Después de debutar en el cine nacional con la bellísima cinta Un ladrón y su mujer –basada en un cuento de Manuel Rojas y creada originalmente como parte de los telefilms de la serie “cuentos chilenos” de Televisión Nacional- Rodrigo Sepúlveda regresa a la pantalla grande. No fue fácil, ya que a pesar de los méritos de su debut, esa película paso casi inadvertida para el gran público y parte importante de los críticos. Con su segunda cinta el reconocimiento es bastante más probable. Padre Nuestro puede fácilmente ser considerada como una de las más interesantes producciones nacionales del 2006.
El segundo largometraje de Rodrigo Sepúlveda se inscribe en ese escaso grupo de películas chilenas de verdad. Y cuando hablamos de veracidad, esta está aquí presentada tanto en forma como en fondo. Sepúlveda no pretender seguir las modas cinematográficas de otras latitudes, ni intentar mostrar un Chile popular –las más de las veces absolutamente ajeno a los cineastas que intentan retratarlo-, no hay aquí efectos especiales, ni costosa producción. Sepúlveda se mueve en territorio familiar, literalmente. Esta cinta narra una historia real, la de su familia. La de tres hermanos que van al encuentro de su padre moribundo, cerrando con esta cita décadas de incomunicación.
La honestidad de Sepúlveda al poner en pantalla grande las debilidades de su núcleo familiar produce en el espectador un nivel de complicidad pocas veces alcanzado por el cine chileno. Probablemente esto tiene que ver con el gran trabajo actoral que sostiene la película, quizás por la transparencia del guión o a la suma de estos elementos más uno central. El padre de Sepúlveda se asemeja a muchos padres chilenos. La imagen de ese hombre irresponsable, abandonador, pero carismático –impecablemente caracterizado por Jaime Vadell – da cuenta de un sujeto real y cercano para muchos espectadores.
El relato es eficiente en retratar las particulares relaciones que se dan al interior de la familia media chilena. Los reproches nunca dichos, las verdades asumidas sin confrontación, la ironía como forma de defensa son todas características propias de nuestra idiosincrasia. La instalación de un personaje extranjero – la actriz argentina Cecilia Roth, como la pareja del hijo mayor- en el centro de esta red familiar pone en evidencia las perversiones comunicacionales a las que nosotros estamos acostumbrados. Y nos obligan a mirarnos al espejo.
La película no está exenta de falencias –tiene algunos problemas de ritmo y un par de escenas cuyo aporte es cuestionable – pero nos quedamos con su capacidad de retratarnos, de obligarnos a reflexionar respecto a como nos relacionamos con nuestros más cercanos y agradecemos que nos permita reconciliarnos –aunque sea estéticamente- con nuestra irregular forma de ser.