Transmutaciones del cuerpo: Dictadura y documental autobiográfico contemporáneo

Hacia 1923 el teórico cinematográfico, poeta, guionista y director teatral Béla Balázs publicó su artículo «El hombre visible o La cultura cinematográfica». Texto que buscaba pensar las implicancias que tenía la aparición del cine para el régimen de representación en occidente. Para esto Balázs se planteaba que el cine había que tensionarlo con un dispositivo técnico que portaba la misma densidad de ruptura para el desarrollo cultural y que, a su vez, compartía con él una naturaleza en común, es decir, la reproducción mecánica. Balázs tenía en su mente un dispositivo técnico que transformó los usos y costumbres de las sociedades en las cuales se instaló y que posibilitó la construcción del espacio público moderno según Jürgen Habermas y, por ende, un elemento fundamental para la constitución de la cultura de masas, que vendría a consolidarse con el cine y los medios de comunicación masivos. Así Balázs adelantándose más de tres décadas a las investigaciones de Marshall McLuhan –como lo ha reseñado Román Gubern–, establece su foco en la imprenta.

Ahora bien, lo interesante es qué implica esta tensión al interior del dispositivo interpretativo de Balázs. Para éste la imprenta trajo consigo la desaparición de la condición visual del hombre –ahora diríamos ser humano–, para privilegiar la condición legible del lenguaje, con ello, se construyó una cultural conceptual que borró su condición visual. Los movimientos, gestos y mímica del ser humano no tenían ninguna posibilidad de comunicar experiencias, pensamientos no racionales y sentimientos, lo que Balázs llama el “estado anímico del espíritu”, ya que toda relación humana se vio mediada por palabras, ideas y conceptos, todo un espectro de abstracciones que impidió la relación inmediata con el cuerpo y su lenguaje. “El espíritu se recogía principalmente en la palabra. Se creía poder prescindir de los refinados medios de expresión del cuerpo” [1]. La imprenta no clausuró el lenguaje expresivo del cuerpo, sino que lo volvió ilegible, no teníamos ninguna posibilidad de acceder a ellos.

En este sentido, el cine se transforma en una gran revolución no porque genere una retirada del aura de la imagen a través de su reproducción como planteará Walter Benjamin en 1936, en la primera versión de su canónico ensayo “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, ni tampoco porque establezca una relación existencial con la temporalidad de las cosas del mundo como rescatarán los semiólogos desde mediados del siglo XX –leyendo los trabajos de Charles S. Pierce en el siglo XIX– y que también planteará Benjamin en el concepto de inconciente fotográfico y que será sistematizado por André Bazin. Lo revolucionario para Balázs estará en que el cine tenía la capacidad de volver a hacer visible al ser humano, de desenterrarlo de densas capas de conceptos y palabras que lo había vuelto irreconocible para nuestros ojos, a través de un dispositivo que le daba una visibilidad inmediata.

¿Pero específicamente qué traía consigo esta visibilidad del ser humano? Para responder a ello hay que poner en evidencia cual que sería la condición irreductible del cine para Balázs –su especificidad–, “[…] En el filme no hay palabras como puntos de referencia. Lo descubrimos todo a partir de los gestos, que no constituye un acompañamiento, una forma y una expresión, sino el único contenido” [2] –hay que tener en cuenta que está escribiendo en el contexto del estadio mudo del cine–. En esto confirmamos la comprensión antropologizada del cine que tiene Balázs, ya que coloca al hombre como raíz de todas las artes, todos ellas son revelaciones y representaciones que en última instancia refieren al hombre, en un modelo marxista de comprensión del arte. Ahora bien, lo que nos interesa rescatar es que la condición irreductible del cine, es decir, aquello por lo cual el cine es el cine, se encuentra en el cuerpo humano y sus posibilidades expresivas, aquello que denomina el “único contenido” del cine. Balázs construyo una teoría del cine –inacabada y fragmentada– que comprende lo cinematográfico como un arte fundamentalmente corporal.

* * *

Esta idea con todo lo que tiene de ontológica, pareciese haberse reactivado en el cine contemporáneo, un ejemplo de ello lo encontramos en la primera reunión de cartas que se encuentran en el libro Mutaciones del cine contemporáneo (2003), editado por Jonathan Rosembaun y Adrian Martin, esas que fueron reunidas bajo el título “Mutaciones del cine contemporáneo. Cartas de (y para) algunos hijos de los años sesenta” y que fueron escritas entre 1997-1998, en las cuales encontramos a los críticos y teóricos cinematográficos Kent Jones, Alexander Horwath, Nicole Brenez y Raymond Bellour, junto a los dos editores del libro. Encontramos una interesante idea a propósito del quiebre acaecido hacia el final de lo que llamaremos cine moderno. La diferencia sustancial entre la etapa final del cine moderno marcado por una excesiva referencialidad influida por la nueva ola francesa y las primeras andanzas de lo que podríamos llamar el cine contemporáneo, se encuentra en la irrupción del cuerpo como problema cinematográfico, que terminará por abarcar todo el espectro visual de la imagen.

En este contexto Rosembaun marcará el territorio reflexivo en la idea de que hacia finales de los años setenta existió una suerte de minimalismo cinematográfico, que renunciaba a una poética marcada por las referencias cinematográficas en el cual existía un entusiasmo por re-conocer al cine en las propias imágenes, para padecer un agotamiento del entusiasmo colectivo de los años sesenta-setenta, a la fragmentación social, la desilusión ideológica y la soledad del individuo. A propósito de Duelle [Dualidades] (1976), de Jacques Rivette, Rosenbaum escribirá en su carta inaugural, “las referencias ya no están vinculadas de la misma manera con la realidad material. El mundo de los personajes parece petrificado, como puesto en vitrina, desvinculado de las localizaciones naturales y hasta cierto punto también de los actores y actrices; un mundo privado y más obsesivo, poblado por los cuerpos de los actores que por sus rostros o almas” [3]. Esta suerte de vaciamiento de la imagen, que termina por dejar sólo al cuerpo, será leído por Martin privilegiadamente en el cine de John Cassavetes y Philippe Garrel –el cual lo denominará como arte povera–, “como el único escenario que queda de autenticidad, de experiencia vivida y verificable, de sensación y deseo” [4]. Desde aquí se han movilizado una serie películas que son auténticos enaltecimientos del rostro, la carne y la condición mortal o vulnerable del cuerpo que está atrapado en la imagen cinematográfica.

En contraposición y directa relación –para Martin– se encontrarán todas esas películas contemporáneas en que existe una sobre producción de cuerpos creados por las plataformas de postproducción digitales por y para el cine, que termina edificando un cuerpo “sintético, protésico, retocado, el cuerpo de acción o de terror, el cuerpo híper-sensible, súper-resistente, inmortal e imperecedero” [5]. Una suerte de cuerpo pornográfico, súper-producido para constituir una visualidad desquiciada y delirante. A esta perspectiva también se sumará Horwarth a propósito de la tendencia –aún imperante– hacia una virtualización y desmaterialización total de los cuerpos en películas como Independence Day [El día de la independencia] (1996), de Roland Emmerich, The Rock [La roca] (1996), de Michael Bay, o Con Air [Convictos en el aire] (1997), de Simon West. En la que encontrará una loa hacia “nuevos cuerpos e identidades solamente en un sentido fascista; reducen estas posibilidades a aburridos e impasibles fantasmas de una sociedad esclava”[6]. Frente a esto también encontrará en las propias películas comerciales formas de resistencia a dicha tendencia, a través del uso inverosímil de las mismas tecnologías, haciendo aún más patente la densidad del cuerpo, que van desde las comedias de Jim Carrey hasta ciertos filmes de acción asiáticos, que pareciesen vivir en el concepto de una «nueva carne» esgrimido por David Cronenberg, donde los cuerpos transformados, mutados hasta futuristas son construidos como “radicalmente auténticos”.

Esta “nueva carne” de la que habla Cronenberg es la que se encuentra en el fondo de los diferentes procedimientos en que el cine contemporáneo sintomatiza el cuerpo, por ejemplo, ahí cuando la normatividad cinematográfico-audiovisual se “apropia” de las operaciones de mutilación y depredación del cuerpo que constituyen el pilar de la estética del cine gore, para disponerlo en otros contextos audiovisuales, que inicialmente no les pertenecen, por ejemplo, en las películas de Quentin Tarantino, Takeshi Kitano o Robert Rodríguez, donde la sangre ya ni siquiera es pintura sino un valor abstracto y vectorial que no necesita de ningún mundo referencial. Pero también cuando al cuerpo se edifica como «collage», es decir, cuando rompe su unidad y se construye de forma abierta en relación con otras cosas que están en la imagen, uno ejemplo de ello se encuentra en Requiem for a Dream [Réquiem por un sueño] (2001), de Darren Aronofsky, en la cual los cuerpos de su personajes no están completos sin una serie de suplementos visuales –pastillas, jeringas, TV, etcétera–. Aunque esto queda más explicito en la criatura que construye el personaje de May Dove Canady hacia el final de la película May (2002), de Lucky McKee. Un cuerpo constituido con las partes más bellas de los cuerpos de todos sus amigos, en la búsqueda de un ser perfecto con cabeza de trapo cocida por ella misma. Y más extremo aún, el cuerpo múltiple –una serie de cuerpos humanos unidos por la boca y el ano– de la saga de Tom Six, The Human Centipede [El ciempiés humano] (2009-2011).

Pero también encontramos otros tipos de procedimientos que no implican el desmembramiento o la fragmentación del cuerpo, uno de ellos es el «ensamblaje», donde el cuerpo humano se coloca en una situación espacial o epocal que le es imposible existencialmente, algunos ejemplos claros de ello se encuentran en Dreams [Sueños] (1990), de Akira Kurosawa, Forrest Gump (1994), de Robert Zemeckis, y Eternal Sunshine of the Spotless Mind [El eterno resplandor de una mente sin recuerdos] (2004), de Michel Gondry. Esto nos posibilita pensar operaciones «ornamentales» y al interior de éstas «decorativas» en la construcción del cuerpo, es decir, donde los cuerpos vagan por la imagen sin tomar la preponderancia de ser el portador del sentido de la imagen. Y, por último, su «desmaterialización» en la cual el cuerpo pierde toda gravedad al interior de la imagen, este se transforma en un cuerpo que se puede suspender en la imagen mientras ésta sigue fluyendo –ya ni siquiera precisa volar como Superman o cualquier otro héroe de antaño–. También cuerpos imaginados a través de la técnica performance-capture o completamente intervenidos por las tecnologías de postproducción como en Walking Life [Despertando a la vida] (2001) y A Scanner Darkly [Una mirada en la oscuridad] (2006), ambas de Richard Linklater [7].

Este panorama hace coherente las observaciones que Mark Peranson proponía a propósito del rol del cuerpo en el cine contemporáneo y que se encuentran en un segundo grupo de misivas al interior del volumen editado por Rosenbaum y Martin, titulado «Mutaciones del cine contemporáneo. Segunda ronda de una correspondencia» que se enviaron Quintín [Eduardo Antín], Peranson y los ya nombrados Brenez, Martin y Rosenbaum durante finales del 2001 e inicios del 2002. Estas anotaciones de Peranson resaltan la influencia del lenguaje televisivo sobre el cine, por fuera de las maniqueas ideas que comprendían una desnaturalización de lo cinematográfico, una devaluación de las formas estéticas que habían alcanzado su cumbre en sus expresiones modernas y el rol cada vez más importante de la velocidad del cambio de plano y el ritmo del montaje, Peranson encuentra un vínculo estrecho entre la producción contemporánea en el cine con la educación audiovisual de lo jóvenes cineastas y cinéfilos en las formas televisivas en relación al rol del cuerpo en las estéticas contemporáneas. “La televisión se caracteriza también por una forma narrativa que considera al cuerpo como un vehículo para la historia” [8].

Esta idea en su inflación es profundamente significativa para pensar la producción contemporánea de documentales autobiográficos chilenos, tanto ahí cuando se la extrema y se piensa al cuerpo –no el personaje o al actor– como el agente narrativo y estético fundamental dentro de las películas, como también en el cuerpo como espacio simbólico de construcción y disenso frente a las narrativas oficiales del relato histórico. Así el cuerpo emerge como un territorio en disputa, de normativización histórica, de control simbólico y de disrupciones ideológicas. En el cual se genera una serie de operaciones audiovisuales que ponen al centro a la construcción material del cuerpo como su principal problema estético a resolver, ahí cuando el devenir histórico local ha presenciado las formas de su fragmentación y desaparición, pero también lo ha vuelto un obsesión de normativización social, en el deseo de imaginarlo en una unidad que no pueda articularse políticamente. El cuerpo ese espacio efímero y conflictivo que una y otra vez reclama nuevas formas de inscripción en el presente.

* * *

El libro de Constanza Vergara y Michelle Bossy, Documentales autobiográficos chilenos (2010) –hasta ahora el único estudio serio sobre el tema [9]–, plantea dos ideas que nos parecen bastante sugerentes a propósito de los dispositivos audiovisuales autobiográficos en Chile. La primera es que estos documentales tienden a tratar sobre el duelo o experiencias traumáticas en relaciones filiales. La segunda es que no pretenden representar o “reconstruir la vida en su totalidad y complejidad” [10]. Desde aquí las preguntas subsiguientes serían ¿por qué ocurre esto? ¿Por qué Mi vida con Carlos (2008), de Germán Berger, o La Quemadura (2009), de René Ballesteros, se substraen de pensar las formas de configurar una representación de la realidad más compleja? ¿Por qué En algún lugar del cielo (2003), de Alejandra Carmona, o El eco de las canciones (2010), de Antonia Rossi, consideran necesario mediar la violencia estructural de la Dictadura chilena por la intimidad autobiográfica? En definitiva ¿por qué el presente quiere pensar el pasado reciente desde el yo?

Sin duda encontrar una solución medianamente completa a esto implica una respuesta que supera con creces las posibilidades del propio cine y aquella teoría que quiera escribir sobre él, es algo que lo trasciende porque se ubica en procesos socio-culturales más amplios, cualquier pretensión en esta perspectiva al interior de este artículo sería infértil y casi irresponsable [11]. No obstante ello, podríamos arriesgarnos con una hipótesis –que es aquello que hemos estado elucubrando desde un inicio–, lo que estos documentales recién citados –a los cuales podríamos sumar Reinalda del Carmen, mi Mamá y Yo (2006), de Lorena Giachino Torréns, y otros que estemos pasando por alto–, están construyendo es la presencia en el presente de un cuerpo borrado, desaparecido. No es una idea sobre la Dictadura ni sus implicaciones sociales, políticas, económicas o culturales. Es un ejercicio de edificación de una corporalidad, devolverle a las imágenes locales ese cuerpo que fue exterminado.

Captura de pantalla 2013-09-11 a la(s) 23.58.38.png

En Reinalda del Carmen, mi Mamá y Yo de Giachino Torréns, opera en un doble proceso de reconstrucción, por un lado, quiere recuperar esas historias que se están desapareciendo de la cabeza de su madre a causa de un coma diabético que le provocó secuelas neurológicas que le han hecho perder parte de sus recuerdos. Por el otro, quiere recuperar la historia Reinalda –la mejor amiga de su madre– militante comunista que fue asesinada en 1976 cuando estaba embarazada por parte del grupo de elite de la DINA, conocido como Delfín. Este doble trayecto del documental se corresponde entonces con una doble materialidad dispuesta ha hacer presente el cuerpo de Reinalda. La primera en el cuerpo de la madre que a través de sus emociones va evocando la presencia de su amiga, en la imposibilidad de recuperar esos recuerdos perdidos. La segunda es en el cuerpo de la directora, que se dispone performáticamente en la imagen para presionar desde su interior para que los últimos días de la vida de Reinalda salgan a la luz.

Por su lado, en Mi vida con Carlos de Berger el conflicto que referimos se hace más evidente aún. Berger quiere recuperar para él figura de su padre Carlos Berger, periodista comunista asesinado por La caravana de la muerte el 19 de octubre de 1973, mientras estaba preso en Calama. Berger construye un diario íntimo audiovisual que le permita comprender la vida de su padre, en el cual constantemente nos presenta las imágenes del pasado de su padre y en conjunto con entrevistas familiares actuales e imágenes del presente, éstas se intercalan constantemente, se funden unas con otras, intentando que se contaminen mutuamente, para que pertenezcan a una misma materialidad, aquella que es posible sólo en la materialidad audiovisual. El cuerpo del padre desaparecido se va componiendo de aquello que su hijo considera como posible en el presente, un ensamblaje de fragmentos audiovisuales que no se corresponden unos a otros, pero que en el propio cuerpo del director en imagen terminan por cristalizarse. En ello, la insistencia de éste por transitar por Santiago mientras reflexiona sobre la vida de su padre o de los procesos histórico-sociales en que se vio en vuelto, en ello también el dedicado trabajo fotográfico que va trazando ese corporalidad única e imposible a la vez.

La Quemadura de Ballesteros intenta reconstruír una doble historia, por un lado, descubrir el enigma la desaparición circunstancial de su madre el año 1982, a la cual nunca más volvió a ver, por el otro, la desaparición de la editorial Quimantú en la cual su madre trabajaba. Ballestero desde un inicio nos avisa la ausencia del cuerpo, éste nos presenta una conversación por teléfono con su madre sobre negro para concluirla en una imagen de él parado en el portal de una puerta, luego en distintas parte de la película hará transitar la voz de la madre sobre él aprendiendo a nadar en una piscina en Francia, en un paisaje bucólico del sur de Chile en el cual él camina, sobre una serie de textos antiguos marcados con una M, etcétera. Estas imágenes van componiendo el cuerpo de la madre en su relación contextual con el sur de Chile, los libros y él mismo. Hasta que en la escena final la vemos, irrumpe en la imagen para visitar a su propia madre –la abuela del director–, aquella que había dejado de ver hace décadas. Esta escena rompe la ensoñación del documental, siempre confiamos de que la madre no apareciera, pero lo hace y en ello una suerte de desencanto, porque no hay épica posible en la imagen, como tampoco la hay –para el director– en el presente de Chile. 

laquemadura2.jpg

Por su lado, El eco de las canciones de Rossi, se transforma en una operación mucho más compleja, ella va reconstruyendo su propio cuerpo en un contexto del cual fue exiliada. En el documental Rossi quiere pensarse audiovisualmente en el devenir de ese país que estaba destruyendo todo aquello que la había hecho posible como individuo y edificando una sociedad a la cual no debía pertenecer. Así en la reconstrucción de Rossi parte desde una reivindicación de la infancia como espacio de construcción de la memoria, para desplegarse por esa historia de Chile que vivió en el exilio, devenir difuso que se corresponde en su opción por utilizar imágenes de películas antiguas, dibujos animados, archivos personales de otros, fragmentos de noticiarios, etcétera. La única posibilidad que tiene Rossi de comparecer en esa historia, es a través de imágenes en las cuales ella no participa, pero que dan cuenta de su imaginario simbólico, ese que comparte con otros, pero al mismo tiempo, la diferencia por la distancia. Ella no puede presentarse en la imagen, porque su cuerpo nunca estuvo en ese presenta que intenta aprehender. 

Las imágenes resultantes en estos documentales –como ha escrito para otro contexto Georges Didi-Huberman– son dispositivos de significación anacrónicos, no pertenecen a ningún tiempo específico, sino a todos a la vez. Se inscriben en el presente en un estado de suspensión, una puesta en pausa del individuo sobre los flujos del presente, aquellos que justamente invisibilizan esos cuerpos desaparecidos, torturados y violentados donde se edifica el presente de Chile. Así estas imágenes del yo autobiográfico no pueden habitar existencialmente la espacialidad del presente, porque si lo hicieran esos cuerpos que intentan recobrar desaparecerían con ellas. En estos documentales encontramos eso que planteaba Julián Jiménez Heffernan apropósito de los análisis de Paul De Man de la poesía romántica, “una figura de la conciencia desengañada: acepta la mutabilidad y prefigura su muerte. La silueta resultante es un yo suspendido, como en detención o abstención fenomenológica” [12]. Esta suspensión es una pausa para cavar en las certidumbres del presente y encontrar relatos vedados o desconocidos del yo. Éste aparece frágil, imperfecto o inestable, una individualidad sin terminar.

Esto se hace imagen en una constante transmutación del cuerpo desaparecido en otro, donde se tiende a suspender la individualidad del yo autobiográfico. En el caso de Reinalda del Carmen, mi Mamá y Yo, es la relación misma entre madre e hija el cuerpo ausente de Reinalda, donde la angustia de ambas por la pérdida de la memoria de la madre es el combustible para reponer ese cuerpo violentado, pero el cual podría ser nuevamente desaparecido si la madre no recobrar esos recuerdos. Mientras en el documental de Berger es su propio cuerpo el que a través de su insistente presencia en la imagen, suspende su individualidad para vislumbrar un presente posible para su padre desaparecido. Inicialmente Ballesteros en La Quemadura pareciese operar de forma muy similar que Berger, sobre todo en la escenas de la piscina, pero en su operación se irán sumando otras materialidades, paisajes, situaciones y objetos –especialmente libros–, estos componen un cuerpo múltiple y abstracto que termina por convocar la presencia de su madre hacia el final del documental. Así Ballesteros nos propone a través del uso de las conversaciones telefónicas sobre distintas situaciones, que la única forma para que ella vuelva a aparecer es en la medida que Ballesteros la vincule con aquello que ha olvidado.

Caso diferente es el de Rossi, aquí no se fragua la recuperación de otro, sino de ella en una historia que la extirpó de su centro y la coloco en una periferia, casi como una espectadora de un espectáculo del horror, pero también de resistencia. Como planteábamos Rossi no se recupera colocando su propio cuerpo en esas imágenes que nos remiten a la dictadura, como si lo hizo Marco Enríquez-Ominami en Chile, los héroes fatigados (2002), mientras simula entrevistar a su padre biológico Miguel Enríquez, para intentar comprender el proceso que llevo al Golpe Militar. La directora comprende la complejidad política de esta operación audiovisual del tipo Forrest Gump para el contexto político-cultural chileno, ahí donde éste se ha edificado en torno a una serie de simulacros democráticos que han consolidado el proyecto neo-liberal chileno, la simulación de Enríquez-Ominami se muestra completamente funcional a este. Por ello, el cuerpo de Rossi no aparece en imagen ni su propia voz es la que guía el documental. En este sentido, la transmutación de su cuerpo en imágenes es total, ya que renuncia a su propia figuración, confiando plenamente en ese imaginario individual que articula su cuerpo en el espacio social, el que sea el portador de constituirse como su propio cuerpo en el espacio simbólico del presente.

ecocan.jpg

En cierto sentido, podría pensarse en esta misma dirección el documental Fernando ha vuelto (1998), de Silvio Caiozzi, el cual expone el proceso de identificación y explicación de la causa de muerte específica de Fernando Olivares Mori –ex funcionario de la CELADE asesinado el 5 de octubre de 1973– y la posterior entrega de su cuerpo a sus familiares. Si bien, el cuerpo es el tema central del documental existe una diferencia sutil con estos otros documentales que hemos analizado. El documental de Caiozzi se articula en la idea de cerrar el duelo, aquello que ha sido uno de los pilares de reivindicación de las agrupaciones de derechos humanos en Chile. La recuperación del cuerpo real –lo que vemos efectivamente en el documental– es un elemento fundamental para el proceso de cicatrización del trauma de estas familias y la sociedad chilena, la aparición constante de los restos de Fernando en imágenes, la tensión emocional que establece Caiozzi con su progenitora y su final entierro, viene a cerrar un ciclo que para muchos no ha podido cerrarse, su objeto no es activar el cuerpo en el presente, sino que el pasado deje de colarse en el presente como una presencia fantasmagórica.    

* * *

Plantear el cuerpo como un problema de la escena del arte local desde la Dictadura hasta la actualidad no es ninguna novedad, ejemplo de ello es la performance de Carlos Leppe, Reconstitución de Escena (1977) en la Galería Cromo de Santiago. El proyecto literario de Diamela Eltit, un libro como Cuerpo Correccional (1980), de Nelly Richard, las perfomances de Las Yeguas del Apocalipsis desde 1988 o la polémica pintura El Libertador Simón Bolívar (1994), de Juan Domingo Dávila, entre muchas otras obras, proyectos críticos, escénicos o literarios. En este contexto aparece un videoarte que consideramos podría leerse en relación directa con los documentales que acabamos de analizar. Vergara y Bossy planteaban que un antecedente que refiere a la dimensión autobiográfica de estos documentales se encuentra en el Eran unos que venían de Chile (1987), de Claudio Sapiaín, si hiciéramos ese mismo ejercicio en relación a las formas de construcción del cuerpo desaparecido, la obra Altamirano/artista chileno (1980), del artista visual Carlos Altamirano, se muestra como ese lugar donde posar la mirada.

El video es el registro que hace el artista corriendo entre el Museo Nacional de Bellas Artes y la Biblioteca Nacional –símbolos diferidos del poder dictatorial–, con una cámara de video pegada al brazo mientras repite insistentemente la frase: «Altamirano, artista chileno», esta frase se mezclará con su respiración agitada. Es un largo plano secuencia sin cortes en que en ningún momento se ve el cuerpo de Altamirano, solo se escucha su voz que insiste en su mensaje de que él es un artista y que se llama Carlos Altamirano, se reclama una identidad que se fija en un espacio social específico: el trayecto entre estas dos instituciones estatales, que se ve en imágenes de forma caótica e irregular, que está expensas del accionar del cuerpo del artista, que no permite ninguna jerarquización significante en la imagen, las figuraciones se funden unas con otras rozando la abstracción figurativa casi en un ejercicio decorativo. Lo único fundamental es el trayecto, un mensaje muy concreto y la respiración. Así en palabras de Nelly Richard, Altamirano “documenta la carrera a través del ritmo de su significante-respiración” [13].

Toda la obra está articulada entorno al cuerpo, sin éste nada puede acontecer, estamos frente a una imagen-cuerpo, en un doble movimiento donde el accionar del cuerpo del artista se convierte en imagen y la imagen nos hace presente un cuerpo ausente que reclamamos que se haga presente en la imagen, pero que solo se filtra por su irregular jadeo y su entrecortado balbuceo a causa del agotamiento físico del cuerpo. En ello existe la exposición de la fragilidad del cuerpo en un espacio social que se ha construido sobre la base del exterminio selectivo de éstos, entonces la afirmación de la identidad que hace el artista se vuelve significativa, éste repite una y otra vez la misma frase, como lo hacían aquellos que eran secuestrados por sorpresa por los aparatos de tortura y represión de la dictadura, para que los testigos del suceso supieran su nombre y de ahí se activara alguna posible salvación. Entonces su testimonio asegura que su identidad (su voz) pueda ser repuesta, para un cuerpo futuro que es imaginado exterminado.

Lo interesante de pensar las prácticas autobiográficas de estos documentales a la luz de la operación audiovisual de Altamirano/artista chileno radica en la insistencia de la ausencia del cuerpo en el presente. Para Altamirano esto es poner en sintonía las fuerzas destructoras del presente con la imagen de video, a través de la imposibilidad de verlo a él. En la imagen del video se comprende que el cuerpo que estando ahí, siendo el único responsable de todo lo que está ocurriendo en imagen, no puede comparecer en ella, porque ese espacio por el cual transita es donde acontece el exterminio de los cuerpos. Así, el cuerpo que intentan construir estos documentales es aquel que no puede constituirse como tal en el espacio social en que se realiza el videoarte, que es sintomatizado por la ausencia del cuerpo de Altamirano, pero sus huellas están ahí hechas respiración y palabras entrecortadas. Al buscar una dimensión de presente –en imágenes– a la ausencia de estos cuerpos, se intenta fracturar el ritmo del flujo del presente actual, el yo se suspende para construir un cuerpo que se coloque en el flujo y resista su devenir, transformándose en el vehículo de la narración, para lograr de forma diferida hacer visible la condición humana de ese cuerpo exterminado.



[1] Balázs, Béla. El film: evolución y esencia de un arte nuevo. Barcelona: Editorial Gustavo Gili, 1978. p. 33

[2] Ibíd., p. 37.

[3] Rosenbaum, Jonathan y Martin, Adrian (coord.). Mutaciones del cine contemporáneo. Madrid: Errata Nature editores, 2003. p. 39.

[4] Ibíd., p. 45.

[5] Ibíd.

[6] Horwarth, Alexander, en Rosenbaum, Jonathan y Martin, Adrian (coord.). Ibíd., p. 61.

[7] Cada una de estas operaciones audiovisuales de construcción del cuerpo en el cine contemporáneo están expuestas con mayor profundidad en nuestra investigación, Imagen-simulacro: estudios de cine contemporáneo (1), Santiago de Chile: Ediciones Metales Pesados, 2010. pp. 204-226.

[8] Parenson, Mark en Rosenbaum, Jonathan y Martin, Adrian (coord.). Ibíd., p. 299.

[9] Los últimos años se han multiplicado las voces que interrogan los documentales autobiográficos en Chile, casi al mismo ritmo que las producciones. Desde lo académico hasta investigaciones financiadas por el Fondo Audiovisual del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes-CNCA, son varios nombres los que destacan. Lorena Amaro, Doctora en Literatura y académica de la Pontificia Universidad Católica de Chile ha desplazado sus investigaciones literarias sobre autobiografía hacia el cine documental, como, a su vez, la candidata a doctora Elizabeth Ramirez-Soto de la University of Warwick, lleva a cabo su tesis «Documentary films in post-dictatorial Chile: politics of memory and national identity (1990-2010)» [Películas documentales en la posdictadura en Chile: Política de la memoria e identidad nacional (1990-2010], dirigida por Stella Bruzzi y John King. Claudia Barril realizadora audiovisual y Doctora en Sociología, obtuvo una financiación del Fondo Audiovisual el año 2009 para desarrollar la investigación «El “yo” en el documental chileno: una nueva forma de escritura política», asimismo Mónica Villarroel, actual Jefa de Desarrollo y Cooperación de la Cineteca Nacional, ganó un financiamiento para su proyecto «Cine chileno y memoria: el capitulo no escrito» el 2011 y, por último, Carlos Saavedra, Coordinador audiovisual y Jefe de Carrera de Cine y Televisión del Instituto de Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile, fue auspiciado por el mismo fondo para su investigación «El espectáculo de la intimidad: el nuevo cine biográfico chileno» el año 2012. No obstante ello, estas investigaciones todavía no han visto la luz del día y han quedado cristalizadas en unos pocos artículos. 

[10] Vergara, Constanza y Bossy, Michelle. Documentales autobiográficos chilenos. Santiago de Chile: Auto edición, 2010, p. 48.

[11] Elizabeth Ramírez apuesta por comprender este fenómeno en lo que Tomás Moulian planteo como un constante proceso de desideologización en Chile; que construyó una seudo-democracia de consensos políticos para consolidar un estado socio-cultural neoliberal comenzado en la dictadura militar de Augusto Pinochet y que colocó en el centro de su proyecto social al individuo-consumidor y que fue minando la figura del pueblo y lo colectivo. En este sentido, estos documentales buscarían generar un acto de politización de lo individual, a través de la fusión entre la memoria personal con la historia política del País. En «Estrategias para (no) olvidar: notas sobre dos documentales chilenos de la post-dictadura», Aisthesis Nº 47, Julio 2010, pp. 49-51.

[12] Jiménez Heffernan, Julián, en De Man, Paul. La retórica del romanticismo. Madrid: Akal ediciones, 2007, p. 66.

[13] Richard, Nelly. «Contra el pensamiento-teorema: una defensa del video arte en Chile». En Mellado, Justo Pastor, Muñoz, Jaime y Richard, Nelly Richard (eds.). Catálogo 6ª versión Festival Franco Chileno de Video Arte. Santiago de Chile: Instituto Francés de Cultura, 1986, p. 19.