Navidad, de Sebastián Lelio
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Demostrando un real talento narrativo, Sebastián Lelio (entonces Campos) debutaba el 2006 con La Sagrada Familia. Lo que más sorprendía de su cruda propuesta, con una cámara en mano frenética y poco pulcra, era como lograba sacar segundas lecturas de sus personajes y de una historia simple y poco pretenciosa. Con rabia y el impulso fresco de un buen debut, se desentramaban así conflictos morales e hipocresías incrustadas en una fecha simbólica (semana santa). Todo sin nunca bordear lo empalagoso y todo bajo una clara estrategia: no afirmarse en un rígido guión, impulsar entonces la improvisación actoral, rodar en pocos días y contar con un equipo reducido.

Con esta introducción a cuestas, es ahora factible hablar de Navidad. Ello, porque gran parte de tales factores están presentes en su segunda película, esta vez escrita a dúo con Gonzalo Maza y con sólo tres actores (Manuela Martelli, Diego Ruiz y Alicia Rodríguez).

Rememorando al perturbado trío protagónico de Rebelde sin Causa (Nicholas Ray, 1955), estos jóvenes pasan el día 24 de diciembre en una casa en las afueras de la ciudad en donde despliegan frustraciones en forma de familia improvisada. Una casa abandonada que encierra recuerdos de la niñez de Aurora (Martelli), muchos asociados a su fallecido padre. Una casa a la que ella decide regresar de la mano de Alejandro (Ruiz), un joven hecho rebelde por los golpes y la rigidez de su padre. Un panorama cojo de afectos paternos que se completa con la sorpresiva aparición de Alicia (Rodríguez), quien anda rondando el lugar haciendo hora para la noche en que espera conocer finalmente a su ausente progenitor.

Desde estos pliegues es que Lelio busca instalar el filme en un campo en donde la expiación de tales frustraciones -y ese clásico paso hacia la adultez- tendrían que cocinarse y desatarse. Pero acá, al contrario del primer filme, lo traiciona su afán respecto a la flexibilidad del guión, el cual no encaja bien en actores con una notoria falta de experiencia en tales terrenos. Es que cada conversación, cada diálogo, siempre se queda en lo literal, en lo superficial, de manera que hacia el final los cambios en sus personalidades choca y bordea lo poco creíble. Todo enmarcado en un estilo visual también movedizo e inestable que esta vez queda fuera de lugar entre este contexto de inocencia.

Hay entonces un claro desequilibrio entre lo que se dice y entre lo que se quiere decir. Quedan volando numerosos elementos que al final ni se atan, ni explotan. Está ese vínculo con la canción «La Partida» de Víctor Jara y la música de esa época, la rebeldía de Alejandro y sus maldades escolares, o la extraña confusión sexual de Aurora. Ahogando cualquier intención en un gran barroquismo conceptual, que sólo al final –justo cuando se sale de la casa y cada uno toma su rumbo en silencio- toma algo de vuelo gracias al talento que Lelio tiene para aún así seguir sosteniendo la historia. 

Así, Navidad no está muy cercana a ser el reflejo de la juventud actual (esa que se aprecia rabiosamente espontánea en estos días), ni tampoco parece ser un retrato sobre como se vive y se sana sin ciertos afectos fundamentales. Quizás esas no fueron sus intenciones, pero ese enclaustramiento en el que cae, no deja claro tampoco sus reales propósitos.