La Quemadura, de René Ballesteros
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Estrenado en BAFICI en Argentina y ahora en SANFIC, el primer largo documental de René Ballesterostiene a su director de protagonista y aquello ya es algo para destacar. Lo es, porque es una estrategia riesgosa tomando en cuenta el rechazo anticipado que aquello provoca en ciertos críticos o público reticente a cualquier cosa que se acerque a algo posible de calificarse con algún cargante adjetivo al que se puede anteponer “auto”: alegórico, referente, indulgente, compasivo, heroico, lo que sea, como si las imágenes siempre debieran enfocarse en el otro. En resumen, siempre el que aspira a colocar su propia historia como un rasgo válido de humanidad (por lo tanto, digno de contarse) estaría más cerca de pegarse en el techo del egocentrismo que otra cosa.

La valentía de tal proyecto y postura ya es algo que cuenta. Afortunadamente, en Chile se han arrojado ejemplos bastante válidos al respecto, sobretodo porque todos se aúnan en un esfuerzo por instalarse como ejemplos o catalizadores de una necesidad por escarbar en una memoria y un pasado petrificados por el conformismo histórico.

 Ahí están Calle Santa Fe, Héroes Frágiles, Reinalda del Carmen, mi mamá y yo, o En algún lugar del cielo, gran obra de Alejandra Carmona. Todas ellas eran cintas con historias derivadas del golpe de Estado o de abusos de la dictadura militar, planteándose no sólo como medios de búsqueda de cuestionamientos personales o vías sanatorias para penas infinitas debido al entorno pacato en el que se desenvuelven (el Chile actual), sino también como relatos duros sobre el desarraigo que provoca estar en un país que no les pertenece justamente por esa pacatanería.

La Quemadura va un poco más allá de tales rasgos, porque no aspira a aterrizar un acontecimiento histórico, no le debe (aparentemente, esa es una incógnita) al golpe y la dictadura sus nudos. Ballesteros va más allá porque instala su historia (la con minúsculas) como un contenedor y patética muestra de rasgos casi patológicos que nos marcan como sociedad y que atraviesan cualquier contexto histórico (o la Historia con mayúsculas) y que explica mucho esa búsqueda eterna de alguna identidad. Ballesteros habla de aquello de ensombrecer todo recuerdo que nos duela y avergüence creando un muro de falsa conformidad con la vida. Como se dice popularmente, barrer la mugre bajo de la alfombra y hacer como si nada. ¿Cómo logra tal conexión con sólo contar su experiencia? Porque confía plenamente en las imágenes, en el cine.

La historia es la búsqueda de respuestas de porqué su madre lo abandonó a él y a su hermana hace más de 25 años. Criados por una abuela materna ya cercana a la muerte, que se mueve entre momentos de divagación y lucidez en donde entierra toda explicación al caso; con un padre que trata de dejar todo en la bruma del pasado o se escuda en no contar algo así a una cámara; el director establece a la cinta como su propio medio de respuestas, las que tampoco consigue concretamente ni siquiera a través de conversaciones telefónicas con su desaparecida madre, que desde Venezuela tampoco sabe explicar todos los porqués existentes. Conversaciones que impactan, sobre todo, cuando ella reconoce haber borrado toda su vida en Chile, de ni siquiera acordarse de las calles o libros que leyó en su juventud.

Todos esquivan cualquier razón a lo sucedido. Así, Ballesteros entre tal vacío, va astutamente consolidando a la cinta y sus imágenes como su máquina de respuestas y de construcción de una identidad personal que pocos pilares tiene para conformarse, algo que se aprecia a través de intercaladas escenas, muy cuidadas y sugerentes, en donde él está aprendiendo a nadar. Con una destreza de un bebé que da sus primeros pasos, con un azul bastante frío, se ven bajo el agua los torpes pasos del director caminando por una piscina en la que está solo y sólo se escucha a lo lejos la voz de un instructor. Casi como una escena de parto, como buscando nacer de nuevo, ahora sólo, buscando distanciarse así del dolor de la madre ausente. Es en estas imágenes en donde el cine se impone al reportaje o al mero registro personal o el manoseado y confuso concepto de docu-reality.

La cinta también toma un desvío, como forma de metáfora y también como una línea complementaria y aliviadora de lo central, con la investigación que el director hace junto a su hermana bibliotecaria sobre lo que fue la desaparecida Editorial Quimantú, barrida y quemada tras el golpe (de ahí el título de la cinta). Haciendo la relación con los libros que su madre juntó y que ahora yacen en baúles empolvados y con sus nombres tachados misteriosamente con un afán de borrar el nombre de ella de la casa, la historia del proyecto editorial de la Unidad Popular es también una historia de olvido, pero que a la larga no llega a igualar la carga sentimental de la línea central porque le resulta complicado personalizar tal destrucción, humanizarla.

De todas maneras, este tambaleo momentáneo no hace trastabillar el documental, sobretodo vuelto al carril de su historia personal con su viaje a Venezuela junto a su hermana, luchando en contra del olvido y desprendimiento de su madre hacia ellos y de razones que nunca llegan.

Esa fiereza, esas energías son las que hacen de La Quemadura una experiencia emotivamente poderosa, aunque para algunos resulte comprensiblemente incómoda, dado el enfrentamiento feroz que el director hace con sus demonios. Se puede cuestionar también el uso de las conversaciones telefónicas con su madre, quien ha desperdigado alegatos en contra del estreno de la película (en este mismo sitio de hecho), achacándole culpas éticas a Ballesteros por usar un material presuntamente confidencial. Cuestionable o no, injusto o no, la sinceridad y el punto de vista nunca imperativo del director rehuye siempre a enjuiciar o a destruir la imagen de su madre de manera vengativa. La delicadeza, la profundidad y sugerencia de sus imágenes cerradas y frontales hacen de la película una historia que siempre quiere hablar más de ese doloroso uso del secretismo como arma para seguir adelante y romper con un pasado que atosiga que rendirle cuentas a alguien. Son los fantamas de una verdad que nunca llega, que siempre está en remojo y que les duele a todos los implicados quienes están impedidos de liberarse de sus máscaras que les permiten vivir, oscuros y todo. Ahí se podría explicar porqué de una película así casi nadie sale indemne, ni su madre, ni el director.

Es así, que enfrentarse a La Quemadura es tan impactante, como también valorable al ver una película que se planta con tanta dignidad y pachorra, siempre cuidándose de efectismos y didactismos, confiando en la humanidad, patética o bella, de sus imágenes. Aquello explica que al final de su exhibición en BAFICI, y esperamos también ahora en Sanfic, la emoción desbordara a la mayoría de los espectadores.