1) No…
Precedida por su triunfo en la Quincena de Realizadores del pasado Festival de Cannes y por las buenas críticas de la prensa extranjera, No, de Pablo Larraín, se estrena en las salas chilenas para presentarse ante un público que encontrará en ella, la mejor película de este realizador nacido en 1976. La cinta, que cierra por ahora las indagaciones de Larraín sobre la dictadura, demuestra el oficio, aprendizaje y capacidad de este director y su equipo, para realizar un cine reflexivo y entretenido a la vez. Un cine que utiliza con inteligencia, códigos audiovisuales de la cultura popular, en este caso la publicidad y su influencia en un momento clave de la historia chilena reciente, para desmenuzarlos y proponerlos como certera metáfora de un país fracturado.
No, la película sobre la campaña publicitaria del plebiscito de 1988, que provocó el fin de la dictadura de Pinochet, es una cinta que desde la confrontación entre los dos polos sociales y políticos del país, el del sí y el del no, representa con naturalidad una alegoría del Chile de ayer, enfatizando una relación directa con el Chile de hoy, el del año 2012.
No cuenta la historia de René Saavedra (Gael García Bernal), un publicista exitoso que ha vuelto a Chile en la previa del plebiscito y que trabaja haciendo spots publicitarios para televisión junto a su «socio», Luis Guzmán (Alfredo Castro). Las presiones internacionales han obligado a Pinochet a llamar a un plebiscito nacional, conforme a lo establecido en la Constitución Política de 1980, en el que los votantes deben elegir entre la opción «Sí», extendiendo el régimen pinochetista por 8 años más; y la opción «No», generando elecciones democráticas presidenciales y parlamentarias, para poner fin a la dictadura. José Tomás Urrutia (Luis Gnecco), un viejo amigo de Saavedra, lo convence para que lidere la campaña publicitaria del «No».
Aún cuando creen que no tienen posibilidades de ganar, ya que suponen que el plebiscito estará arreglado, el objetivo es sacar la voz de los que han estado callados durante 15 años de dictadura. Toman los riesgos y sumando a Fernando (Néstor Cantillana) se enfrentarán a la campaña publicitaria del «Sí» que, liderada por un argentino, no convencerá a la junta militar por lo que la responsabilidad caerá en el personaje del Alfredo Castro. Tenemos así una pugna publicitaria entre dos grupos, que será la base de una trama en que se mezclarán el miedo, la violencia, el suspenso y una especial comicidad.
La película irá paulatinamente mostrando el proceso de creación de la campaña del «No», pasando por la elaboración de sus canciones, sus contenidos, sus conceptos y sus personajes. Larraín crea una estructura narrativa con exquisitas intervenciones metadiegéticas, en que tendremos a los propios participantes del plebiscito de 1988 (Patricio Aylwin y Patricio Bañados, entre otros) unificados en escenas de ficción y extractos de la campaña publicitaria original, a través del montaje. Este tipo de actos resultan atractivos para el espectador. Llaman la atención y entregan frescura al relato, potenciando la idea de reconstrucción escénica de la campaña.
Con estas intervenciones, la cinta se conecta de manera emotiva con aquella generación que fue parte de este acontecimiento, del mismo modo que logra transmitir la sensación de hazaña comunicacional, a generaciones posteriores. El filme invita al descubrimiento de personajes participantes de ambas campañas, fusionando el material de archivo documental de las tandas, con el material creado a partir de ellas.
Uno de los aspectos mejor logrados y más relevantes de No, es el montaje de Andrea Chignoli. Evitando la conjunción facilista de las escenas, sobre todo en la primera parte del filme, se complejizan las conexiones de las secuencias, a través de cortes bruscos que, pulcramente, mantienen una linealidad de los diálogos, aún cuando los personajes transiten por espacios y tiempos distintos. La elección es un riesgo, está alterando la percepción del espectador en diálogos que son importantes. Sin embargo, la película maneja muy bien esta dualidad, de requerir concentración del espectador en una primera etapa, para luego invitarlo a pensar.
Pablo Larraín tiene el acierto en este filme, de evitar la mayor parte del tiempo los estereotipos, asunto difícil en el cine chileno. Todo es convincente en No. El relato, los diálogos y las notables recreaciones de la época, con un cuidado milimétrico en cada detalle de la dirección de arte. Su preocupación por dar con los efectos cromáticos de los años ochenta, al utilizar una cámara ikegami y video 3/4 de pulgada. Y probablemente su mayor cualidad, la construcción de sus personajes, a través de actuaciones sólidas. Hay un nexo virtuoso entre un gran guión, escrito por Pedro Peirano, y una mejor puesta en escena, en donde el eje fundamental son los actores.
En este punto es bueno detenerse y reflexionar.
Se agradecería ver películas chilenas con rostros nuevos, inéditos, apreciar el valor del riesgo y la negación de la cara televisiva, para dar cabida a otros actores y, por ende, a nuevos personajes. Más aún cuando de fondo hay una productora (Fábula) que posee los recursos para experimentar más allá de lo habitual en el cine chileno.
Pese a esta conjetura, hay que reconocer que Larraín expone en No, también sus virtudes como director de actores. Todo su elenco responde con convicción a los personajes requeridos. Gael García Bernal logra una de sus mejores actuaciones en español, como este chileno exiliado, obsesivo con su trabajo, que se mueve en un país que por varios momentos le hace sentir extranjero. Su acento español indeterminado, que mezcla con eficacia chilenismos y entonación mexicana, es una de las cualidades que lo hacen ser un gran actor de cine. En el mismo nivel están Luis Gnecco y Néstor Cantillana, como compañeros de Bernal, en su labor al mando de la campaña publicitaria del «No». En la contra, como partidarios del sí, destaca el inescrupuloso personaje de Alfredo Castro y el gran Jaime Vadell, que con sus quiebres vocales y mirada arbitraria, recuerda en varios momentos al que debe ser uno de sus mejores personajes en el cine chileno, el Rudy de Tres tristes tigres (Raúl Ruiz; 1968). Vadell es uno de esos actores, que hasta en las escenas en que habla por teléfono, demuestra talento.
No es la demostración de que Larraín es un buen cineasta. Laborioso, inteligente y con la capacidad de rearmarse después de una experiencia cinematográfica fallida, como fue Post Mortem (2010). Si bien esta cinta tuvo alguna repercusión internacional, su tono oscuro forzado, sus actuaciones postizas y el despropósito de la referencia a Allende, la condenaron a no ser tomada en serio. Algo que resultó extraño, después del entusiasmo generado por Tony Manero (2008).
2) …y la alegría que no llegó
El título de este texto es repetido. Es irónico. Quiere jugar, haciendo referencia a esa frase de remate que tenía el jingle de la campaña del no: «Chile, la alegría ya viene». Éticamente, no podría ser de otra forma. Más que nunca, después de ver No, se viene a la mente el Chile actual.
Decir que la alegría no llegó es un cliché. Pero es un cliché real. Crudamente real. Y no se podría ignorar esta idea que la película plantea con sutileza, mediante momentos de humor negro, que son negros precisamente porque estamos en 2012, y el país presenta miserias bastardas que nunca se erradicaron, en más de veinte años de democracia.
De forma natural, esa es la sensación que queda al momento de estar visionando la película de Larraín. Una sucesión de hechos que provocan un humor pudoroso, al comprobar la desgracia. Nuestra propia desgracia. Y quizás lo peor de todo, insisto, es que el efecto es absolutamente natural. En unos pocos minutos de iniciada la cinta, cuando ya intuimos que estamos ante una gran película, nos reímos de nuestro desastre. Porque, aclaremos, es este escenario de desastre el que provoca sonrisas y no al revés. Nos reímos porque hacemos el ejercicio de recordar, de reconocer y de identificar un pasado cercano, que en su relación con el presente, deja un amargo sabor de boca.
No no es una comedia negra como se le ha rotulado erróneamente en algunas publicaciones, es un drama negro con momentos de humor, que es algo muy distinto. Es el drama de un país que no resolvió sus problemáticas. Es la radiografía de una sociedad que le da más importancia a lo superficial y a lo que se ve por fuera, que a lo que realmente importa, que es la sociedad misma, con sus carencias y desbordes. Es la historia de lo primordial que es la publicidad en un país como Chile, que para terminar con la dictadura, requiere dar una imagen que venda, «que se vea bonita».
La conclusión, es que el fin de la dictadura en Chile, es el comienzo de una era en donde las apariencias son más importantes que la verdad de un país dividido, sumido en la inequidad, y que está a años luz de querer buscar soluciones.
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* Periodista. Profesor de la Universidad de Chile y de la Universidad de Santiago. Conductor y Editor Periodístico del programa radial “El Mundo Sin Brando» (www.elmundosinbrando.cl).