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El largometraje que Cristián Sánchez estrenó en el Encuentro de Arte Joven de Las Condes se registra entre los más prometedores del invertebrado cine chileno. La experiencia hace comparecer los perfiles de un mundo, de un espacio físico y espiritual, que son indispensables para la definición y el reconocimiento del alma nacional. Incursiona en ese singular universo de gestos, dichos, valores y prácticas de la baja clase media chilena, que fue recuperada para el cine con caracteres definitivos y admirables en la obra de Raúl Ruiz. También aporta una mirada válida y original sobre nuestra realidad y descubre en su joven realizador —veintiocho años— afanes experimentales bien encaminados para hacer del cine un instrumento de prospección de este país, más allá de los datos superficiales que recogen los prontuarios geográficos, costumbristas o estadísticos.

Por su formato (16 mm, blanco y negro), porque seguramente permanecerá al margen de los canales de exhibición regular y porque en ella hay mucho de búsqueda expresiva, «El zapato chino» no llegará a los sectores mayoritarios del público. Pero, en cualquier caso, habrá de permanecer como un conjunto de apuntes preliminares decisivos para la producción futura de su autor y como un intento serio, aunque no perfecto, de comprometer la creación cinematográfica nacional con los datos de nuestra realidad.

No se trata obviamente de hacer sociología con la cámara, ni cosa que se le parezca. Mucho menos todavía dicho proyecto consiste en apelar a las imágenes más o menos folclóricas que se asocian a nuestra identidad como país. Concretamente, Sánchez se ha propuesto contemplar y sobre todo analizar algunos rasgos del comportamiento colectivo. Y en este plano, por ejemplo, su obra entrega algunos bocetos inolvidables de formas de relación humana que no caben dentro de las vinculaciones afectivas, ni familiares, ni laborales ni de amistad, pero que de hecho existen aquí y que poseen mayor consistencia que la que en principio se les pudiera atribuir. Formas de adulterio más o menos encubiertas, singulares relaciones de trabajo, extrañas superposiciones de intereses gregarios e individuales —todas ellas coloreadas por la pobreza, la fotonovela y evidentes mecanismos de dominio y sumisión— conformar, en el filme una apretada textura de espejismos, subterfugios y represiones, donde Sánchez sitúa a sus personajes y ubica en definitiva al chileno.

Su película narra una historia de amor entre un taxista y una joven de pasado incierto, pero paradójicamente la historia de amor no aparece. Queda fuera de la pantalla, de lo que sus personajes dicen y de lo que hacen. Ese desencuentro sistemático, reiterado una y otra vez, hasta adquirir primero contornos trágicos y luego patológicos, permite interpretar las imágenes como una monumental acumulación de despropósitos y actos fallidos en torno a una relación que no cristaliza, que continuamente se disuelve en la impotencia y en las contingencias exasperantes de una vida sin sentido. Todo se disgrega, se desparrama y es inconducente. El desbande se generaliza y, en el caso del protagonista, las disociaciones de la conciencia y de la conducta conducen simplemente a la locura.

Esas mismas disociaciones están impresas en el estilo del filme, en sus referencias a situaciones que están fuera del campo visual de la cámara y en la oscura lógica con que se suceden los hechos. Más que de la progresión podría hablarse de una regresión no siempre comprensible. Tal vez la obra incurra en algunas exageraciones en este sentido, que no están rigurosamente justificadas y que la revisten de un hermetismo innecesario. Así y todo, los eventuales vacíos del filme por este concepto quedan en buena medida compensados por lo que hay de mirada personal en él y por la callada emotividad —francamente sobrecogedora— que alcanza la frustrada historia.

No hay duda que, en cuanto obra de experimentación, «El zapato chino» ofrece aristas difíciles. Desalienta los entusiasmos repentinos y, por el caudal de referencias cinematográficas que contiene, será apreciada mejor por quienes puedan descifrarlas. En el mundo que se muestra hay mucho de Ruiz y en su lenguaje la deuda con Godard es importante. La alianza de elementos naturalistas e irreales no siempre es pacífica y en general esto se traduce en deserciones de la idea central.

No por eso, sin embargo, la experiencia es menos estimulante. El solo hecho que se instale en un espacio de la cultura chilena donde resuenan los absurdos de la poesía de Nicanor Parra, las viñetas del cine de Raúl Ruiz, los estragos que a nivel popular han provocado el folletín y las telenovelas y, en fin, otros motivos igualmente entrañables, señala una dirección segura para el filme. Ya se sabe que un cine chileno que se desentienda de lo que somos y de lo que tenemos posee un destino incierto y muy dudosa justificación.