Sussi, de Gonzalo Justiniano
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El apego obsesivo a la idea de que el cine es el espejo de la realidad se ha convertido en la mayor trampa para gran parte de quienes, en los últimos años, han intentado engrosar la escuálida producción cinematográfica nacional. Esto ha determinado una pobreza de factura y contenido en los filmes que han aparecido y el nuevo trabajo de Gonzalo Justiniano no es precisamente una excepción a esta regla.

La gran limitación de Sussi, radica precisamente en lo que mueve a su director a hacer cine: su intención de denunciar los males nacionales. Esta opción, que en sí no tiene nada de malo o criticable, es fallida en su caso pues no hay en ese intento un deseo de hurgar en lo que se pretende cuestionar, sino, por el contrario, se basa en una amalgama de estereotipos manoseados puesto para facilitar un discurso preestablecido sobre “el chileno medio”. Invento que podría servir para algunos análisis simplistas, pero que no es útil para nadie interesante, menos para hacer cine.

La historia de la protagonista se inicia con una breve mirada a su infancia. Alguna vez su madre, aficionada a las radionovelas, la castigó por bañarse desnuda junto a un pequeño amigo. Ya mayor, la muchacha se traslada desde su hogar en el campo hacia la ciudad. Allí, a su paso por distintos trabajos (auxiliar de aseo en un hospital, copetinera), todos los hombres se sentirán atraídos por ella y le tendrán diversas trampas para pasar una noche a su lado o un momento a cualquier hora del día. Cuando la codiciada Sussi cree haber encontrado el amor, resulta elegida para convertirse en la imagen publicitaria de una campaña sobre la mujer del futuro. Como consecuencia de esto, queda aislada y alejada de sus amigos en una casa solitaria, su propia jaula dorada. Pero esto que parece tan coherente y atractivo como historia, no lo es en el resultado final del filme. Las ansias de Justiniano por revelar lo que ocurre en nuestro país lo llevan a incorporar una serie de situaciones y personajes que no hacen sino aumentar los problemas narrativos de su trabajo.

Desarrollar una historia bien contada, aspiración válida en esto de hacer cine, no parece ser una preocupación para el director que pretende hacer un cuadro de los diversos mundos sociales por los que hace transitar a su personaje. Porque si en la pensión ya la tiene inmersa en una clase media debilitada, la insertará luego en los sectores burgueses durante la campaña publicitaria. Pero le faltaba acercarla a los sectores de clase baja y, para paliar esa falla, su recurso es poner a la protagonista como inesperado correo de un detenido político. De este modo, tanto muestra la marginalidad como hace denuncia política. Además, los trabajos que Sussi desempeña le sirven de paso para hacer grandes frescos sobre esos sectores específicos (el hospital, el cabaret y el mundo de la publicidad). Sin olvidar que ella, la “típica” inmigrante campesina, despertará de su sueño en la ciudad. La cita del poema de Rubén Darío que abre el filme no es menos pretenciosa en ese sentido (“Y se fue la niña un día, bajo el cielo y sobre el mar, a buscar la blanca estrella que la hacía suspirar”), lo que sin duda merecía un mejor marco que la película en cuestión.

Con todo esto incorporado, el relato se disgrega y la historia inicial desaparece. Justiniano olvida a su personaje para dar paso a escenas incorporadas a la fuerza. Así ocurre por ejemplo con aquella del cabaret donde una striptisera, luego de hacer un show casi existencialista, cuelga desnuda de una jaula a la que está atada una pequeña bandera chilena, mientras los asistentes cantan “Río-río”. La intención de establecer allí una simbología ambigua no funciona, la interpretación es más que evidente y por eso la secuencia resulta pobre. Otra escena montada con forceps es la que muestra un apagón y las agitadas carreras de los personajes en la pensión, a la vez que ruidos de sirenas, disparos y luces de reflectores llegan desde la calle. Ambas aparecen, evidentemente, más por el deseo del director que por la real necesidad de la historia y el filme. Y es que Justiniano no busca contar una historia para incorporar en ella sus preocupaciones, sino que desea insertar una historia en el discurso de su análisis social. Desde esta perspectiva, en la película nada ocurre con naturalidad, pues la sucesión de escenas no está ordenada por las necesidades narrativas y dependen de las cuestiones específicas que el director quiere decir sobre cómo somos los chilenos: la clase media es arribista, la clase alta es egoísta y la clase baja solidaria. Es decir, estereotipos tan inasibles como sus personajes, porque su análisis a priori le impide acercarse a algún tipo de verdad, a lo que intenta contar y a los protagonistas de su historia.

Hasta ahora he hablado tal vez con demasiada seriedad, olvidando que el humor es también parte principal del filme. ¿Pero qué tipo de humor se puede esperar de algo construido sobre estereotipos, sino el sarcasmo o la ironía fácil sobre éstos? La intención, entonces, se destruye a sí misma. Pues el estereotipo es siempre ajeno, distante, y a la crítica recae sobre algo inexistente. Por lo demás el humor está incorporado de la manera menos natural posible. La escena en que la dueña de la pensión lanza a una olla los ingredientes de la comida que prepara es tan inútil al filme como la otra preovia con la cámara en plano fijo frente al edificio del Congreso, con la única finalidad de dar cuenta en un tono irónico, a través de los personajes que se cruzan en el plano, de que ese organismo ya no funciona. Lo precario de los chistes habla por sí solo.

Cómo no recordar la hermosa reflexión de Lubitsch sobre el humor en el cine realizada en Ninotchka, cuando Melvin Douglas intenta sacar una sonrisa a la impasible Greta Garbo contándole repetidas veces un chiste. Douglas no logra su cometido sino hasta el momento en que él cae de su asiento. No está allí únicamente la idea de que el cine necesita chistes visuales, también la de que éstos deben aparecer en el momento oportuno y ser reveladores. Porque el humor de la escena mencionada nace tanto de la caída como de la desarticulación de la imagen que en ese momento pretende Douglas, quien buscando el humor en artilugios intelectuales, logra la risa espontánea cuando un accidente lo saca de su papel de conquistar.

A todo lo anteriormente anotado sobre el filme, Justiniano agrega otro elemento en su deseo de convertirse en el revelador del carácter nacional: el manejo del absurdo. Esto se manifiesta en la factura de los personajes construidos a partir de la maqueta y adictos a la frases hechas, identificados además por los roles característicos a través de los cuales se conoce a los actores. Así lo demuestra el galán acartonado que interpreta Cristián Campos o la copetinera a cargo de Malucha Pinto. Pero el absurdo con que se intenta envolver el filme está lejos de conseguir una visión crítica porque está impuesto externamente y resulta inconsistente. Y es que el director no comparte nada con sus personajes, menos con la protagonista. Ninguno de ellos, por lo tanto, le acomodará en su discurso. Por eso es que esa especie de marginal interpretado por Bastián Bodenhoffer se desdibuja. Es tal su distancia, que la pretensión poética con el sueño de Sussi es doblemente falso, porque la conciencia de este personaje no se ha visto afectada realmente. Ella ha transitado dejándose llevar por las circunstancias sin voluntado alguna, y por lo tanto, nada le ha provocado un cuestionamiento.

Pretender niveles de precisión y sutileza sea quizás demasiado cuando se trata de un segundo largometraje. Pero no es demasiado esperar que una narración sea bien hecha, que lo que mueva a los personajes tenga sentido y que el compromiso de un director, cualquiera sea éste, le permita decir algo más que un discurso aprendido como lección escolar.