«Un viaje a Santiago», de Hernán Correa
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Ver hoy, a sesenta años de distancia, una película chilena que no logró el éxito en su momento, puede ser una operación riesgosa. Más todavía si se presenta como una obra única, sin sucesores y sin consecuencias para el cine posterior.

Sin embargo Un viaje a Santiago merece una oportunidad y una vez otorgada difícilmente podrá resultar decepcionante. ¿Cómo puede suceder semejante prodigio? ¿Es sólo una operación producida por el tiempo transcurrido desde su estreno? ¿O será porque algo que estaba ahí no fue comprendido en ese momento? 

Sabemos que la crítica nacional tuvo a menudo dificultades para sacarse de encima las anteojeras del sistema comercial, el que no incluía nuestro propio cine. Con una crítica así, de perezosas costumbres atávicas, era improbable que “Un viaje a Santiago” tuviera una oportunidad. Justamente porque la película chilena hacía de las convenciones virtud y de sus asumidos límites parte de su encanto. Es decir no era posible que la honestidad a toda prueba de la operación pudiera salir airosa de su comparación con el gran cine internacional. Error inocente de esta película fue el de existir en tiempos del primer Antonioni, de la Nueva Ola francesa y de la expansión de Bergman, todo lo cual, aunque hoy parezca increíble, era entonces muy apreciado por el público local.

Y es que hoy, ya fuera de aquel contexto, aparece con toda evidencia que Un viaje a Santiago era una película naïf. Algo que quizás nadie supo ver en aquel momento, quizás ni siquiera sus propios autores, lo que sería una nueva prueba de su profunda autenticidad.

Lo naïf es un lugar común asignado por Occidente a la cultura latinoamericana.

La ingenuidad, el candor, la maravilla, el realismo mágico, la poesía oral, son todos síntomas de nuestra condición de culturas infantiles, nacidas bajo la presión de un dominio hegemónico, que no buscamos ni deseamos, pero que ya no hay forma de soslayar ni borrar. El arte ingenuo surge como una imitación del arte oficial de los dominadores, pero con un grado de conciencia de sus propios límites, los que se reemplazan con una autenticidad a toda prueba, de la que se derivan formas poéticas, que pueden ser muy refrescantes para la totalidad del panorama cultural.

Todo en esta película parece responder a eso. Un camino rural maltrecho lleva a un grupo de campesinos a viajar a la capital para hablar con el diputado zonal y pedir una solución. Fácil es anticipar que el político ni recuerda sus promesas ni se va a esforzar por solucionar el problema. Entre medio un idilio imposible de la “damita joven” (Chela Bon) con un pillastre que lleva colgado al cuello el adjetivo de “fresco” y un enredo policial protagonizado por el “vivo” del grupo (Rafael Benavente) del que todos serán víctimas. La pareja madura la encarnan dos grandes nombres del teatro y del cine de la primera mitad del siglo, Justo Ugarte y Silvia Villalaz. Un poco arrinconados en roles secundarios dos nombres que serán historia: Julio Jung y Víctor Jara.

Todos estos personajes evidencian sus intenciones con la transparencia de la loza pintada de Talagante y no resultarán sorpresas durante el relato, sin embargo se notan pocas caídas en el interés y escasos momentos flojos o mal resueltos, lo que está indicando un auténtico esmero en la realización. La estructura del guión se apoya sólidamente en la experiencia narrativa de su principal responsable, Luis Cornejo, también actor (es aquí el chofer que pasea a los protagonistas por la ciudad) escritor y realizador de valor propio. Delicia adicional resulta ver Los Dominicos sirviendo de ambientación campesina y un Santiago  sobredimensionado para el país que administra, en el que los peatones cruzan las calles en cualquier lado y donde sus paisajes de postal sirven para reforzar la seducción candorosa de toda la película.

Si la modernidad es un proceso inconcluso, Un viaje a Santiago debe ser vista dentro de este proceso, como el primer paso del cine chileno hacia una madurez que se afirmará al final de la década. Y es que su ingenuidad no significa en ningún caso carencia de ideas, véase en esto la afirmación explícita que aquí se hace del valor de la democracia, en lo que puede ser una expresión de lo político ausente antes en nuestro cine y reiterada tanta veces después.

La película de Hernán Correa, estupendamente restaurada por la Cineteca Nacional de Chile, hoy se presenta como bisagra entre la tradición del tema “campero” y la modernidad que ya se avecina. Su envoltura ingenua ha enriquecido notablemente la película y puede hacerla hoy más interesante, incluso seductora, de lo que en su momento fue. Una confirmación más de aquella vieja sentencia: “el gran criterio del arte es el tiempo”.