Debiera temerle al tiempo esta película. Fue considerada la más ambiciosa producción de una época, le fue impedido estrenarse durante la dictadura y recién 19 años después llegó a un público que no era para el que había sido pensada. Un destino tan particular no lo ha tenido otra película de nuestra historia y sería demasiado asombroso que tales avatares no afectaran la visión que nos hemos hecho de ella. Pero si el objeto narrativo es capaz de seguir desplegando su historia, podría inferirse que sus materiales eran más sólidos que los de su punto de partida, una novela exitosa y muy a la moda del final de los sesenta, que por lo tanto… pasó de moda.
La película se libra de tal destino al subvertir completamente las convenciones que hacían de la novela un producto comercial eficaz. Pero puede que sea el único elemento que organiza la lógica interna de la película, dominada por un desparramo de alta envergadura. La digresión puede ser un recurso narrativo, siempre y cuando a través de ella podamos descubrir algo que de otra manera permanecería oculto. En Palomita blanca la idas y venidas del hilillo argumental conducen a menudo a callejones sin salida, como la larga y algo fastidiosa fiestecita de las escolares con unos oficinistas. O las conversaciones en el salón de la casa burguesa, todos cuyos intérpretes pueden contarse entre lo peor de la película y que ni siquiera son un plausible retrato de una clase social. Es evidente que Ruiz estaba todavía en pañales al respecto, pero empeñándose llegaría a filmar a los aristócratas franceses de Proust con mayor lucidez que todos los demás cineastas que lo intentaron.
También a menudo la película resiente el peso de los jugueteos que el cineasta intentaba con la improvisación o los cambios aleatorios. Aun carecía de maestría en tales recursos y tampoco lograba manejar con soltura actores inexpertos, como el protagonista o su madre que pesan abrumadores sobre las escenas que les tocan. Si a eso sumamos las arrugas de la técnica sonora y fotográfica podríamos hacer un balance muy negativo de la película. Lo asombroso es que todo lo demás siga poseyendo la frescura y agudeza que tuvo en su origen y permita que salga airosa de la prueba del tiempo. Palomita blanca se presenta para cualquier espectador de hoy como una roca fundamental en nuestro imaginario cinematográfico.
Primero que nada por no tomarse en serio y tener humor como para que tal displicencia le funcione. Difícil encontrar en nuestro cine reciente tanto desparpajo y al mismo tiempo tanto cariño por nuestras ocurrencias y debilidades. La escena de la pelea sobre los techos tiene mucho de alegoría política de la Unidad Popular. Las caóticas rimas de doble sentido que pronuncia Bélgica Castro parecen tomadas de los desechos de un poema de Nicanor Parra. Para que decir algo más sobre la aplaudida y delirante secuencia del profesor, una joya de referencia.
Divertidísima, sí, pero no sólo eso. La película también conmueve con la transparencia con que se muestra la pobreza de un dormitorio atiborrado o la violencia familiar, muy ordenada por lo demás, que se le aplica a la protagonista cuando quiere salir sin permiso. “Vergüenza ajena”, la teleserie que todos ven en el barrio popular es al mismo tiempo de una comicidad irresistible y un ejemplo de la alienación masiva popular a través de los medios.
Por último la película es un penetrante retrato de época, cuyo desorden narrativo ejemplifica los desvaríos de un relato mayor, aquel en que la propia sociedad chilena se encontraba y hacia el que Ruiz no muestra mucha complacencia. Los hippies criollos, la incubación del fascismo, las fugas etílicas y la carencia de proyectos sociales que sean mayores que las consignas, podrían ser leídos como la visión crítica hacia una Unidad Popular envanecida en su propio revoltijo.
A la luz del tiempo transcurrido desde su estreno, es posible ver que los ingredientes que la componen tal vez no se volvieron a encontrar juntos nunca más en una sola película. Hoy la comicidad va disociada de una concepción de mundo, mientras que lo político, en su más amplia acepción, pareciera reducirse a las lamentaciones y petitorios para los que el cine narrativo no se ve inclinado. Por eso sería posible afirmar que Palomita blanca es una de las obras mayores de nuestro cine, a pesar de que no se trate precisamente de un producto de exportación, como lo que aspira a ser buena parte de nuestra producción actual. Que eso signifique hipotecas en sus ambiciones estéticas puede ser un signo de los tiempos, pero la obra de Ruiz demuestra que el tiempo puede ser el mejor aliado del empeño creativo auténtico, aquel que se nutre de la identidad colectiva. Es decir de Chile.