Nelson Villagra: los cien rostros latinoamericanos de un actor
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– Empecemos si lo crees adecuado, desde el principio.

– Bueno, nací en 1937, en Chillán, en una zona fundamentalmente agrícola. Es bueno tenerlo en cuenta, porque tuve desde niño un espíritu fundamentalmente campesino. Mi familia era de condición campesina y eso ha sido muy importante para mí, porque mis experiencias ligadas a ese espíritu han sido muy vitales, siento que me han hecho espiritualmente más sano y me han protegido en la vida.

“Tenía sólo trece años -en 1950- cuando ingresé a la actividad teatral. Estaba en pleno periodo escolar, pero trabajaba en teatro, en un grupo teatral de aficionados que actuaba en radio todos los domingos. El grupo lo había formado Enrique Gajardo Velázquez, un gran pionero del teatro, hoy desgraciadamente bastante olvidado, que organizó en la zona diferentes núcleos, a los que se les llamaba “teatros experimentales”, porque dependían del Teatro Experimental de la Universidad de Chile. Allí estuve cinco años, al cabo de los cuales me fui a Santiago, donde me inscribí en la Escuela de Teatro de la Universidad, estimulado por los compañeros de mi grupo. Me costó tomar la decisión; la idea me inhibía, porque yo estaba decidido a ser agricultor; lo que más me gustaba era trabajar en el campo, en contacto con la tierra. Allí estuve tres años, y a partir del 58 se inició un periodo de casi una década en que estuve únicamente dedicado a la actuación teatral. Primero en Concepción, en el Teatro Universitario, durante un largo período, con Jaime Vadell, Delfina Guzmán, Shenda Román, Gustavo Meza, Jazna Ljubetié y otros. Se me escapan algunos nombres.

Lucho Alarcón ha contado antes en Araucaria detalles de cómo trabajaba ese grupo, del clima de convivencia casi constante, lo que hizo de ello una experiencia profesional y humana bastante singular.

– Al principio hubo algunos roces, pero luego logramos integrarnos hasta formar un grupo donde de verdad nos entendíamos. Nos dirigía Gabriel Martínez, que siento también que está muy olvidado, lo que es lamentable, porque su labor fue muy significativa. Después lo sucedió Pedro de la Barra, con el cual el trabajo fue una gran experiencia. Nuestro paso por Concepción fue muy importante en nuestro desarrollo artístico, y la relación humana fue muy rica. Por una parte, trabajábamos todos los días en jornadas completas: cursos teóricos por las mañanas y en la tarde ensayos, y aunque las funciones en relativamente pocas temporadas -de quince días, un mes a lo más- el público que nos veía era considerable, porque las salas que ocupábamos eran grandes y por lo general se llenaban, lo cual era un triunfo. Por otra parte, en Concepción tuve mis primeras relaciones reales con la clase obrera chilena, con los pescadores. Los sindicatos nos invitaban a menudo, y eso creó contactos no sólo en cuanto a la actividad teatral; un entendimiento singular, como de complicidad…
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– ¿Y con qué repertorio llegaban ustedes a los sindicatos?

– De las primeras obras no recuerdo ya ni los títulos. Eran piezas que no tenían nada que ver con el público obrero: como si se asomaran a una vitrina y miraran los vestidos de la princesa de Mónaco. Una obra la transformamos en una comedia musical, para hacerla más liviana. Así fuimos alcanzando una visión más real del problema, tanto del tratamiento artístico de las obras como del tipo de relaciones que había que establecer con el público. Yo creo que estas experiencias fueron definitivas para nosotros. Así fue como logramos encontrar un repertorio adecuado para los campesinos, los obreros, los artesanos. Con Población Esperanza, de Isidora Aguirre y Manuel Rojas, Las redes del mar, de José Chesta o La canción rota, de Antonio Acevedo Hernández. Esta última la dirigí yo, y durante su representación creo que fue la primera vez en que en la galería del Teatro Nuevo de Concepción se sintió al público manifestarse con un zapateo general cuando se produce un enfrentamiento entre el patrón y los campesinos.

“En 1965 me fui a Santiago. No quisimos quedarnos en Concepción después que Ignacio González Ginouvés reemplazó como rector a David Stitchkin. De éste hay que rescatar grandes cualidades como Rector, y la verdad es que muchas cosas cambiaron después que él se fue. Entre ellas el teatro, donde un nuevo director no supo canalizar nuestra experiencia teatral, y quiso volver al teatro convencional. Me fui, pues, a trabajar a Santiago con el Teatro Ictus, junto con Delfina Guzmán, con Jaime Vadell. Allí estuve dos años. Paralelamente fui llamado por la televisión, el Canal 9, que recién empezaba, donde participó en unos teleteatros.

– Filmados en directo, recuerdo…

– Si, y lo que pasaba, pasaba… Y por Dios que pasaban cosas… A medida que nos íbamos desarrollando, íbamos ampliando nuestro trabajo. Trabajé con Charles Elsesser, muy buen director, que era el que más sabía de la cosa. Allí conocí a Miguel Littin, que también me dirigió Y luego pasé al cine.

– Cuéntame de ese paso.

– Fue en 1967. Naum Kramarenko, que filmaba Regreso al silencio con los hermanos Duvauchelle, me llamó para hacer el papel de un mafioso. Para entonces algo bastante curioso y divertido: en la película aparezco constantemente con una sonrisa, y muchos interpretaron eso como un modo elegido por mi para transmitir el cinismo del personaje. Pero, no era eso, sino simplemente que estaba de verdad tentado de la risa, porque era mi primera experiencia cinematográfica, y para un modesto provinciano como yo el trabajar de pronto en el cine me había resultado bastante exótico.

– ¿Y cómo fue para ti el cambio del teatro al cine? ¿Hallaste una diferencia muy grande como actor?

– No, la verdad es que la diferencia no es muy grande. Detrás de las cámaras hay un público físico: los camarógrafos, los electricistas, los sonidistas, los demás técnicos; todos ellos suman más de diez personas, a veces veinte, y algunas veces mucho más.  Aunque yo siento que no necesito público para ejecutar mis acciones como actor. Me basta saber que mi trabajo está destinado a él; me estimula la necesidad de comunicar ciertos contenidos en cierta forma, y la cámara, como representante de miles de espectadores (potencialmente), también me estimula, porque la sé un inefable ayudante que registrará lo que yo intento construir ahí en el estudio.

– Después de Regreso al silencio tu actividad en cine fue ya más o menos continua.

– Si, porque el periodo era propicio. En los años 67, 68, se abren nuevas perspectivas para la cinematografía chilena; hay un espíritu de indagación más profundo de la realidad, y surgen o se afirman cineastas como Raúl Ruiz, Littin, Helvio Soto, Aldo Francia, Elsesser. Se abrían tiempos nuevos para nuestro cine.

“Primero trabajé con Charles Elsesser en Los testigos, film basado en un cuento del escritor Guillermo Sáez, y luego trabajé en Tres tristes tigres, la obra teatral de Alejandro Sievenking que yo había dirigido cuando integraba el grupo El Cabildo. Allí nos iba muy mal, pero una de las obras que nos salvó de la ruina fue Tres tristes tigres, en la que Lucho Alarcón hacía el papel de que yo luego interpreté en el cine. Raúl Ruiz había ido a vernos al teatro, y se entusiasmó. Fue así como decidí hacer la película, manteniendo la estructura de la obra, pero cambiando algunos elementos aquellos que en el original sólo estaban sugeridos.

– La critica coincidió en señalar que fue una buena actuación tuya. ¿Te sentiste bien en el personaje? ¿Te ayudó la dirección de Raúl Ruiz?

– Bueno, el personaje que realizo es un lumpen, vive de diversos oficios, desciende de oficinista a barrendero; se mueve en un sector social donde
él es un desplazado.

“Ahora bien, el film fue muy importante para mí. Había una relación muy libre con Raúl. En la película trabajaban actores profesionales con muchos que no lo eran, pero la mezcla no se notó. Eso habla bien de los intérpretes, pero también de la buena dirección de actores del realizador.

“Después me tocó hacer El Chacal de Nahueltoro, que sigue siendo, creo, uno de los films más interesantes realizados por Miguel Littin.

– Tú que has estado con ambos ¿Qué diferencias sentiste entre Littin y Raúl como directores?

– Los dos tienen mucha similitud; ambos han trabajado con actores profesionales y aficionados, a los cuales les daban un espacio y mucha libertad, lo cual es bastante alentador. Ahora, en mis relaciones con ellos ha habido una situación particular, porque cuando hicimos aquellas películas ellos estaban empezando, y yo, en cambio, era un actor hecho, con muchos años de trabajo, lo que significó que hayan depositado mucha confianza en mí. La verdad es que podría haber sido yo el desconfiado, pero no tuve recelo alguno, me entregué totalmente, lo que he muy bueno porque permitió establecer un verdadero diálogo. Además hay otra cosa, un secretito del cine que tiene que ver con la calidad de los camarógrafos, que en el caso de estas dos películas eran muy buenos, tanto el argentino Bonacina de Tres tristes tigres como Héctor Ríos de El chacal de Nahueltoro. A veces ocurre con los directores de fotografía, cuando son muy formales, que te piden pequeños sacrificios. Te dicen “no te pases la mano por el bigote, porque el cuadro es muy cerrado”, o “camina más lento”, aunque uno siente, como actor, que debería ir más rápido. Todo eso va contra la actuación, el actor pierde, se lo siente sobrecargado. A veces, es cierto, se justifica, vale la pena, pero a la larga daña. Nada de eso ocurrió con Bonacina o con Ríos. Ambos creaban un tipo de encuadre que dejaba total libertad al actor. Yo recuerdo, por ejemplo, una escena en El Chacal en donde yo giro sobre mi mismo, porque el personaje está borracho, y entonces la cámara giraba conmigo, como si estuviera compenetrada en la actuación; aquello era como un ballet. Así, uno se atreve a repetir una escena sin miedo de que ésta pierda el sentido dramático. Si, los directores de fotografía son vitales en un film.

– Pero volviendo al realizador propiamente tal ¿Qué es lo que hace, exactamente, que pueda ser para ti un buen director de actores?

– Bueno, yo creo que es aquel que sabe darme un espacio orgánico en la escena; aquel me da las líneas gruesas de lo que tenemos que conseguir y me deja trabajar tranquilo. Aquel que no se inmiscuye en las emociones del personaje, sino que sabe crear circunstancias que me las provoquen. Aquel que sabe comunicarte sus concepciones, pero que, dado el caso, tiene la suficiente modestia para seguir tus concepciones si son más efectivas que las que él, respecto al personaje o a la situación dada.

– Retomemos la línea cronológica, si te parece.

– Después de El Chacal de Nahueltoro vinieron cosas muy locas con Raúl Ruiz, como Colonia penal, una película que dicen que de repente la dan por allí, aunque yo no sé dónde. No había un guión previo. Raúl me dijo un día: “Quiero que me hagas una gauchada; estamos haciendo una película y me gustaría que hicieras algo en ella, aunque todavía no sé exactamente qué”. A mi no me sorprendió porque él era siempre así, hacía las cosas a lo amigo, atenido a su gran talento. De modo que partí a Chile Films, donde me enfundaron un uniforme militar, porque parece que se trataba de interpretar a un militar, aunque de la película yo no entendía absolutamente nada, o el propio Raúl no lograba hacerse entender. Eran dos o tres secuencias; en una yo debía cantar debajo de un balcón y en las otras tenia que hablar en un idioma que Raúl había inventado. Todo sucedía en una isla y era bastante delirante. Recuerdo una escena con Mónica Echevarría, en que era violada por varios tipos.

Trabajé además en ese mismo periodo en Nadie dijo nada, también de Raúl Ruiz, que produjo el film con fondos de la Radio Televisión Italiana. Creo que nunca pudo exhibirse en Chile. Ocurrió otro tanto con la última película que filmé antes del golpe de Estado: La tierra prometida, de Miguel Littin, que incluso tuvo que ser terminada ya en el exilio.

“Con este último film completaba un total de siete películas hechas en Chile antes de salir al exilio.

– ¿Tú abandonaste el país inmediatamente después del golpe militar?

– No, estuve asilado en la embajada de Honduras, donde esperé cinco meses a que me dieran salvoconducto para poder partir. En ese país estuve algún tiempo, pero no tenía perspectiva alguna, así que intenté viajar hacia Argentina. Tuve que pasar por Panamá y allí me detuvieron. Llegué justo cuando llegaba también al país el señor Kissinger, y la ciudad estaba sometida a una vigilancia especial. Yo tenia una apariencia seguramente poco recomendable, porque andaba muy mal vestido y con una vieja maleta amarrada con un cáñamo, de modo que el tipo de inmigración me miró de arriba a abajo, vió mi traje y la clase de maleta que llevaba, y debe haberse dicho: “éste es un terrorista”. Además, yo viajaba sin pasaporte, apenas con un papel con mi foto, lleno de sellos, pero que no era un pasaporte . Quién sabe qué habrán pensado; me sacaron del aeropuerto y me tuvieron un día detenido en el regimiento que queda al frente. Luego, me expulsaron y me mandaron de vuelta a Honduras. En ese tiempo estaba ya Miguel Littin en México y desde allá me ayudó para que me dejaran entrar en el país. Después me contactó en la Universidad de Jalapa, donde entré como profesor en la escuela de Teatro. Vino en seguida un período en que, por responsabilidades políticas, tuve que viajar a Europa: mi partido me encomendaba asumir tareas en la solidaridad con Chile en países como Francia e Italia. En este último estuve a punto de filmar una película en que yo desempeñaba el papel del Che Guevara en Bolivia. El director hallaba que yo tenia algún parecido con el Che, y estaba empeñado en que hiciera el papel. Me ocurrió una cosa bien curiosa: si se trataba de interpretar al Che, me pareció que era como incongruente, que eso había que hacerlo en América Latina. Y coincidió el proyecto de filmación con un viaje que yo tuve que hacer obligatoriamente a La Habana, de modo que ya no pude volver a tiempo a Italia. Desde el punto de vista profesional, aquella posibilidad era buena para mí, pero yo seguía con la idea de que no era bueno hacer al Che en Europa.

“Bueno, ya en La Habana, el ICAIC se interesó por mí, y como Shenda Román, mi mujer, había llegado también a Cuba, nos contrataron para hacer la primera película que se hacia en ese país en solidaridad con Chile. Fue Cantata de Chile, dirigida por Humberto Solás. Así empezó para mí una etapa que al principio era sólo transitoria. Pero el tiempo he pasando, fue pasando, y ahora ya tengo once años de vivir aquí.

– Y en este período es cuando has hecho el mayor número de películas…
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– Si, creo que han sido trece, porque ya debo estar llegando a la veintena de films… He filmado, desde luego, con realizadores cubanos, como Manuel Páez y Gutiérrez Alea. Con este último, una película que me parece importante: La última cena. Con Solás hice un film más, y naturalmente, he vuelto a hacer otros trabajos con Littin: El recurso del método, La viuda de Montiel. Además, hay otra dirigida por un chileno, Sergio Castilla, que se titula Prisioneros desaparecidos.

– ¿Hay algunas que te placen en particular?

– Siempre es difícil señalar preferencias, pero es inevitable que me gusten más aquellas que, a mi juicio, ha logrado adentrarse y expresar en mejor forma la realidad tratada. Son, por orden cronológico: El chacal de Nahueltoro, Tres tristes tigres, La última cena y El recurso del método.

“Ahora bien, sin ánimo de fijar prioridades, quiero recordar la satisfacción que significó para mi participar en El recurso del Método. Alejo Carpentier dijo que nunca se imaginó que el personaje principal fuera tan fidedignamente representado. Es el mejor halago que he tenido en mi vida artística. Yo creo que él es uno de los intelectuales más lúcidos que ha habido en Latinoamérica, y fue importante qua quedara contento. La verdad es que hacer de dictador me costó mucho trabajo, no fue fácil acercarme al personaje, me pesaba nuestra dictadura: la composición misma del tipo, lo que pensaba, cómo se movía, todo era una mezcla de intuición y racionalidad.

“Cuando yo me enfrento a un personaje, me pregunto cuál es el modelo que por su modo es el que mejor lo puede expresar. Nunca me ha tocado encontrar un modelo idéntico al personaje, pero si con muchos rasgos similares. Luego reflexiono sobre cuales pueden ser los mecanismos internos que condicionan el modo externo del modelo. A mi me subyugan los modos de las personas, sus aspectos internos y externos, creo que me ha interesado desde antes que yo me hiciera actor. Las personas me entregan su esencia, no tanto en lo que dicen o hacen sino en cómo lo dicen y en cómo lo hacen. Estoy convencido que la esencia humana -en términos “actorales”- se me revela a través del modo y es así que siempre trato de imprimirle a mis personajes un modo particular, sirviéndome de un modelo central y otros particulares, circunstanciales.

– ¿Y tu podrías señalarnos un modelo, relacionado con alguno de los personajes que te hemos visto en el cine?

– No, ese es un secreto profesional. Es como el secreto de confesión. Pero puedo contarle una anécdota. Durante el rodaje de El Recurso del Método tomé como modelo circunstancial a Miguel Littin, que dirigía el film. Lo tomé como modelo para una secuencia, concretamente su modo de encolerizarse; me pareció que resultaría significante en el personaje. En la edición del film Littin (él no conocía entonces este detalle) desechó el plano en el cual él me había servido de modelo. Y hasta hoy estoy convencido que Miguel, rechazando el plano referido, rechazó una parte de su propio modo, de lo cual nos hemos después reído con él, cuando decidí, finalmente, contarle la historia.

– ¿Sientes que el exilio te ha enriquecido como actor? ¿O te ha empobrecido?

– La verdad es que yo no me siento exiliado, sino simplemente alguien que está trabajando en el exterior. Sentirme exiliado es como permitirme un lujo, y admitir de algún modo que estoy derrotado. Pero, claro, me falta mi basamento, mi gente, mi realidad. Yo siento que podría haberme expresado con mucho mayor riqueza si hubiera interpretado mis propias cosas, y no las más generales en las cuales he tenido que estar expresándome. Pero, por otra parte, el haber hecho esto último, la necesidad de traducir otras realidades, me ha enriquecido, y me permite volver los ojos a lo mío y tener, creo, una visión más rica. Ahora, si tú me preguntas cómo me he sentido, si más alto o más bajo, te contesto que más alto.

Hay tanta gente que no ha podido ejercer su profesión. A mi me ha ido bien. Hasta podría haberme ido mejor, si me hubiera preocupado de crearme una imagen, hacerme más publicidad, pero habría tenido entonces que elegir otros intereses, pensar en hacer una carrera.. Eso me habría exigido una dinámica distinta, y yo, la verdad, no tengo talento para auto-promoverme. Como tampoco tengo talento para cuestiones empresariales. Recuerdo, por ejemplo, el caso de Chacal de Nahueltoro, película en la cual ninguno de sus participantes cobró inmediatamente nada, porque la producción tuvo un carácter cooperativo. Yo tengo un 10% de los derechos de exhibición internacional, pero nunca he visto un centavo. A lo mejor soy millonario sin saberlo…

Me interesa el trabajo que estoy haciendo y no me arrepiento de lo que he hecho hasta ahora. Todo lo que he ganado en el exterior quisiera llevármelo para sembrarlo en mi país, donde me gustaría mucho poder trabajar. Es muy vivo ese sentimiento. Y hacer lo que se pueda: en cine, en video, en teatro, en televisión. En fin, ya se verá.