«Los People in the Dragon»: La complicidad, el absurdo y la ternura
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Los buenos números y el reconocimiento de público y crítica de Denominación de origen, sumados al exitoso estreno de Los People in the Dragon, parecen recordarnos que el cine chileno potencia su capacidad de conexión cuando muestra nuestra idiosincrasia con honestidad, humor y ternura.

Hay películas que en vez de gritar sus intenciones, susurran una verdad más íntima detrás de lo que, podría parecer, sólo un divertimento. Los People in the Dragon es una de ellas. Bajo el formato de un falso documental sobre una banda que se reúne diez años después de una fallida presentación en Viña, se esconde una reflexión sutil y poderosa sobre la amistad masculina. Esa que, en un mundo patriarcal, necesita excusas para existir.

Porque si algo muestra esta película con lucidez cómica es que los hombres, muchas veces, solo se permiten quererse si hay un «hacer» de por medio: formar una banda, entrenar juntos, trabajar en un proyecto. El afecto se cuela como quien no quiere la cosa, disfrazado de compromiso artístico o de deber. Y cuando ese hacer entra en crisis —porque el proyecto fracasa, porque alguien muere, porque el tiempo ha pasado— lo que se pone en riesgo no es solo el plan: es el vínculo mismo.

Ese es el corazón vibrante de Los People in the Dragon. Una película que no se ríe de sus personajes, sino con ellos. Y eso tiene todo que ver con la trayectoria de su director, Pablo Greene, cuya formación y ejercicio teatral no solo moldea la estructura coral del relato, sino también la manera en que construye proyectos, como en su colectivo “Equipo TV”, que funciona como una compañía en el sentido más pleno del término. Algunos de sus integrantes forman parte del elenco, otros colaboraron en la escritura o la producción. Todo sugiere una lógica de creación conjunta, casi artesanal.

Ese ejercicio de hacer también se expresa en una particular sensibilidad por los personajes que no es nueva. Greene ha sido también coguionista y productor en películas dirigidas por Claudia HuaiquimillaMala junta, Mis hermanos sueñan despiertos-, donde la dignidad de los personajes vulnerables es un eje rector. En esta nueva obra la dupla da vuelta sus roles y permite que esa misma ternura persista, pero ahora filtrada por el lente de la comedia. Y es justamente desde el humor —ese humor incómodo, absurdo, casi cruel pero siempre lúcido— que la película ilumina muchas de nuestras lógicas relacionales sin necesidad de explicarlas. Las expone, y con eso basta. En ese sentido, mención especial merece Catalina Saavedra, quien sostiene gran parte del relato desde un personaje que es, al mismo tiempo, aguerrido y maternal. Su presencia equilibra las tensiones del grupo y encarna con sutileza esa figura capaz de contener y confrontar, de cuidar sin suavizar el conflicto. Es una actuación que dota de espesor emocional a la película sin perder jamás su tono.

Hay además otra capa de complicidad profunda que atraviesa todo el film: la que Greene comparte con los hermanos Abel y Pablo Zicavo desde hace décadas. Estos músicos reconocidos en la escena chilena por sus proyectos “La moral distraída” y “Plumas”, aquí interpretan versiones ficcionalizadas de sí mismos como músicos amateurs. El juego funciona porque no se trata de una parodia, sino de una entrega honesta. En lugar de mostrar dominio, performan torpeza. En lugar de controlar la escena, se ofrecen al tropiezo. Y en esa entrega hay también una forma de ternura.

Desde lo formal, la película dialoga con referentes tan icónicos como This is Spinal Tap y The Office, en su uso del mockumentary y en su manejo del absurdo como vía hacia la empatía. Ese quiebre constante de la cuarta pared —miradas a cámara, silencios cargados, entrevistas desbordadas— no solo genera humor, sino también una complicidad inesperada: sentimos que los personajes nos hacen parte de su intento, de su fracaso, de su anhelo. Y ese lazo, por más mediado que sea, es profundamente real.

Los People in the Dragon es, en el fondo, una película sobre hombres aprendiendo a quererse sin tener claro cómo. Sobre vínculos que envejecieron sin manual de instrucciones, y que solo pueden sobrevivir si se animan a cambiar de forma. Si se permiten la fragilidad, la risa, el sinsentido. Es, también, una invitación a mirar de nuevo esos proyectos compartidos que usamos como excusa para estar cerca. Y a preguntarnos: ¿qué queda cuando ya no hay excusa? ¿Podemos seguir estando ahí, sin más? Tal vez la respuesta no esté en en el éxito, ni siquiera en la música. Tal vez esté en esa torpe, bella, fallida pero persistente voluntad de seguir intentando juntos una canción.