Manuel de Ribera, de Pablo Carrera y Christopher Murray
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Manuel de Ribera había tenido un comentado paso por el Festival de Rótterdam antes de aterrizar en BAFICI 2010. Ahí, en el certamen europeo, se arrojaron juicios sobre la ligera frontera en la cual se asienta su propuesta: la de hacer interactuar a su personaje principal con los habitantes de unas remotas islas al sur de Chile, en la zona de Calbuco. Un cruce que para algunos hace frotar momentos de real autenticidad alcanzando un tono antropológico plausible; para otros la aparición de lugareños borrachos en una cantina o narrando sus vidas sin tener real conciencia de su retrato ante una cámara estaría más cerca de una caricaturización. Un safari rural, un exotismo.

Exhibiéndose por vez primera en Sudamérica, esta producción ganadora del laboratorio de cine digital de Lastarria 90, encontró acá un público que se inclinó más por la primera opción (la autenticidad) y que vio en este debut de la dupla MurrayCarrera un cine que no se encierra sólo en la contemplación como método de captar la esencia de lo que filma, sino que lo remueve pulcramente a través de una historia y un personaje que respeta los límites de esa realidad con la que juega. De hecho, es ésta la que se impone, duramente, sobre la ficción.

Rodada en un período de un poco menos de un mes, los directores arribaron a la locación sólo con dos actores profesionales, el resto saldría del resultado de ir explorando. La historia: Manuel Ribera (Eugenio Morales en un protagónico que se merecía) viene de Santiago a una desolada isla para instalarse, lo único que tiene para contar es que tales terrenos los heredó de su patrona, a quien le trabajaba como cuidador. Con tal posesión, Manuel le pide ayuda a un joven lugareño para empezar a instalarse y llevar a cabo su proyecto: reclutar a gente para trabajar las tierras con la recompensa de que quien lo haga terminará como propietario de una parte del lugar. Con una voz en off de fondo ajena al protagonista, la cual habla sobre las múltiples historias que circulan por la zona de hombres solos y lugares vacíos (“historias tontas”, dice), el filme se encuadra como una especie de relato mítico, el que una vez que Manuel va interactuando con su entorno va tornándose fallido dada la falta de guía y su incapacidad de fundar algo.

Es en este paso donde la película toma su camino más riesgoso al comenzar su deambular para cimentar su “conquista” (de ahí el “de” en el título, remitiendo a los conquistadores españoles). Manuel no encuentra más que vagas respuestas y oblicuas reacciones de la gente de los alrededores. Es la escena dentro de una cantina la que mejor refleja esta intención de los directores de instalar tal accidentada conjunción entre realidad-ficción. Ahí Manuel pregunta por si alguien le gustaría trabajar por un pedazo de tierra. Se instala un diálogo con personajes que no actúan, sino que se instalan ante la cámara y dialogan con el personaje. Son imágenes fijas que dan el suficiente espacio para su deambular y en donde el actor está conectado con los directores a través de un audífono que le dicta las pautas. Se captura así una escena auténtica que remite bastante al Raúl Ruiz de Tres Tristes Tigres, en donde el absurdo chispea y se transforma en la esencia de las relaciones sociales del chileno, es su medio de defensa. De tal choque, siempre alguien saldrá herido y en este caso es Manuel, quien sale rechazado, aunque nunca se lo digan directamente.

Frente a tal situación se podría decir que el filme caricaturiza a los lugareños, los “cosifica” al mostrarlos borrachos e incoherentes y siempre con su hablar pausado. Pero colocados en una situación de poder, ellos son lo que dominan la escena, mantienen su orden sin que los directores intervengan o fuercen tales situaciones. Es este el núcleo del filme: el de alguien solitario que sólo desea despojarse de lo que tiene, trata de instalar un cambio en un lugar que apenas conoce y por ende está destinado al fracaso. La voz en off dice: el que va y viene al final no está en ninguna parte, mientras Manuel sigue su derrotero por diferentes islas, conociendo a gente que asentada en sus ranchos vive la vida tal como se les presentó.

Manuel de Ribera entonces se instala así como un filme de alcance antropológico en donde, como ya se dijo, su premisa es sólo un removedor de una realidad: la de vivir en desolados parajes, solitarios y defender tal estado como algo dignificador (“aquí no entran ningún falta de respeto”, dice uno de los personajes). Es eso lo que Manuel no entiende y por eso tanto las personas como el paisaje siempre lo abruman. Visualmente, tal intención queda de manifiesto dada su afán contemplativo y pausado, el que gracias a la historia que acarrea el protagonista, nunca pierde el interés ni su justificación. Es ahí donde este filme quizás logra algo más que la propuesta de José Luis Torres Leiva en El Cielo, la tierra y la lluvia, en donde la contemplación a veces quedaba en desequilibrio con una historia que cojeaba en cuanto a emociones, personajes y sus intenciones.

Hay, claro, baches clásicos de un debut como este. Murray y Carrera experimentan sin mucha justificación en el espacio-tiempo al repetir por momentos tomas que sólo varían en ciertos diálogos. También hay planos que pierden intensidad en su afán de estirar el tiempo de la contemplación en imágenes que poco se sustentan, como el plano detalle de una oveja.

Pero dado su tratamiento, su madurez y delicadeza al filmar personajes que casi nula conciencia tienen de estar frente a una cámara logrando un resultado que nunca llega al folclorismo o al maqueteo caricaturizante (aunque es claro el riesgo), Manuel de Ribera instala una certera esperanza en el futuro de estos jóvenes realizadores.