Largo Viaje, de Patricio Kaulen
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La transformación de lo real en falsificación acartonada ha sido una de nuestras más largas tradiciones cinematográficas. Parecía que bastara colocar la cámara frente a un actor para que éste comenzara a hablar engolado, a moverse como autómata, mientras a su alrededor todo parecía alumbrado por el servicio público municipal, encargado además de aseo y ornato de toda la película.

Pero no era una estilización creada a partir de un proceso de selecciones estéticas, sino más bien un automatismo propio de una patológica carencia de verdad intrínseca, de miedo a descubrirse, de solapada hipocresía expresiva. Ni tan solapada en verdad. Y si hay algo que el cine parece tener en forma espontánea y en cantidades inagotables es su capacidad de develar lo verdadero y lo falso. Algo así como la manzana del Paraíso.

Si durante doscientos años nos hemos pasado preguntándole a cualquier extranjero lo que piensa de Chile, antes de pensarlo nosotros mismos, no podíamos producir sino el cine que nos merecíamos.

Fue necesario un largo viaje para variar parcialmente las cosas. Si antes Sergio Bravo, Pedro Chaskel, Nieves Yankovich y Jorge di Lauro habían ya dado los pasos necesarios en el género documental, fue Patricio Kaulen el primero que al menos lo intentó en la ficción.

Largo viaje, es un compendio de todas las imposturas de nuestra historia fílmica anterior, pero se le añade una sazón nueva que anuncia lo que está por venir, casi inmediatamente después. En ese sentido es uno de los hitos de nuestro cine, aunque sólo sea por lo que prepara más que por lo que desarrolla.

Desde la idea inicial existe ya una concepción nueva, fresca y poética, que de haber sido llevada a cabo en plenitud pudo dar una auténtica joya. La muerte y sepelio de un niño pobre puede ser de esos materiales indigestos a los que el cine del Tercer Mundo busca acostumbrarnos en aras de la buena conciencia social. Pero si en vez emborrachamos la perdiz con una cierta cuota de folclore, otra de ingenuidad y algún apunte sociológico que mantenga a raya el derrame sentimental, puede que la cosa llegue a un digno puerto.

El arranque del relato no puede ser mejor: palomas volando con acompañamiento de un “toquío” campesino para cuerdas, de pronto un disparo y estamos en un club de tiro de la clase alta. Otra transición similar nos lleva a un conventillo del centro de Santiago. La periódica aparición de una paloma ritmará con sapiencia el desarrollo, permitiendo que el motivo sirva de ordenamiento de un relato demasiado fragmentado como para interesar en su totalidad. En rigor nada de lo que le sucede a los burgueses tiene algún interés, ni por los personajes, ni por su incidencia sobre la historia central. De haberse centrado en el niño y sus aventuras por llevarle las alas a su hermanito, la película habría tenido mayor vuelo, pero Kaulen se sintió llamado a la crítica social, pústula propia del cine latinoamericano, siempre exigido de “decir” muchas cosas. Hasta ahí no más llegó la aventura de la paloma.

La muchas veces mencionada escena del velorio del angelito, es sin duda el punto fuerte de la película. Perfecta coincidencia entre atmósfera, costumbre, ritmo y cámara, la secuencia da paso a la realidad nacional, sin imposturas ni adornos, sin mistificaciones ni rebuscamientos sucios. La música, (del folclore, pero arreglada con gran talento por Tomás Lefever) termina por crear cierta  cualidad hipnótica en que la reiteración de una cueca larga conduce a la degradación del rito inicial.

Pero de ahí en adelante la cosa se vuelve ardua para hacerla funcionar a igual altura. Todavía hay algunos apuntes ambientales que funcionan bien y escenas resueltas con propiedad, pero apenas los personajes abren la boca caemos violentamente en la tradición más brutal del más añejo radioteatro.

Largo viaje es víctima de los lastres de su época y especialmente por su visión maniquea de los personajes burgueses, que pueden llegar a producir fastidio por lo mal que están descritos y actuados. No se libran prostitutas, delincuentes y vecindario popular, pero hay momentos en que la falta de énfasis llega a producir todavía algo cercano a una auténtica emoción, como la sencilla  escena del padre en la micro llevando a su hijo muerto en un cajón frutero.

Pasado el tiempo los defectos de la película han crecido poco, ya que fueron vistos desde el principio como tales, pero sus virtudes no han disminuido y continúan siendo ejemplo de lo que podríamos llegar a ser si hiciéramos nuestras las precariedades que nos han hecho un país.

El balance favorable otorga todavía interés a una película que en sus múltiples defectos logra imponerse por la honestidad de la mirada, por la ingenua intuición presente en sus mejores momentos y por una voluntad incipiente de descubrirnos cinematográficamente.