Hay un lugar que limita con los recuerdos. Ese en el que sabemos lo que fuimos y comprendemos lo que viene en adelante. Es un anclaje con el que corremos el riesgo de vivir sin despegarnos de él, pero que, si tenemos suerte, nos permite acceder a una vitalidad anterior. Ricky Palace, el protagonista de Los años salvajes, es un ejemplo de ello.
El cantante perteneciente a la llamada Nueva Ola chilena no tiene reparos con su pasado. Su música, tal como él la ve, no es un medio para la fama o la fortuna; es algo que nace de sí mismo y que va más allá de lo que él puede manejar. Sus días transcurren entre sus presentaciones en el Bar Cochran de Valparaíso, las visitas a restoranes del puerto y sus escasos intercambios con personas que le acompañan. Sin familia conocida, Ricky parece ser un ser inexpresivo y con poco contacto con el mundo, pero como en la mayoría de los casos de este tipo, la procesión va por dentro.
El director Andrés Nazarala – quien también es guionista y escritor – instala a su personaje, Ricky Palace, en un lugar que de a poco se va desvaneciendo. El bar donde actúa está por cerrar, su salud no está en buena condición y uno de sus compañeros de armas, Tommy Wolf, se encuentra de gira en Chile luego de una exitosa carrera en México, que se contrapone con la carrera de Ricky, quien, convertido extrañamente en cantante de culto, parece no darse cuenta de ello. Caminando por los bordes, Ricky Palace es una presencia de otro tiempo, pero que, por alguna razón, no llama a la nostalgia. ¿Por qué?
Nazarala define un personaje, magistralmente ejecutado por Daniel Antivilo, que logra escapar de la caricatura. Un protagonista como Ricky Palace podría hacernos caer en prejuicios frente a un músico cuyo éxito está en el pasado, con todo lo que imaginamos que ello conlleva, pero en este caso no es tal. Ricky Palace existe y sobrevive sin autocompasión. No añora su éxito previo porque frente a sus otras experiencias, éste no tiene ningún sentido. Lo único que si lo tiene es la presencia de un antiguo amor y la música que lo ata a ella, y por lo mismo, ese elemento por sí solo es capaz de moverlo de su centro.
La literatura de Andrés Nazarala parece emerger en la forma de contar esta historia, dotándola de subtramas que se entretejen y que parecen ser capítulos de una serie de crónicas que se van desarrollando en distintos lugares. Las locaciones, reconocibles para quienes han frecuentado el puerto de Valparaíso, se convierten sólo en un antecedente de la historia que se cuenta. De esta manera, Nazarala se resiste a la tentación de mostrar – nuevamente, y como en otras cintas chilenas – a esta ciudad como personaje, despojándose de la supuesta mística de ésta y, por lo tanto, dejando fluir las acciones en una ciudad que es, ante todo, un escenario.
Es en estas atmósferas donde se van desarrollando Los años salvajes de Ricky. Pero ¿Dónde están estos años? La manera en la que se da la consecución de hechos nos hace asumir que éstos podrían ser cualquier momento o esfera de la vida de Ricky: Su juventud, el grupo de jóvenes que conoce en el camino, su mejor amigo – que también es dueño del bar – y el encuentro con Tommy Wolf, expresan algo de un personaje que no tiene nada que perder y que puede vivir esos años salvajes de la forma en la que decida hacerlo.
La capacidad de contar historias simples, que llamen a lo cotidiano, parece ser algo fácil de hacer, pero en realidad es todo lo contrario. Escapar de la grandilocuencia y sus avatares posibles – una maximización de lo que vemos, ya sea en su exotismo o en su miserabilidad – sigue siendo una apuesta que no todos llevan a cabo, pero que nos brinda un espacio de introversión que en la que nosotros, como espectadores, podemos ingresar. Ricky Palace, el personaje, tiene un tiempo y un ritmo que el mismo filme respeta, casi como si tuviese la posibilidad de pedir permiso y entrometerse en la vida del cantante.
Probablemente lo más entrañable de esta película y que la convierten en un organismo que logra traspasar su viveza sea eso; el amor y la distancia cómplice con la que el protagonista es tratado por su director, llevándonos por un camino que nos hace compartir los múltiples años – las múltiples vidas – de Ricky Palace. Aquí, Andrés Nazarala sigue el ejemplo de su protagonista y desarrolla una película que tampoco tiene miedo de llegar a territorios tan disímiles como el melodrama y la exploración de intimidades personales. Es una decisión y una jugada que nos hace pensar en el cine como un artefacto que puede recurrir a realidades inventadas y modificadas sin renegar de ellas. Es, básicamente, volver a recordar por qué nos gusta ver películas.