Natalia tiene alrededor de 18 años, casi 4 meses de embarazo y ha decido abortar a través de un cóctel de pastillas que ha comprado clandestinamente. En su casa en el barrio alto de Santiago, la acompaña su pololo Rodrigo, quien es de clase más baja, de más o menos la misma edad, pero no con la misma determinación que ella para realizar el acto. Pero ella está decidida porque no es el momento para un hijo, piensa. Sus padres están fuera por el fin de semana y ya no queda tiempo para seguir escondiendo lo que ya está por hacerse evidente.
Así es como este largometraje escrito y dirigido por Francisca Fuenzalida busca instalar directamente un debate respecto al aborto (de hecho ha sido exhibida con este fin, con políticos invitados incluso). Algo ilegal en Chile ante cualquier sea el caso, lo que provoca llegar a métodos tan peligrosos como por el que el personaje de Natalia opta en la película. En este sentido, la película es bastante sincera en evidenciar la problemática, en lanzarla sin tapujos ni dobles lecturas, como también es riesgosa (dramáticamente hablando) al centrarse casi exclusivamente a través de estos dos personajes encerrados en una casa.
Pero esto no quiere decir que La Espera tome el camino del mensaje facilista, de la moraleja imperativa, ni tampoco de explotar las consecuencias graves de una determinación de comprar unas pastillas a una desconocida y creer a ojos cerrados en su efecto. Totalmente controlada y consciente que cualquier salida de madre podría llevar a la película al rechazo de cualquier posición que se adopte frente a un tema tan peliagudo, ésta se maneja con una sobriedad en sus diálogos, como también en el desarrollo de la historia la que, finalmente, deja traslucir algo más allá que el hecho del aborto: a dos casi niños que están muertos de miedo ante algo completamente desconocido, de algo que nadie nunca les previno bien. Factores que le deben mucho a las muy buenas actuaciones de María de los Ángeles García y Diego Ruiz.
Esa desesperación juvenil, esa inocencia y también esa responsabilidad (o irresponsabilidad) de jugarse por algo que marcará a fuego cualquier porvenir se plasma con bastante efectividad desde un guión bien estructurado que sumerge en la angustia de los personajes que no tienen el mismo origen social, pero que se igualan al verse como una generación abandonada. Algo que se mantiene en pie a pesar del gran “pero” que contiene la película: su pobre desempeño en cuanto a imágenes que se remiten solamente a encuadrar correctamente los hechos, pero que no buscan a través de ellas engrosar o disparar más sentidos, volviéndola a veces pesadamente unidimensional. Aunque esto sea coherente con el afán de instalar más fácilmente la problemática, ello la empobrece en su resultado total, como producto cinematográfico, en donde el equilibrio entre imagen y diálogo debería ser lo óptimo.
De todas maneras, es refrescante el manejo dramático de La Espera, sobretodo porque es una película que avanza por la vereda contraria de un cine chileno reciente que apuesta demasiado por la contemplación visual y por una exagerada búsqueda casi trascendental de sus personajes, lo que casi siempre arroja películas demasiado abstractas y que miran demasiado de reojo al espectador y más de frente los elogios de una crítica esteticista. En La Espera hay un guión que posee naturalidad, que tiene justeza, habla de frente, no busca dominar y busca conmoverlo. Nada para desmerecerla.