“Las películas chilenas, igual que los políticos, tiene espectadores que aún confían en ellas. Es una confianza limitada; el público sabe que hasta hoy no se ha hecho ningún film chileno bueno y sólo aspira que el que vea no le resulte una penitencia de Semana Santa.”
Crítica a La Hechizada, Revista Ercilla, 28 de noviembre de 1950.
El fracaso de Chile Films golpeó fuerte el sueño de conformar una cinematografía pujante, consistentemente productiva, identitaria y, finalmente, industrial. No sólo los estrenos de largometrajes disminuyeron de forma dramática durante los años 50 (sólo 13 llegaron a cartelera), sino que la confianza en poder revertir la situación también se instaló en la crítica y la prensa nacional.
“Agregar que el cine chileno sigue en pañales, puede ser majadería”, decía el 6 de junio de 1951 un comentario de la Revista Vea al reseñar la precaria cinta El último galope, de Luis Morales, dejando en evidencia la pesadumbre imperante. Atisbos, además, de un germen imperante en la apreciación del cine chileno que llega hasta hoy: el prejuicio de estar ante una cinematografía incapaz. Esto queda de manifiesto en el comentario hacia la rescatable (para todas las críticas) Río abajo. “A nadie defraudará, pese a ser chilena”, dijo la Revista Ercilla el 3 de enero de 1950, medio que junto a Ecran son las que consistentemente siguen difundiendo el quehacer cinematográfico durante la década.
Además de sus logros formales y narrativos, el caso de Río abajo tiene mucho que ver con este recorrido por la crítica cinematográfica chilena. Su director, Miguel Frank, fue uno de los más importantes comentaristas y columnistas de los años 40. Bajo los seudónimos de Pancho Rivas y, luego, Pancho Pistolas, Frank (quien en 1950 cumple recién treinta años), alentó un cine nacional que se asentara en historias propias, pero sin caer en folclorismos puros.
Con esa carga autoimpuesta, Frank probó como director en los 40, pero su pluma aguda había caído en contradicción con sus primeras películas. Sin embargo, con Río abajo se puede decir que sus criterios finalmente llegaron a cierta concreción.
Basada en un relato de Mariano Latorre y con una influencia bastante fuerte del cine de Emilio “El Indio” Fernández, con personajes trágicos y desvalidos socialmente, pero con una dignidad tal que logra un vínculo emotivo con el espectador. El filme se posa además sobre una excelente fotografía de Andrés Martorell y también en actuaciones convincentes (sobre todo de Alma Montiel). Todo esto demostrando un manejo escénico poco común de parte de un realizador nacional que parece haberse formado en los avatares cinéfilos que entrega la crítica cinematográfica más seria. Pero, curiosamente, tras haber encontrado un pulso que podía encumbrarlo a un estilo propio, Frank deja de hacer cine para pasar al teatro justo cuando el cine chileno necesita urgentemente una brújula.
Así, Río abajo fue una excepción en un momento aciago. Con los inversores y productores de antaño totalmente retirados de este “negocio” que nunca fue tal, las iniciativas se dividieron entre aventuras personales y realizadores foráneos que llegaron a Chile como una forma de reverdecer laureles o darle una vuelta nueva a sus carreras. Hugo del Carril, Tito Davison y Pierre Chenal hicieron películas que la prensa recibía con esperanzas de que pudiera ser una nueva chispa para revivir la producción. Si bien es cierto que Surcos de Sangre (Carril) y El ídolo (Chenal), son filmes bastante dignos, sobre todo el del francés, podrían haber sido realizado en cualquier otro país. Conscientes de ello, el comentario de la Revista Vea señala: “aunque con diálogos limpios y bien enhebrados, no responda el deseo que hemos idealizado los que esperamos esencias fílmicas, con proyecciones universales, del ambiente chileno” (ver comentario completo). ¿Cuál es el camino correcto para este “deseo”? El mismo cine dará tal respuesta.
Atisbos de un nuevo camino
Dominada siempre por Hollywood, la cartelera nacional de todas maneras da luces de los cambios que el cine como expresión está teniendo. El neorrealismo es sin duda lo que cambia el panorama. El Lustrabotas, Roma ciudad abierta y El Ladrón de bicicletas se estrenan por aquellos años. De hecho, la primera de las mencionadas, es elegida el mejor estreno de 1949 por los críticos chilenos. Conscientes de un lenguaje y de un verismo cinematográfico inédito, la revista Ecran (que impone siempre un juicio crítico que ve a Hollywood como el modelo a seguir) señala en su número del 23 de agosto de 1949 que “se muestra la vida tal cual es, sin casi dar respiro a la tensión que mantiene al espectador en el borde del asiento de comienzo a fin”.
Dirigida por Hernán Millas, la sección de espectáculos de la revista Ercilla parece buscar con más ahínco una crítica especializada más conscientes de los cambios. Es en su espacio de críticas donde se dice que Roma ciudad abierta produce una sensación de “olvidarse de que hay una cámara entre medio”. También, sobre Ladrón de Bicicletas, estrenada en noviembre de 1950, Ercilla dice: “la anécdota simple adquiere una emoción desconocida en el cine, y sólo capaz de encontrarla en las páginas de un Dostoiewski”.
Frente a estas nuevas formas, comienza poco a poco a verse el neorrealismo como una manera válida de reflejar la realidad nacional, además de adecuarse a las capacidades económicas de un país subdesarrollado. Quizás aún no de forma crítica en sus temáticas, pero sí de un cine que puede asentarse en una forma estética que refunde la percepción de la realidad en el cine. Los escenarios naturales que el neorrealismo instala como premisa básica, instalando la reflexión sobre el peso histórico que una película puede tener gracias a este apego al contexto, parece ser entonces, un primer paso para una nueva idea de cine chileno.
Uno que ha sido marino, la comedia de José Bohr, rodada en las calles de Santiago, concretamente en los alrededor del río Mapocho, llama la atención de la prensa durante el rodaje, el cual desafía el tráfico y a los transeúntes de una movida ciudad, sin tratar de manipularla en demasía. Deudor completamente de un cine de estudios, Bohr da un pequeño giro acorde a los nuevos tiempos.
Un giro que parece ser más claro con el estreno de Llampo de Sangre. Dirigida por Henry Vico, realizador chileno que forjó una trayectoria como asistente de dirección en Argentina, se basas en la novela de Oscar Castro, que con su narrativa cruda y realista parece ajustada para una adaptación neorrealista. Un factor que recuerda a los deseos de Pancho Rivas (Miguel Frank) en Ecran de llevar la novela chilena más elaborada a la pantalla.
Así lo ve Ercilla, en su crítica al filme en octubre de 1954: “Por primera vez, el cine chileno se lanza en la ruta del neorralismo que valorizó al italiano”, dice el texto. Agrega posteriormente que: “La cinta toma ritmo e interés. La rudeza de la vida minera, sus dichos y costumbres sorprenden por su buscada veracidad. Los actores parecen mineros. Filmado en la misma mina: el film luce realismo”.
A través de este texto se ve una nueva perspectiva crítica hacia los filmes chilenos, que contrasta fuertemente con la forma con que se apreciaban estos en décadas anteriores. Si antes se valoraba la coherencia narrativa de las historias (según el criterio clásico de las producciones norteamericanas), así también la capacidad de confeccionar decorados que fotográficamente funcionaran, asociadas a actuaciones funcionales a la idea de star-system (la estrella o gran protagonista como confluencia de conflictos y resoluciones), ahora surge una valorización nueva.
El verismo que entregan los escenarios reales, los actores no profesionales (en el caso de Llampo de Sangre, campesinos y policías) y una fotografía que ya no se centre en retratar brillantemente a los protagonistas, sino que logre una verosimilitud tal que uno se olvide de la interpretación y se entregue al personaje como auténtica encarnación realista, comienzan a ser nuevos parámetros críticos. Todos irán creciendo conforme avance la década.
Esta idea de realidad no sólo comienza conformarse en la ficción. Sería muy iluso afirmarse sólo en ella, dada la poca producción. El documental se levanta como la gran “escuela” para ir afinando la mirada y reconocimiento del nuevo rumbo, el de acabar con los antiguos estereotipos que asociaron al cine local con un exotismo o folclore nacional mal entendido. La testificación de la realidad, la acumulación de ese acervo a través del documental, es para algunos realizadores como Patricio Kaulen y Naum Kramarenco una escuela que después generará una más aguda propuesta en sus largometrajes de ficción. También otro foco de formación es la elaboración de noticiarios, que llega a su cúspide durante los años 50 de mano de la productora Emelco, comandada por Boris Hardy. La velocidad y consistencia de la producción de estos (ver el detallista artículo de revista Ercilla sobre los noticiarios), en una fase previa a la televisión que llegará en unos años más, entrenó de gran forma a una docena de técnicos que serán vitales en la próxima década.
De esta manera, las nuevas generaciones comienzan a cultivarse bajo ese nuevo influjo del cine europeo, como también de los nuevos parámetros de lo real. Esto respaldado además de la llegada de textos teóricos que muestran un nuevo espectro que va más allá de ver al cine como espectáculo. Tampoco hay que olvidar algo vital: el surgimiento de filmadoras más livianas en 16 mm, el formato que imperará entre los documentalistas chilenas.
Es destacable, en este sentido, la influencia y visita de personalidades y realizadores de la talla de Henry Langlois, Jori Ivens y John Grierson al país. En una entrevista dada a Ecran en 1958, el cineasta escocés señala que “el Estado debe impulsar el cine nacional”, justo en un momento en que una ley que proteja a la producción local está estancada en el parlamento. En un artículo que parece resumir lo que circula en este nuevo momento, Grierson agrega que “no me gustan los films específicamente folklóricos. Muchas veces, por hacer algo pintoresco, dejan de mostrar la realidad”, también dice “he sacado por conclusión que a los sudamericanos les interesa fundamentalmente mostrar las cosas más bellas de sus países, como si temieran que los extranjeros no nos damos cuenta de lo maravillosas que son. Exagerar esto es un signo de ‘provincialismo’”. Así también llama a salir con las cámaras de 16 mm a recorrer el país buscando esa realidad y proyectándola al mismo tiempo, poniendo como ejemplo a Roberto Rossellini (ver nota completa).
De estas experiencias surgen los cine clubes, también el Centro de Cine Experimental a cargo de Sergio Bravo y el Instituto Fílmico de la Universidad Católica (ver nota relacionada).
“De aquí saldrán películas documentales, cortometrajes educativos, experiencias científicas, etcétera, que serán la base de un nuevo estilo cinematográfico en nuestro país”, decía Giorgio Vomiero en una nota de Ecran sobre el recién estrenado centro cinematográfico de la Universidad Católica. Era un espíritu de época que comenzaba a rondar y la prensa no lo desestimó, criticando y dando cuenta de estas producciones.
Finalmente, el estreno de Tres miradas a la calle y La Caleta Olvidada, además del rodaje completamente en escenarios reales de Viaje a Santiago, daban cuenta que el concepto estético básico del neorrealismo ya era el camino en común, aunque siempre el mostrar estaba muy encima de un todavía tímido afán de denunciar.
“… su realismo no sólo se limita a sus imágenes, sino al exiguo capital empleado en su producción (12 millones, en ves de 60 que se consideraba el mínimo de costo), abriendo así doble ruta, artística y económica, que puede influir en la curación de la parálisis del cine chileno”, decía Ercilla sobre Tres miradas a la calle de Kramarenco (ver crítica completa).
Mientras que Ecran, si bien no se convence con el resultado de La Caleta Olvidada (que compitió en Cannes, ver nota relacionada), señalaba que “resulta interesante de ver, porque en ella se encuentran en estado virginal los elementos de los que podría surgir una cinematografía chilena” (ver crítica completa).
Si bien estas ansias de un auténtico cine chileno circularon desde los años 20 en textos periodísticos, ahora la prudencia y calidad de estas producciones mencionadas, así como las posibilidades técnicas de rodajes más económicos sobre todo para realizar documentales y la conciencia que provocaba esa cercanía constante con la realidad, hacían que la idea no fuera desbocada. Los años 60 y su torbellino fraguaron finalmente esa posibilidad, incluso llevándola más allá: hacia la idea del cine como una herramienta más para el cambio social.