Según la recopilación que hemos realizado en este sitio, el año 1925 se exhibieron en las pantallas locales 21 películas chilenas. Un número de estrenos que no fue superado en todo el siglo XX. Así de importante y categórico fue ese momento cúspide del cine chileno, del cual hoy sólo podemos acceder a fantasmas, a pequeños rastros literarios y periodísticos, porque de concreto, es decir, de las películas no hay casi nada. Ese “casi” son dos películas que hoy podemos visionar milagrosamente: Canta y no llores, corazón, dirigida por Juan Pérez Berrocal y, la que nos convoca esta vez, El Húsar de la Muerte, de Pedro Sienna.
Este 24 de noviembre se cumplen 90 años de que la película sobre las aventuras, pasión y muerte de Manuel Rodríguez se estrenara en cuatro salas de Santiago: Septiembre, Brasil, Esmeralda y O’Higgins. Y tal como hoy, fue un día martes ese día en que, como señaló El Mercurio en una crónica sobre el estreno, éste se dio “con las salas completamente llenas hasta en los pasillos, teniendo que cerrar temprano la boletería”.
Y lo más posible es que esto haya sido cierto y no una mera exageración publicitaria. Es que Pedro Sienna llevaba una carrera con cuatro cintas como director, junto a una media docena como actor, lo que lo hacía un nombre conocido. De hecho en 1924 había estrenado Un grito en el mar, considerada durante varias crónicas y opiniones de toda la década muda como la mejor película del cine chileno. Y su rostro, además, contaba con una fanaticada que las revistas de cine de la época pueden atestiguar, situando a Sienna entre los actores más populares de la gran pantalla, ahí en medio de estrellas del momento como Rodolfo Valentino y Ramón Novarro, entre otros.
Con esos pergaminos llegaba ahora con El Húsar de la Muerte, que parecía ser su cúspide. Una película de época, de aventuras y sobre un personaje histórico y popular, el que ya había representado en Manuel Rodríguez (1920), de Arturo Mario, pero que no se centraba del todo y con justeza sobre su figura. Desde esa vez que Sienna se propuso volver a interpretar a “El Guerrillero” en una película que le hiciera justicia, porque, como él mismo lo señaló: “pensé que era mi deber encarnar su figura en una película consagrada totalmente a su vida heroica y aventurera y a su inmerecida inmolación” [1].
Fue entonces que con el reconocimiento económico y crítico obtenido por Un grito en el mar, Sienna se pudo concretar el proyecto. Fue filmada en los talleres de la Andes Films ubicados en Teatinos 42, ahí en la esquina con calle Moneda. Para Sienna, un lugar que ”no pasaban de constituir un rincón de patio, galón, caballeriza o lo que fuera” (Ibid). A fuerza de ingenio se hacían decorados, rodando de día para obtener una mejor luz con ojo de que no se cruzara una nube que embarrar la toma. Algo fatal, porque no se podía perder un centímetro de película. Ni siquiera se podía repetir una toma, hacerlo significaba un descalabro económico debido al precio que tenía la película virgen para el rodaje. Había que ensayar y ensayar. Las escenas de enfrentamientos fueron rodadas en Tobalaba que por entonces era un montón de fundos que aún estaban en espíritu en el siglo XIX. Qué mejor fondo para el film. También se aprecia una escena en una casona situada en el paradero 9 de Gran Avenida. Es ahí donde el gran personaje del “Huacho Pelao” lograba robar la corneta a un grupo de realistas.
Quedémonos con este personaje, porque retrata perfectamente la intención que tenía Sienna con este filme. El “Huacho Pelao” era un niño huérfano que quería involucrarse con esta revolución patriótica. Analfabeto y descalzo, se convierte en la llave para varios triunfos Manuel Rodríguez en el filme. Era un guiño directo de una idea fija de Sienna: instalar dentro de la historia que la Independencia de Chile tenía un origen netamente popular, es decir, lo que quería decir era que sin la rebeldía del pueblo no había independencia. Y ese criterio era totalmente innovador para un cine chileno colmado de cintas centradas en melodramas de clase alta, de siúticos romances de salón.
Sienna estaba consciente que el cine era el arte que el pueblo disfrutaba. Los cines, efectivamente, tenían muy mala fama por lo mismo. Era donde las clases se mezclaban frente a una pantalla; era, además, en donde temáticas de fuerte contenido sexual, o que se atrevían a cruzar ciertos límites morales, se daban cita. Sólo un par de ejemplos chilenos: en 1924 Agua de vertiente retrataba el primer desnudo femenino del cine nacional; en 1925 La ley fatal se atrevía a instalar la idea del divorcio. Con todo ello, las clases dominantes no se atrevían entonces a darle un estatus artístico al cine. Pero ahí estaba Sienna, poeta, dramaturgo y actor teatral, totalmente consciente de que era un medio de expresión artístico valioso. Con una sensibilidad social debido a un origen efectivamente popular, marcaba la diferencia entre realizadores y productores que provenían de las clases más pudientes.
Visualmente el filme busca la corrección formal que desde Hollywood se estaba estableciendo. Era ya el cine que más se distribuía y acaparaba las pantallas. En El Húsar de la Muerte hay una clara influencia del montaje de D. W. Griffith y Cecil B. DeMille, lleno de cortes invisibles que buscaban sumergir al espectador en la trama, que querían involucrarlo sentimentalmente con el protagonista. Eran directores cuyas películas efectivamente llegaban al país y que, de hecho, eran tratadas como las cúspides artísticas del momento, dadas sus increíbles facturas. No es para nada cuestionable esta ambición de Sienna, pues es coherente con su intención de llegar a las clases populares, quienes efectivamente llenaban los cines.
Y el cálculo no pudo ser mejor. El Húsar de la Muerte rápidamente se convirtió en un éxito de taquilla y con sólo cuatro copias en Santiago (un número alto para aquel tiempo, de todas maneras). Para el 31 de diciembre de 1925, un aviso del diario La Nación inserto por la Andes Films, expresaba que ya la habían visto 109.857 personas. Un número que aún hoy ansía cualquier película nacional.
Según crónicas, la película luego comenzó un periplo por todo el país, una ruta que llegó incluso hasta fines de la década cuando el cine sonoro la dejó obsoleta. Fue entonces que el rastro se le fue perdiendo y, junto con el poco cuidado respecto a la conservación de las películas, fue poco a poco desapareciendo esta versión estrenada en 1925. Reapareció eso si en los años cuarenta, cuando René Berthelon y Gregorio Pardo la sonorizaran para volver a ponerla en circulación. Para ello suprimieron los intertítulos y los pusieron como subtítulos sobre la imagen. Fue justamente esa versión sobre la cual terminó trabajando Sergio Bravo con un equipo de la Universidad de Chile en 1962. El negativo estaba en pésimo estado y Bravo hizo lo posible para volverlo a su versión original, para lo cual fue consultarle al mismo Sienna. Con la película en su mente, el viejo director contribuyó a estructurar la película para que se pareciera lo más posible a esa versión original, agregando de memoria algunos de los intertítulos cortados. Aún así, esa versión que él agradeció no graficaba la grandeza del filme original y es palpable: sus últimos 15 minutos son demasiado frenéticos, con un desenlace demasiado brusco.
Aún así, verla hoy resulta una experiencia poderosa. No sólo se trata de uno de los pocos rastros del cine mudo de entonces, sino que probablemente su mejor ejemplo. Es el botón de una época que quizás fue más grande de lo que creemos y que merece una mejor atención. A los ojos de hoy El Húsar de la Muerte es un verdadero hito, del cual el cine chileno puede estar orgulloso porque es una película que aún posee un majestuoso magnetismo que, probablemente, se deba a sus ansias de crear un cine en donde lo chileno sea representado de una forma espontánea y auténtica. Felices 90 años.
[1] Cita sobre una texto inédito, publicado en “Obras completas de Pedro Sienna”, de Cecilia Pinochet, Mauricio Valenzuela y Francisca Schultz, Univeristaria, 2011.