Kawase-san, de Cristián Leighton
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Nunca antes Cristián Leighton se había situado tan claramente en sus películas, nunca había sido el centro de ellas. En Kawase-san el cine (específicamente, las cintas de la cineasta japonesa Naomi Kawase) lo lleva a explorar su propia existencia, la turbulenta relación con su padre, el origen de su odio hacia él, el rastreo del porqué éste se ha convertido en un hombre huraño, desprovisto de afectos hacia su hijo y sus nietos. Esto último, buscado en parte a través de visitas con cámara en mano a su abuela de 100 años, su única conexión bella con el pasado. Ella, con pañales, postrada en su cama, tullida y con sus piernas sanguinolentas, es grabada secretamente por Leighton y recuerda episódicamente y con dificultad los traumas, experiencias de un pasado que forjó un quiebre familiar irremediable.

Ante fragmentos de películas de Kawase, Leighton enfrenta otras de imágenes de él muy similares, con la misma sencillez visual (cámara en mano, de planos cerrados y de básicos movimientos) y con una crudeza que no acepta límites éticos en su búsqueda por explicar sus traumas, su pasado, en fin, sus existencias.

Leighton establece así una película de cruces que se basa en la identificación con el otro como guía. O más bien, cómo la influencia del cine, la de enfrentarse a una experiencia artística auténtica, trascendental, gatilla una doble búsqueda (la de su propio ser y la de Kawase en Japón) que antes de ver la primera película de ella el año 2002 parecía estancada y la que desarrolla fieramente, además, dentro del mismo cine.

Se impone en Kawase-san una total fe en las imágenes, las cuales paradójicamente no están para ilustrar lo que en off Leighton manifiesta, pues éstas reflejan paisajes borrosos, detalles imprecisos que buscan emparentarse con sus palabras dolidas (“Nunca he podido decirle a mi padre que lo odio”, por ejemplo) y con su dolor por la imposibilidad del auténtico cariño paterno.

Con ello, Leighton evita con gran sentido cinematográfico el facilismo de la nostalgia y opta por instalar, más que preciosismos fotográficos, una estructuración de reflexiones inconexas, incompletas, como reflejo de esa infinita frustración y que da como resultado una película que tiene sentido en su totalidad y busca crecer más allá de su fin.

Y quizás lo más notable sea instalar todo esto sin que Leighton aparezca en pantalla. Nunca se graba a sí mismo, pero esas imágenes que nada y todo a la vez dicen, parecen sacadas de sus entrañas más oscuras, de su conciencia, tal como sus palabras que sí son claras. Su presencia se establece así no físicamente, sino que más que nada por un afán de instalar una auténtica introspección, puesta poéticamente al desnudo en esa conjunción de sonidos e imágenes. Todo viene de ahí y duele, tornando al documental no sólo cercano, sino también universal.

Por ello, al finalizar el filme, escuchar decir dolorosamente a la abuela de Leighton “todos tienen su historia”, termina siendo tan inspirador y conmovedor como lo mejor de Naomi Kawase.