Cuando ya había pasado una década del fin de la dictadura resultaba de lo más lícito preguntarse qué calidad de democracia estábamos padeciendo. Si no la pudiéramos criticar abiertamente haría más que sospechoso cualquier sistema político.
Entendiéndolo bien es que Orlando Lübbert, un cineasta de tomo y lomo, que el público chileno conoce sólo por esta película, gira el manubrio de la temática post dictadura para enfocarse en los márgenes de la ciudad, de la cultura y del desarrollismo económico del nuevo siglo chileno. Las contradicciones del proceso de modernización y crecimiento deberían cristalizarse ahí con meridiana lucidez.
A través de una comedia amarga y realista sobre la pobreza moral y material de la clase proletaria santiaguina y de las sucesivas traiciones a las que conduce la codicia, el relato pareciera haber dado en el blanco. Pero lejos de ser una obra de aceptación unánime, la polémica la ha acompañado de igual manera. No podía ser de otro modo tratándose de un punto de giro importante en la narrativa cinematográfica chilena post dictadura. Lo que Lübbert intenta retratar es un estado de cosas diferente al del ya abusado tema de las terribles condiciones políticas del pasado, un tópico que constituye el capítulo más abultado del cine latinoamericano reciente. En Taxi para tres son las condiciones agobiantes del presente, del éxito económico del liberalismo, de las nuevas oportunidades y nuevas prisiones de la modernidad, las que persiguen a los personajes y los someten a sesiones de tortura aniquiladora de sus aspiraciones y sueños más profundos. La denuncia de Lübbert es explícita, pero nunca programática, lo que permite a los personajes existir autónomamente de su función narrativa o simbólica. Quizás quien más sufra la presión de tener que representar un estado de cosas sea justamente el protagonista, cuyo nombre, Ulises Morales, habla tanto de una odisea de transformación, como de la flexibilidad valórica a la que se entrega para obtener ganancias de corto plazo. En potencia existe aquí algo que raras veces el cine chileno suele conseguir: un personaje.
Contradictorio, venal, dominado por sus apetitos y por su entorno, todo lo cual podría constituir una sumatoria de defectos que podrían dejarlo en una lectura unidimensional ampliamente recorrida por el feísmo. Pero es además un buen padre, uno que defiende a su familia y cuyas básicas emociones no debieran ser despreciables. Desafortunadamente el actor que lo interpreta es carente del encanto emocional que debería convocarnos y no entrega más que las acciones físicas y casi nada de su mundo interior. Así tenemos un personaje ingrato que nos mantiene a distancia constantemente y que arriesga enfriar el acertado realismo del conjunto. En oposición dialéctica los asaltantes son grandes personajes de comedia e incluso entrañables, como Coto, que aspira a estudiar periodismo, pero es analfabeto, mientras Chavelo con su grotesca ronquera y su total flexibilidad moral termina en un estado de literal iluminación por causa de los focos del taxi en su última escena. Los demás personajes están dibujados con trazos breves y certeros, configurando un mundo social de limitadas luces, pero que ya no está sufriendo los estrangulamientos de la miseria, porque ésta ha retrocedido realmente, aunque dejando a su paso una estela de incertidumbres, frustraciones y violencias larvadas.
Entre las mejores virtudes que maneja Lübbert con destreza está el lograr el equilibrio entre la eficacia narrativa y el retrato social, si bien para ello deba renunciar a cualquier lujo de estilo en aras de un realismo sobrio y algo plano, muy en concordancia con las convenciones más permanentes del cine de ficción chileno. Afortunadamente su ojo compositivo es certero, sus actores los precisos, su sentido del ritmo no conoce distracciones y su guión dosifica la comedia y el drama con bastante agudeza, entregando un retrato social indesmentible. Por ahí se comienza a explicar el éxito que la película tuvo en Chile y también los problemas que tuvo en otros países a causa de las dificultades para entender el dialecto en que se expresan los personajes. Eso no evitó que la película obtuviera una gran cantidad de premios en los festivales extranjeros, siendo su triunfo en San Sebastián un logro histórico para el cine chileno.
Como aporte al lenguaje coloquial ha quedado en la memoria colectiva el «volante o maleta» que es el primer diálogo de la película y el que mejor resume las estrechas posibilidades de decisión a que se ven sometidos todos los personajes: o ir voluntariamente o ser arrastrado. Igualmente quien tiene el poder es otro. Pocas veces una película en Chile ha logrado tanta lucidez en el retrato de lo que somos, aunque nos pese.