¿Para qué queremos un cine chileno?
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HACE años que estamos reclamando un cine nacional. Añoramos haber sido los pioneros en Latinoamérica y nos lamentamos de habernos quedado ahí. En la partida. Cada nueva película que se ha hecho en las dos últimas décadas era anunciada como el renacimiento del cine chileno. Y siempre resultaba que en vez de un renacimiento era un volver a morir.

Ahora la cosa parecía que iba en serio. Una legislación adecuada para estimular la instalación de la industria cinematográfica chilena permitió abrir halagüeñas perspectivas. Pero en estos últimos días ha surgido un obstáculo que de no ser salvado en forma clara y enfática, implica que debemos despedirnos, hasta mejor ocasión, de la posibilidad de la existencia de un cine chileno que tenga significación y merezca la pena estimular.

La decisión del Consejo de Censura Cinematográfica de rechazar «Caliche sangriento» presupone que en este país no se puede hacer un cine de opinión, un cine que cuestione verdades establecidas, que indague y hurgue en nuestro pasado, en nuestro presente o en nuestro porvenir, mostrando una visión de lo que somos, fuimos o seremos que contradiga las ideas o los sentimientos que se suponen —vaya uno a saber por qué— oficiales o mayoritarios. Si llegara a quedar a firme la decisión del Consejo de Censura, no habrá quién arriesgue su dinero, su talento o su tiempo en hacer una película que pueda llegar a disgustar a cualquiera institución establecida. Estaríamos confinados a un cine de evasión que no tendría razón de ser, porque para eso, mucho mejor lo pueden hacer los norteamericanos, los franceses o italianos, que por algo tienen capitales, talento y experiencia que no es posible equiparar.

Y NO se trata de estar en acuerdo o en desacuerdo con la interpretación que de la Guerra del Pacifico nos da Helvio Soto en «Caliche sangriento«. Tal interpretación sólo compromete a sus realizadores. De lo que se trata es de que un cine nacional no puede existir, sin que haya la libertad suficiente para poner en jaque lo que para unos es la verdad y lo que para otros es un mito. En «Caliche sangriento» se ha cuestionado la pureza ideal de la Guerra del Pacifico. Mañana, otras películas cuestionarán la imagen idealizada que tenemos de la familia chilena, de nuestra ensalzada democracia, de nuestra moralidad cívica. Y a través de esas películas aflorarán las discrepancias necesarias para que haya un diálogo sobre lo que efectivamente somos, sin necesidad de sumarnos a un monocorde monólogo que, a Dios gracias, no corresponde ni a nuestra idiosincrasia ni mucho menos a nuestra vocación nacional. Yo tengo la impresión de que lo que ha sucedido con «Caliche sangriento» no pasa de ser un traspié del
Consejo de Censura; un traspié que el Tribunal de Apelación se encargará de corregir. Ha sucedido que la no existencia de un cine nacional ha ido desarrollando el deseo de que cada película chi­lena que se produce sea «la» película chilena; aquella que nos exprese en su integridad y podamos mos­trarla orgullosos en el extranjero diciendo con satisfecha voz: «¿Vieron esa película? Eso es Chile». Y no es eso lo que tenemos que pedir. Por el contrario, es necesario estimular a nuestra incipiente industria a que haga películas de todos los géneros y conteniendo el vasto patrimonio ideológico que nos preciamos de tener.

Así no alcanzaremos a hacer «la» película chilena —absurda meta—, pero si se estructurará un cine na­cional. Y la tarea de este modo enunciada es en mi concepto más patriótica que un anticuado concepto de patria basado en guerras santas, que no lo fueron, ni en héroes legendarios que, afortunadamente, también eran hombres de carne y hueso. Si nos detenemos a mirar la producción foránea que abarrota nuestras salas de cine, no será difícil observar películas norteamericanas que proclaman la inutilidad de una guerra en que ellos participaron y fueron victoriosos; o películas italianas que han apuntado a la corrupción de su forma de gobierno y de la sociedad que lo sostiene y, también, películas inglesas en que la burla de los principios más queridos a su burguesía es la tónica principal Y nadieha acusado a sus realizadores de hacer películas que pongan en peligro el honor nacional en tal forma, que es necesario prohibir su exhibición. A nosotros esos problemas no nos han tocado, porque no son los nuestros. Nos hemos divertido con ellas y nada más. Pero a una película chilena habremos de exigirle algo más que esa diversión inherente a todo buen cine; le pediremos que nos revele algo de lo que somos y lo que hemos sido. Y si la visión que se nos ofrece nos parece tendenciosa o deformante, habremos de aceptarla para que sea posible, también, que pueda realizarse la película chilena que nos dé la visión recta y exacta que nosotros creemos tener.

ESTA es la regla del juego. Si no se acepta desde un principio, mejor que no haya cine chileno. Ya Germán Becker nos dio una visión sonrosada y feliz de este pueblo chileno con «Ayúdeme, usted compadre«. Ya Walt Disney nos contó en forma maravillosa «Blanca Nieves y los Siete Enanitos». Permitamos, ahora casi agotado ya el filón de los cuentos de hadas, que nuestros cinematografistas se comprometan con su visión de lo que es y lo que no es Chile. O una parte de él.

De lo contrario, ¿para qué queremos un cine chileno?

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