un cúmulo de recuerdos y sensaciones que afectan a los personajes y por relación, a los espectadores. Si pensamos en el documental híbrido7 El viento sabe que vuelvo a casa, las acciones de su protagonista están dadas por el lugar que visita, los paisajes que observa y la sensación traspasada a los espectadores acerca de estar enfrentándose a un territorio perdido, que escapa de toda lógica conocida y que, además, contiene su propia mitología, una que resulta imposible de quebrar.
Sobre los cuerpos y sus surcos
Lo mínimo también está presente y conforma a los cuerpos. Vivimos en una estructura social en donde lo corporal y el acercamiento a esto está lejos de ser aceptado de manera amplia. Por lo mismo, los recorridos que pueden hacerse sobre éstos hacen que existan descubrimientos sobre ellos que se enfocan en lo material, dando paso de manera casi imperceptible a lo estrictamente sensorial8 y que, tal como veremos más adelante, puede depender de una serie de medidas sonoras para su transformación.
Retomemos el cortometraje El sueño de Ana. Tal como indicamos antes, este cortometraje puede observarse como un acto seminal que dará paso a otra obra, una capaz de explorar y hacer foco en cada uno de los pequeños elementos que se contienen en ella. El argumento de dicho cortometraje es el siguiente: Ana nos cuenta un sueño que ha tenido con su pareja, quien ha fallecido recientemente. El sueño, relatado como si fuera un diario de vida, nos lleva por los caminos que componen sus recuerdos, sus antiguas vivencias, sus momentos de intimidad y la sinuosidad de una historia que, de alguna manera, está destinada a un final no abrupto, pero no menos doloroso por su espera. Aquí, la centralidad del cuerpo es fundamental. “Lo primero que vi de ti fue tu nuca” dice Ana, mientras el director nos muestra la imagen de la pareja de nuestra protagonista. El cortometraje irá acercando cada cuerpo (el de Ana y su pareja) a medida que pasa el metraje, con lo que nosotros – los espectadores, algunos más emocionados que otros – también participaremos de esa intimidad, casi como parte de ella, pero sin interrumpir, como si nuestra vista fuese lo único capaz de dotar de realidad a esta historia.
El problema de los cuerpos en pantalla es, precisamente, la extraña incapacidad del cine de mostrarlos con afecto. El cuerpo que vemos no es simplemente una parte de algo; suele ser parte de alguien. En el caso de este cortometraje, hay una decisión que escapa de esta lógica. El director exige que nos incorporemos en la vida de sus personajes, que recorramos la vida con ellos, que eventualmente seamos ellos. Ana nos dice lo que recuerda para que nosotros también lo recordemos. Y por supuesto, cómo no hacerlo.
En contraposición, Verano nos muestra otra aproximación a los cuerpos, haciéndose más consciente de su materialidad. Un grupo de personas visitan un complejo de termas durante sus vacaciones. Entre distintas vías y problemas centrales, Torres Leiva se enfoca en la textura de los cuerpos que emergen entre humedades, polvo y elementos que difuminan su presencia. Insectos que se acercan a lugares del cuerpo, que a primera vista no podemos reconocer y que estamos obligados a ver. En este caso, no compartimos el sentimiento de los personajes; más bien, nos desligamos de lo que ellos son para que nosotros mismos podamos decidirlo. La habilidad de Torres Leiva para hablar desde ambos lugares, es solo una muestra de la profunda curiosidad del autor por todo lo que le rodea y la manera en que puede traducir esa curiosidad a los espectadores.
Materialidades y objetos
“El cine no solo tiene la capacidad de exhibir objetos en su cosidad y plasticidad material, de hacernos visibles, sino de conferir al mundo supuestamente muerto de las cosas cierta forma de discurso” nos dice Miriam Bratu Hansen, refiriéndose a varias de las ideas que comparte Kracauer, tanto como parte de sus teorías como en sus críticas de cine. De hecho, la misma Bratu Hansen cita a Kracauer en una de sus críticas, acerca de Thérese Raquin (1928), de Jacques Feyder: “Cada pieza del mobiliario lleva consigo la carga de los destinos que allí se han desplegado en el pasado. Hay una cama doble, un sillón alto, platos de plata; todas esas cosas ofician de testigos: están visiblemente imbuidas, de sustancia humana y ahora hablan, a menudo mejor de lo que podrían hacerlo los seres humanos”
Esto que aparece casi como una condición sine qua non del cine, no es del todo simple. Un objeto puede ser un detonante o una visión; jamás imperceptible, la materialidad de este irrumpe muchas veces entre visiones fantasmales. Los objetos, tal como expresa Bratu Hansen, no son solo parte del decorado – en nuestras vidas tampoco lo son – sino que cargan con una parte de la expresión de lo que somos. Un vaso de agua cobra distinta significancia en las manos de un corredor entusiasta tras una carrera o alguien que debe ingerir medicamentos para permanecer despierto. Los objetos conversan entre sí y con los personajes, con sus entornos y sus lugares.
Llama la atención como estas materialidades pueden exponer su biología, hasta transformarse en algo que nos puede parecer vivo. Kracauer señala que “En su preocupación por lo pequeño, el cine es comparable a la ciencia. Al igual que ésta, descompone los fenómenos materiales en partículas minúsculas, sensibilizándonos así ante las enormes energías acumuladas en las configuraciones microscópicas de la materia”.
Podríamos decir que entre las películas que hemos escogido para este análisis, Alicia soñó con un faro opera desde esa lógica de una manera mucho más sutil que en otras películas del director. La centralidad de la imagen es notoria: El relato de la protagonista – se opta por la voz en off y el modelo epistolar – es menos importante que las llamadas de atención de la cámara sobre la presencia de fotografías, grabados, dibujos, palabras que se escriben, la taza en donde Alicia puede beber su café, una copa de vino que rehúsa tomar en la mañana. Aquí, Torres Leiva hace realidad lo propuesto por el mismo Kracauer, en donde señala que “al emplear esta libertad para sacar a la palestra lo inanimado y convertirlo en el conductor de la acción, el cine no hace sino destacar su peculiar inclinación a explorar toda la existencia física, sea humana o no”. Todo esto no es más que una serie de conocimientos que el personaje puede o no tener sobre ella misma, pero que nos dan una idea de quien es ella, de algunos de sus procesos, de sus temores y claro, de sus obsesiones, como en este caso, un faro que espera paciente a que se cuente su historia, en una foto fija que podemos mirar y que nos devuelve la mirada. Una foto fija que nos dice que tenemos que detenernos, al igual que Alicia y su mundo aséptico.
Fijar en la fotografía, fijar en el cine
Uno de los peligros a los que nos enfrentamos quienes vemos y disfrutamos cine, es el constante acecho de la ilusión de realidad que éste nos puede plantear, como si efectivamente la cámara pudiera hacerse cargo de lo que sucede allá afuera. Fotografía como método para explicar la realidad, pero también, fotografía como medio para no olvidar.
¿Podemos confiar en la fotografía antes que en la memoria, o mejor dicho, en la fotografía como complemento de la memoria? Bratu Hansen nos pone en alerta al respecto: “’Las fotografías quisieran desterrar, a través de su acumulación, el recuerdo de la muerte que está presente en cada uno de los recuerdos de la memoria’. No obstante, cuanto más intenta inmortalizarse el mundo como ‘un presente susceptible de ser fotografiado’, más fracasa en el intento: ‘Podría parecer que está a salvo de la muerte, pero en realidad es presa de la muerte’”.
Si hay una relación entre memoria e imagen, es precisamente su tipo de soporte. Ninguno de los dos está destinado a durar para siempre. Los soportes técnicos pueden fallar al exponerse a cualquier fuente magnética o de calor. La memoria puede ser cambiada, modelada, enseñada o aprendida dependiendo del lugar, del interés, de la maquinaria externa. Aquí, en El viento sabe que vuelvo a casa, esto se hace aún más patente. El documentalista Ignacio Agüero busca infructuosamente, en una isla del sur de Chile, la raíz de una historia que parece inventada por él mismo. Se la cuenta a lugareños de la isla: nadie sabe de qué está hablando. En cambio, recibe historias de todo tipo. Él insiste en su búsqueda. Lo que los espectadores podemos concluir es que hay una decisión de parte de nuestro personaje por fijar una memoria inexistente en la cabeza de quienes hablan con él (en nuestra cabeza como espectadores también). Las imágenes que instala son mentales, pero, de todas maneras, pueden horadar la conciencia de quienes lo escuchan, tergiversando la realidad, a la cual jamás tenemos acceso real.
¿Puede esto ser comparable a la idea de “lo pequeño” que señalábamos al principio? Podemos pensar que hay una decisión respecto a esa posibilidad de cambiar las percepciones de quienes se acercan a la historia que nos cuentan y/o a la pantalla que nos guía. Elementos que, de alguna manera, son capaces de cambiar la estructura mental de quienes observan de manera consciente o inconsciente. Elementos que casi caen de la fotografía, casi caen de la toma cinematográfica.
Sonidos que se encuentran
Decimos, erróneamente, que el cine de José Luis Torres Leiva es un cine “sin banda sonora”, pero esto no es del todo atendible. Si bien la música extradiegética no forma parte de sus mundos, hay una compilación permanente de sonidos que acompañan sus imágenes, y que las nutren de tal manera que termina convirtiendo sus películas en experiencias sonoras y sensoriales – principalmente esto último – en donde es justamente aquello captado en medio del silencio lo que permite que formemos parte de la ecuación.
Según indica el sonidista Claudio Vargas Cornejo – un habitual en el equipo de trabajo de Torres Leiva-, una de las características más importantes de este cine es la presencia del sonido de la voz y el ambiente en una jerarquía similar, asumiendo a la voz como un mecanismo más dentro del paisaje, lo que, a su vez, permite que ambos elementos se conviertan en una gran comunión de sentidos. Esto genera un quiebre en la forma en la que percibimos el cine, que según el teórico Michel Chion es vococentrista: un universo en donde la voz es lo que capta nuestra atención, respondiendo, según Chion, a la conducta del ser humano, en donde las reacciones de éste se fijan en una primera instancia en lo vocal.
Esta forma de establecer el sonido nos permite, además, repensar en el problema del tiempo y el espacio. Siguiendo con Chion, el teórico establece una diferencia importante entre la vista y el oído, indicando que “en un primer contacto con un mensaje audiovisual, la vista es, pues, más hábil espacialmente y el oído temporalmente”. Esto nos lleva a un efecto que no siempre podemos captar en primera instancia: Muchas veces el sonido puede impactar lo que vemos, hasta el punto de ralentizar la imagen, mientras que, por el contrario, el sonido puede verse reducido a un lugar, cuando puede haber sido pensado para un espacio más abierto.
En Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, el autor opta por una operación que, de alguna manera, suspende el tiempo de la película para dar paso a dos historias que completan las sensaciones que nos provoca la historia central. Ambas historias – una mujer mayor encuentra a una niña salvaje, un hombre tiene un encuentro con otro, descubriendo en él al gran amor de su vida – establecen, más allá de la vida de las protagonistas, una salida al mundo natural, entendiendo de esta forma que estos “cuentos” son los que pueden conectar la vivencia de la pareja central con el exterior, estableciendo una correlación entre el mundo “de afuera” y las sensorialidades que se presentan al interior de su relación amorosa.
Esta búsqueda de lo sensitivo a través del sonido no está dada exclusivamente por el paisaje, sino que también por espacios que se presentan en y entre la pareja protagonista. La vida privada de ambas habita en silencios que son interrumpidos muy pocas veces, escuchando el sonido de una caricia, un susurro, una música a lo lejos o la propia voz de Ana, quien al mismo tiempo recita las palabras de las dos historias que irrumpen en la narración. Aquí, esos sonidos, apenas captados, permiten también expandir el tiempo, entendiendo la necesidad de Ana de que esos momentos no se acaben jamás.
Liberarse de un mundo que se diluye
Quienes asistimos a los dos grandes hitos de nuestra historia reciente – La revuelta social, la pandemia mundial de covid – no podemos evitar sentir una especie de pesimismo que ya hace alrededor de 100 años, Kracauer era capaz de observar en relación con el cine y la cultura de masas. Un adelanto de “el fin del mundo”, en donde, según Miriam Bratu Hansen, “en un primer momento, celebra el cine como el medio ideal para un mundo en decadencia: por tratarse de un discurso que es sensorial y reflexivo al mismo tiempo, resulta singularmente adecuado para capturar la experiencia de un mundo en desintegración, ‘vida privada de sustancia’”. Ya que el mundo está por diluirse, al igual que sus habitantes, las presencias fantasmagóricas del cine no hacen más que afianzar esa idea. Misma idea expresa Máximo Gorki en su famoso texto El reino de las sombras: “Todas las cosas –la tierra, los árboles, la gente, el agua y el aire- están imbuidas allí de un gris monótono. Rayos grises del sol que atraviesan un cielo gris, grises ojos en medio de rostros grises y, en los árboles, hojas de un gris ceniza. No es la vida sino su sombra, no es el movimiento sino su espectro silencioso”.
Frente a un pesimismo – bien habido – que en 120 años de cine no nos ha abandonado, hay una especie de rebeldía de parte de nuestros cineastas contemporáneos, que se resisten a aceptar el fin de los tiempos. Cuando vemos el cine de Torres Leiva, es posible comprender eso. Su obsesión por mostrar aquello que puede ser apenas perceptible pone en relevancia todo eso que damos por sentado y que no asumimos como un gran evento. Las grandes épicas no forman parte de su cine, porque de alguna forma, tampoco tienen cabida en ese lugar y porque, ante todo, es necesario liberarlas del “reino de las sombras”.
Las películas que han sido vinculadas como parte de este texto comparten en buena medida el concepto de que esas cosas que a veces parecen no estar ahí, y que saltan sobre nuestro subconsciente, son las que pueden cambiar nuestra percepción del mundo. El sonido de un aleteo, un crepitar que viene de algún lugar que no conocemos, una toma en medio de la nada para mostrar una hoja que cae, es precisamente lo que permite que la imagen móvil tome su lugar en nuestras vidas. Sin embargo, esas historias mínimas, esas que parecen no interesarle a nadie en primera instancia son las que mejor pueden vincularnos y provocar nuestra empatía como espectadores.
Torres Leiva busca a través de sensaciones, miradas, objetos escondidos y sonidos que completan las imágenes que vemos, establecer una forma de hacer cine que se acerca a la autoría desde una mirada intensamente centrada en la precisión del contacto entre seres humanos y todo lo que les rodea. Comprendemos, dolorosamente, que el cine no es – no tiene por qué serlo – una representación fidedigna del mundo, pero en el caso de Torres Leiva, el autor asume esa grieta con la convicción de que no es necesario hacerlo. Basta con llevarnos por los sentimientos que a veces no reconocemos en nosotros mismos. Y eso, para los días que corren, se convierte en un prodigio al que, afortunadamente, podemos asistir.
Bibliografía
- Silva, H. Epílogo versión impresa del guion El cielo, la tierra y la lluvia de José Luis Torres
- Leiva. Sangría Editora, 2009
- Ruiz, R. Poéticas del cine. Ed. Universidad Diego Portales, 2013.
- Balázs, B. El hombre visible, o la cultura del cine, Ed. El cuenco de Plata, 2003
- Kracauer, S. Teoría del cine: La redención de la realidad física. Ed. Barcelona Paidós, 1989.
- Pinto Veas, I., Flores Arriaza, C. (2021). José Luis Torres Leiva, laFuga, 25. [Fecha de consulta: 2023-12-01] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/jose-luis-torres-leiva/1074
- Girardi, Antonia. Cartografías afectivas en el cine documental chileno contemporáneo. Una mirada comparativa hacia el documental argentino reciente. Tesis para optar al grado de Magister en Estéticas Americanas, Universidad de Chile, 2019.
- Bratu Hansen, M. Cine y experiencia. Siegfried Kracauer, Walter Benjamin y Theodor W. Adorno. Ed. El cuenco de plata, 2019.
- Chion, M. La audiovisión. Versión para Kindle, 2015.
- Gorki, M. El reino de las sombras. Recuperado en https://www.studocu.com/es- ar/document/universidad-del-cine/historia-del-cine-i/gorki-m-el-reino-de-las- sombras/6004100
Corpus Fílmico
- El cielo, la tierra y la lluvia (2008) Dir: José Luis Torres Leiva. Protagonistas: Julieta Figueroa, Angélica Riquelme, Mariana Muñoz. Guion: José Luis Torres Leiva. Dir. Fotografía: Inti Briones. Sonido: Claudio Vargas Cornejo, Ernesto Trujillo, Roberto Espinoza.
- Verano (2011). Dir: José Luis Torres Leiva. Protagonistas: Rosario Bléfari, Francisco Ossa, Julieta Figueroa, Mariana Muñoz. Guion: José Luis Torres Leiva. Dir. Fotografía: Inti Briones. Sonido: Claudio Vargas Cornejo, Roberto Espinoza.
- El viento sabe que vuelvo a casa (2016) Dir: José Luis Torres Leiva. Protagonistas: Ignacio Agüero. Guion: José Luis Torres Leiva. Dir. Fotografía: Cristián Soto. Sonido: Claudio Vargas Cornejo, Fernando Marín
- El sueño de Ana (2017) Dir: José Luis Torres Leiva. Protagonistas: Amparo Noguera, Julieta Figueroa. Guion: José Luis Torres Leiva. Dir. Fotografía: Cristián Soto. Sonido: Claudio Vargas Cornejo.
- Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (2019) Dir: José Luis Torres Leiva. Protagonistas: Amparo Noguera, Julieta Figueroa, Nona Fernández, Ignacio Agüero. Guion: José Luis Torres Leiva. Dir. Fotografía: Cristián Soto. Sonido: Claudio Vargas Cornejo.
- Alicia soñó con un faro (2021) Dir: José Luis Torres Leiva. Protagonistas: Amparo Noguera. Guion: José Luis Torres Leiva y Alejandra Moffat. Dir. Fotografía: Cristián Soto. Sonido: Andrés Polonsky, Claudio Vargas Cornejo.