Las películas nacionales: A propósito del estreno de «Juventud, Amor y Pecado»
Películas relacionadas (1)
Personas relacionadas (1)

¿Me permite, señor Director?

Comprendo que será benevolencia de su parte darle acogida a estas líneas en columnas de prensa, donde se disputan el espacio las noticias plebiscitarias (¡oh, Fabio, oh dolor!), el Estatuto Administrativo, la recepción del Ministerio y otros acontecimientos a los cuales nuestra desidia reviste de importencia.

¿Hablar de películas y de películas nacionales? Sí, señor Director, pero voy a ser breve y preciso.

¿No cree usted que ha llegado un momento en que el interés de todo, del buen gusto del público y de la industria, exige que lo que son y lo que deben ser las películas nacionales sea sinceramente dicho?

La industria cinematográfica tiene en Chile, o puede tenerlo, un gran porvenir, por las condiciones de nuestro país, la baratura de la mano de obra y la protección que el público dispensa a tales espectáculos. Pero sucede que en vez de ir para adelante, vamos para atrás.

Ello se debe, a mi juicio, a la falta de sanción crítica y a la libertad -que toca en lo fantástico- para que la reclame pagada se desflore en aplausos y recomendaciones, mistificaciones al público -que luego de asistir a los espectáculos se retira descorazonado y lamentado el engaño de que se le hace víctima.

Es necesario, señor Director, que la crítica sancione las obras cinematográficas, para estimular la buena producción o para condenar la falta de conciencia, de pudor -si, señor,- de pudor de algunos fabricantes a quienes sólo parece interesar el éxito más o menos inmediato de unos golpes de taquilla, aunque luego la pésima impresión de sus trabajos redunde en descrédito de la cinematografía nacional.

«Juventud, amor y pecado» es una cinta que retrotrae la filmación de películas a días en que todavía no se sabía manejar una máquina, ni se tenía idea de efectos fotográficos o exigencias de argumento.

Cabe, señor, errar en materia de ornamentación (muchas veces por defecto económico que el cinematógrafo reclama dinero), en materia de interpretación, y hasta si usted quiere en materia de filmación. Pero no cabe errar en materia de lógica de argumento, hasta filmar tonterías con pretensiones de «fotoespectáculo».

¿Qué pasa en la cinta del señor de la Sotta?

Una vieja situación novelesca: el hijo enamorado de su madrastra, puesto en evidencia por delación de unas amistades, la mujer que se suicida y padre y padre y vástago que se perdonan. Lo curioso es que el carácter del padre varía como termómetro, pues a ratos maldice a su mujer y a su hijo, a ratos solicita de la mujer que haga feliz al hijo, luego se arrepiente de su «generosidad» y protesta… Hasta que la mujer se suicida… de aburrida. Y todavía, la pobre, sin haber pecado sino de intención!

Este suicidio, que me permito describir, es un botón de muestra de todo el absurdo de esta cinta… a la cual se le agrega por cuenta de la empresa una película cómica para deshacer la impresión final.

El padre (no se sabe dónde están todos los personajes, pues las escenas se desarrollan en encuadres que son de una casa, de un sanatorio, de una capilla, etc.), la mujer y la suegra de ésta están en una escena en que aquél rechaza a su consorte y le pide que se vaya con su hijo «para que no haga la desdicha de dos, ya que ha hecho la de uno.» La esposa – ¡pobre! – sintiéndose así despedida, pone oído y escucha (se va) el pitazo de un tren. El hijo entra a despedirse del padre, pues se va lejos. El cuitado marido no perdona a los que sabe traidores. El hijo se va… (Fijarse bien que sale en ese momento). Caso, siguiéndolo sale la mujer… tanto es así, que el marido dice al cura que «ella se va siguiendo a la juventud, a su hijo.» Se ve a la mujer que corre, atraviesa calles, más calles, enfrenta la estación y llega a los rieles… Todavía el tren no llega. (Qué oído tuvo ella para oír el pitazo desde hace un cuarto de hora!) El señalero de la estación comienza a batir su bandera, en vez de adelantarse a retirar de un manotón a la mujer que se ha colocado en medio de la línea, tapándose los ojos. Y sucede – vea qué curioso – que en el tren viene el hijo, el mismo que salió poco antes de la mujer de casa de su padre! ¿Cuando tomó el tren? ¿Dónde tomó el tren? ¿Cómo pudo llegar hasta la estación vecina para tomarlo mientras la mujer, corriendo, sólo alcanzó hasta la del pueblo, donde busca el hacerse aplastar por el convoy?

Pero hay algo más curioso aún.

Ninguna persona, en la línea central de los ferrocarriles, sentada en un vagón puede ver lo que en la línea hay delante de la máquina que avanza. Esto no se discute. Es cuestión de haber viajado. Sin embargo, sucede que el hijo – ¡qué ojo! – hace un movimiento junto a la ventanilla y sale disparado a prestar auxilio a la mujer que ha querido suicidarse…

Estos son defectos de argumento, astrakanadas que se comenten por falta de estudio, de meditación, de seso. Esto sucede cuando se hacen películas «sobre el terreno» sin estudio, sin engranaje previo sin plan…, con sóio una idea romántica, poética, folletinesca, en el cerebro.

Para mostrar la «calidad» de esta film, basta este botón. Pero hay más: la cinta ha sido reclamada como primera film aristocrática, con un papel estupendo de «mozo de casa grande». Señor Director: ¿dónde existen mozos de casa grande, que se ríen de las visitas, se chacotean con ellas, y se burlan? ¿Dónde existe «gente bien», que discute y se pelea con mozos y corre a buscar a sus relaciones en las oficinas para contarle lo que hacen esposa y amante? ¿O lo de película aristocrática le viene por el hecho de que el señor de la Sotta aparece en ella llevando frac y sombrero de copa, cuando nada lo exige?

Para colmar este conjunto de disparates, señor Director, yo le pido que lea los letreros morales, de conseja matera, que el autor introduce en las escenas finales, metidos en dos grandes corazones.

¡Es la cursilería elevada a lo inefable!

Pongo de testigo al público asistente…