Con la nighshot activada (esa luz verdosa que rompe la oscuridad), el director Bernardo Quesneygraba con cámara en mano la frase que define su película: “decir que el cine es mentira, es decir que es verdad también”. Una frase que nace de una conversación de unos jóvenes que pasan un fin de semana en la playa, con melones con vinos, cervezas y asados de fondo. Una frase que suena confusa, pero que es totalmente coherente con lo que se ve en los 60 minutos de una cinta que sólo se escapa de ser una mera grabación casera de un carrete de amigotes gracias a un montaje que va estructurando diversas escenas que arrojan luces de frescura y autenticidad de un grupo que el cine chileno reciente poco ha explorado o, más bien captado con certeza: la juventud.
Sed de Mar es astutamente ambigua por esta disparidad de elementos que nunca terminan de confesar si estamos ante una ficción o un registro de un verdadero carrete. Por un lado, una cámara en extremo inestable, sucia y poco criteriosa que hace dudar del valor cinematográfico de la cinta, pero a la vez da la sensación de estar ante un registro hecho por cualquier hijo de vecino. Por otro, un grupo que equilibra con picardía espacios para el “jugo” verbal que abre el espacio para la comedia, como también diálogos tan dispersos como la discusión respecto a los daños (como romper el himen o dar cáncer) que puede ocasionar un tampón durante la menstruación o si las drogas son o no una opción válida para “condimentar la vida”, mezclado con guitarreos que sostienen imágenes playeras que apuntan a una melancolía de esos veranos realmente libres cuando se es joven.
Así, este debut de Bernardo Quesney se pasea y descansa todo en tales conversaciones y situaciones que a primera vista puedan parecer un compilado de “chiquilladas” desbocadas. Pero en el fondo, y lo destacable de Sed de Mar y que hace olvidar su extremadamente descuidada propuesta visual, es que una vez degustada la película predomina ese retrato de una juventud dispersa en sus objetivos, con una incapacidad para crearse proyectos de vida que hace que la llegada a la adultez sea tan traumática como oscura dada la desprotección que enfrentan sus personajes ante un mundo que aplasta su inútil ingenuidad.
Aquello se hace patente en su giro final que aunque en su forma peque de efectista (con una brusquedad que atenta la verosimilitud y que revela en exceso tal propósito) no ensombrece del todo la frescura de una película que llega a los mencionados recovecos de la juventud chilena con mayor sinceridad que otras cintas que han buscado lo mismo a través de la contención y la contemplación u otras que extreman la ridiculez como caballito de batalla, con resultados que se acercan más a revelar rollos más personales que a crear un retrato o establecer un reconocimiento con el espectador.
En Sed de Mar hay de eso, está ese desvarío actual, hay una improvisación bien llevada. Que aquello sea además con gracia, con un matiz cómico, la enaltece y la hace entrañable, a pesar de su sucia y floja visualidad.