Película ganadora del Premio Especial del Jurado en la categoría Largometraje Chileno, en el Festival Internacional de Cine de Valdivia 2023.
Comienza el verano y con ello las vacaciones. Un grupo de amigos visita a Fuenza, que se encuentra en cama desde hace un par de años por culpa de una enfermedad aparentemente grave. Llegan juntos, pero van a su pieza individualmente, cada uno con una forma distinta de relacionarse. Desde la preocupación, el cuidado, la risa y el cariño. Juan Pablo, quien pareciera ser el más tímido del grupo, recibe un préstamo de su amigo, el poemario Muertes y maravillas, de Jorge Tellier, que lo inquieta y sumerge en la lectura, sin imaginarse que más adelante le ayudará a enfrentar una importante pérdida.
Muertes y maravillas es el segundo largometraje dirigido por Diego Soto. Un coming of age poco tradicional que, además de retratar el crecimiento de sus protagonistas, trabaja en torno a su fragilidad con tacto y delicadeza. Una película que se centra en la atmósfera que generan sus personajes adolescentes y en la naturalidad de sus interacciones, lo que provoca una ineludible cercanía con la trama.
Al igual que en Un fuego lejano (2019), ópera primera del director, Rancagua es el escenario donde suceden las cosas. También es la ciudad de origen de Diego Soto, por lo que la mirada sobre dicho lugar se vuelve íntima y pareciera ser una motivación especial en el realizador. Quien vea la película, percibirá en Rancagua algo especial, una ciudad envuelta de una mirada particular, en la que pareciera no pasar mucho, pero donde existe cierta mística que se denota en las conversaciones de los jóvenes amigos y en el transitar por sus calles vacías y poco iluminadas que lucen ante una fotografía que no apuesta por la espectacularidad.
La amistad y el duelo son los pilares de esta historia. El Fuenza tiene una relación especial con el grupo, quienes lo cuidan como se cuida a la familia, pero manteniendo un espacio de libertad. Donde se genera complicidad en las miradas y decisiones más triviales, reflexiones absurdas y un desenvolverse naturalmente y sin vergüenza. Eso tan especial que está en las amistades reales traspasa la pantalla porque quienes la interpretan son amigos en la vida real. Actúan sin un guion y en base a instrucciones de dirección improvisan, entretejiendo así la ficción con lo documental. En ese sentido, lo que mejor funciona en la película son los diálogos de los personajes interpretados por Juan Pablo Soto, Yanko Bravo, Matías Cisternas y Benjamín Fuenzalida, quienes incluso ponen sus nombres a disposición de la trama. Cada uno aporta de su cosecha, lo que enriquece los textos y con ello la historia.
“La vida real es más emocionante”, dice uno de los personajes secundarios, un cineasta que vive en Rancagua y que los ayuda a comprar alcohol a las afueras de una botillería. La película se trata un poco de eso. Lo bello de lo nimio y de lo cotidiano. Recorrer las calles del barrio con los amigos, ensayar en la pequeña banda escolar o tomar una cerveza bajo el sauce llorón del skatepark se vuelven momentos enriquecedores. Permiten entrar en una intimidad que pareciera existir solo para algunos.
Es interesante la relación de Juan Pablo con Tellier y, particularmente, con la literatura. Leer Muertes y maravillas lo lleva a mirar y mirarse y con ello escribir. La escritura como una manera de sobrellevar el duelo, como una perfecta vía de escape. A través de ella Juan Pablo se permite conectar no solo con su amigo, sino también con otros intereses. De alguna forma, seguir otra ruta. Porque cuando se pierde a alguien el mundo deja de ser el mismo, se quiebra, como plantea la película.
La cámara se detiene en Juan Pablo porque es quien tiene la transformación más interesante, motivada precisamente por el impacto de las letras. Se permite conectar con un universo desconocido —el insoportablemente presuntuoso mundo de los poetas y los talleres de lectura de poesía— y con ello tal vez encontrarse.
Muertes y maravillas es un agridulce y delicado retrato sobre el crecimiento, donde hombres adolescentes se permiten sentir, ser y mostrarse frágiles, dolerse. Una película que a simple vista parece pequeña, pero que aporta con la autenticidad derivada del género documental. El ojo que graba entiende lo que graba y empatiza con ello como si estuviera grabando su propia vida, lo que sin duda le da a la película una sensibilidad particular, una naturalidad especial. Toda una sorpresa, y un camino lindo de recorrer.